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Elisa

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, conectó el reproductor de música y, al son de Schubert y su novena sinfonía, fue a despertar a Elisa. Despacio, muy despacio.



Marta Navarro Calleja
Licenciada en Derecho y Ciencias Políticas


El día de su ochenta cumpleaños Fernando despertó temprano. Una punzada de inquietud latía entre sus sienes y una inoportuna desazón aguijoneaba su ánimo. A su lado, Elisa se removió intranquila. «Duerme, mi vida, duerme -le acarició la frente con dulzura- es pronto todavía». Harto de dar vueltas en la cama, puso al fin un pie sobre la alfombra, luego el otro, se calzó las zapatillas y, con paso vacilante, acomodó sus viejos huesos sobre el sillón de cuero junto al balcón del dormitorio.

Las voces de un borracho sacudieron el silencio de la calle. Un estornino revoloteó tras el cristal. Entre las nubes el alba despuntaba.

Aquel había sido siempre el balcón de Elisa, su escondite favorito. Las tardes de verano, abiertas las puertas de par en par, arrimaba la butaca al rodapié y dejaba pasar las horas con un libro o la cesta de costura en las rodillas. En invierno, enfundada en su grueso chal de lana, se acodaba sobre la barandilla de forja para verlo regresar por la vereda del parque, a la vuelta del trabajo. Le gustaba escuchar el alboroto de los niños, aspirar el perfume de los árboles, sentirse parte de la vida de la calle. ¡Qué bien se estaba allí!, ¡qué paz!, ¡qué suerte!, suspiraba siempre cuando él la sorprendía ensimismada y su presencia la sacaba del hechizo.

El recuerdo estampó una sonrisa en el rostro de Fernando e inundó sus ojos de llanto. La emoción lo asaltaba de improviso. No lograba controlarla y lo golpeaba en cualquier momento, a traición, como un boomerang. «¡Serás bobo!», musitó mientras se secaba las lágrimas de un manotazo y se levantaba dispuesto a asearse y preparar café.

Regresó poco después empujando un pequeño carro camarera con el desayuno. El temblor creciente de sus manos no le permitía ya transportar una bandeja sin percance y aquel carrito que encontró arrumbado en un rincón de la despensa le resolvió el problema.

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, conectó el reproductor de música y, al son de Schubert y su novena sinfonía, fue a despertar a Elisa. Despacio, muy despacio.

Las mañanas eran malas, amanecía desorientada, él era para ella un extraño y, a veces, gritaba de espanto. La música la calmaba. Fernando había ido aprendiendo poco a poco los trucos para traerla de vuelta y apenas descubría un destello de reconocimiento al fondo de sus ojos cansados, sonreía feliz -«buenos días, amor»-, hundía una tostada en el café y se la hacía tragar con paciencia de monje tibetano.

Los primeros signos de la enfermedad habían comenzado años atrás: pequeños despistes, palabras perdidas, momentáneas ausencias. Nada preocupante en apariencia pero ella lo adivinó enseguida. Algo andaba mal en su cabeza, algo que se esforzó por combatir sin miedo y la obligó a vivir con un raro sentimiento de urgencia, a proteger momentos, a ocultar el desconsuelo. Fue entonces cuando inició el diario que Fernando leía y releía ahora en sus noches de insomnio. Frágil bitácora de un tiempo que no logró derrotar al olvido. El mal de Alzhéimer se había apoderado ya por completo de su cuerpo y de su espíritu. La había devorado con ferocidad de alimaña. Y sin embargo...

Sin embargo, algunas veces el milagro ocurría y un relámpago imprevisto la rescataba del lugar donde se hallaba perdida. Fernando vivía para aquellas victorias, las atesoraba con avaricia de usurero y las anotaba en el diario donde él -esforzado guardián de la memoria- había continuado fielmente el relato de sus vidas, de su desencanto pero también de su alegría.

El timbre de la puerta lo sacó de su abstracción con un respingo. Angélica, la enfermera de Elisa, llegaba puntual. Mientras ella la vestía y la obligaba a moverse practicando su rutina de ejercicios, él bajaría a comprar unos pasteles y una botellita de champán, le dijo con un guiño pícaro, casi infantil. «Hoy es mi cumpleaños y un día es un día». Por la tarde los tomarían de merienda, sentaría a Elisa en su balcón y, al enlazar sus dedos a los suyos, una súplica muda anudaría su garganta: «regresa, mi amor, regresa; quédate conmigo».


💭

La autora


Marta Navarro Calleja
Licenciada en Derecho y Ciencias Políticas.

Ganadora del segundo premio en la I Edición del Certamen de Relatos Beatriu Civera convocado en 2017 por la Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de Valencia. Finalista ese mismo año en el II Premio Nacional Narrativa Breve Villa de Madrid y en el VIII Certamen Literario Canyada D'Art. Antologada en publicaciones de varios autores por Visibiliz-ARTE ("Mujeres en el arte", "Mujeres pintoras" y "Mujer y trabajo"), Vinatea Editorial ("101 crímenes de Valencia"), Ojos Verdes Ediciones ("Miedo en tus ojos" y "Cartas quemadas"), Donbuk Editorial ("Predestinados", "La luz me hace daño" y "El Pedrusco y otros relatos"), Ediciones Libro Feroz ("Cien instantes en un santiamén" y "Cien palabras para mamá"), Editorial Pasos ("Stop Violencia de Género") y por las comunidades literarias Valencia Escribe ("Relatos con Banda Sonora", "Los Cuentos de las Estaciones", "A punta de relato" y "Cada vez más iguales"), Relatos Compulsivos ("66 relatos compulsivos"), El Tintero de Oro ("Ahora que nadie nos oye", "Tinta, papel y...¡acción!", "Relatos asombrosamente asombrosos" y "Anoche soñé que..."), Literautas ("Móntame una escena" y "Pardos y Castaños") y Esta Noche Te Cuento ("Aletreos" y "Claroscuros"). Varios relatos publicados asimismo en revistas digitales tales como El Narratorio, Papenfuss, Valencia Escribe, El Tintero de Oro o El Callejón de las Once Esquinas.

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2 comentarios:

Froilán De Lózar dijo...

Nos has llevado, con esa delicadeza tuya, a un problema que es más frecuente de lo que pensamos, una enfermedad que va poco a poco borrando sentimientos e historias.
A propósito de esto, hay diversas entradas en nuestro blog que lo mencionan y una muy especial que recuerdo aquí. Gracias, Marta. Aquí tienes otra casa.

El amor verdadero).

Marta Navarro dijo...

Mil gracias, Froilán, por la generosidad del comentario y por la invitación. Encantada de colaborar en el blog.

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