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Desde el cerro del Otero: La mirada del amor
Mirándome a los ojos con ilimitada ternura de amor, me dijiste que aquella noche, por encima de todo, querías ver las estrellas con mayor cercanía; que ascendiésemos por unas horas al punto más elevado de la ciudad.
Porque desde allí las podríamos contemplar con mucha mayor precisión. Y, abstrayéndonos y embelesándonos con ellas, casi casi hasta las podríamos tocar con la punta de nuestros dedos, me insistías…
Pero, sobre todo –me dijiste llena de amor-, porque con ellas de testigo, querías hacerme una confidencia que, a la postre, era una confesión… Y recordé de pronto un pequeño cerro en los alrededores de la ciudad donde en el pasado solíamos acercarnos con una cierta regularidad; porque desde aquella posición tan única la ciudad se nos mostraba espectacular en toda su extensión, tendida sobre la llanura, serena y silenciosa a nuestros pies. Y hasta casi dominarla podíamos, con tan sólo observarla desde nuestra privilegiada situación allí arriba; si no fuera porque, bajando minutos después hasta cualquiera de sus calles, volveríamos a sentir que ella nos engullía de manera imperceptible y pasábamos a formar parte inseparable de sus invisibles redes, necesitando todos y cada uno de los servicios que, gustosamente, la ciudad nos proporciona para vivir el día a día. Sólo mirándola desde esta otra perspectiva, desde esta elevación del terreno, nos hacía encumbrarnos por momentos sobre ella y sentir erróneamente que la dominábamos.
Por eso, adiviné en tu mirada, que te pareció acertada mi propuesta y la aplaudiste al instante sin ningún tipo de reparo. Así que situados aquella noche en la cumbre del cerro, con el cielo poblado de estrellas, cual a cual más resplandeciente entre sí, que titilaban incansables allá arriba; y cobijándonos bajo su manto protector, se nos ocurrió pensar que nada podíamos temer en aquel mágico lugar. Y, de pronto, quisimos contar todas y cada de aquellas luminosas estrellas que nuestra vista pudiera dominar allá en lo alto. Pero al instante perdimos la cuenta, porque eran infinidad de ellas las que aquella noche poblaban el cielo sobre nosotros. Así que, en su lugar, tomados de la mano y con ellas brillando con una increíble fuerza allá arriba, me prometiste amor eterno, al igual que yo a ti; como dos adolescentes que recién hubiesen iniciado su relación “tocados” mágicamente por las flechas de Cupido.
Mas, de pronto, sentimos que no estábamos solos en aquel altozano… Porque como testigo silencioso de nuestro encuentro, teníamos detrás de nosotros a una magistral escultura en piedra de Cristo Rey; nuestro querido y popular “Cristo del Otero”, referente máximo de la ciudad de Palencia; que seguro sonrió ante nuestras confidencias allí en medio de aquella noche estrellada. Aunque tras volver nuestros ojos hacia él y cruzarse nuestras miradas, intuimos que, a buen seguro, sabría guardar nuestro secreto…
Por eso, adiviné en tu mirada, que te pareció acertada mi propuesta y la aplaudiste al instante sin ningún tipo de reparo. Así que situados aquella noche en la cumbre del cerro, con el cielo poblado de estrellas, cual a cual más resplandeciente entre sí, que titilaban incansables allá arriba; y cobijándonos bajo su manto protector, se nos ocurrió pensar que nada podíamos temer en aquel mágico lugar. Y, de pronto, quisimos contar todas y cada de aquellas luminosas estrellas que nuestra vista pudiera dominar allá en lo alto. Pero al instante perdimos la cuenta, porque eran infinidad de ellas las que aquella noche poblaban el cielo sobre nosotros. Así que, en su lugar, tomados de la mano y con ellas brillando con una increíble fuerza allá arriba, me prometiste amor eterno, al igual que yo a ti; como dos adolescentes que recién hubiesen iniciado su relación “tocados” mágicamente por las flechas de Cupido.
Mas, de pronto, sentimos que no estábamos solos en aquel altozano… Porque como testigo silencioso de nuestro encuentro, teníamos detrás de nosotros a una magistral escultura en piedra de Cristo Rey; nuestro querido y popular “Cristo del Otero”, referente máximo de la ciudad de Palencia; que seguro sonrió ante nuestras confidencias allí en medio de aquella noche estrellada. Aunque tras volver nuestros ojos hacia él y cruzarse nuestras miradas, intuimos que, a buen seguro, sabría guardar nuestro secreto…
Historia de un amor de verano
Huyendo un poco del calor asfixiante de aquel verano en la Meseta, pero también otro poco tratando de encontrar un tiempo para la reflexión, luego de un agitado y acelerado año laboral, recalé por aquellos días en un pueblo de costa a orillas del Mediterráneo.
Benidorm, sobre foto original de Alfonso Santamaría
Digamos, que abría así las puertas de mi casa al campo y al mundo exterior, y huía de mi realidad en busca de algo novedoso que pudiera ser que la vida me tuviese reservado. Y ha sido justo en un lugar que tú y yo -¡cuánto tiempo sin vernos!-, conocemos muy bien; y que llevaremos grabado siempre en el recuerdo con extraordinaria nitidez. Y es que en él daría los primeros pasos aquel recién estrenado amor de juventud, el primero de nuestras vidas –según nos confesamos-, en aquel verano de todavía feliz recuerdo; aún después del tiempo transcurrido.
Pero hoy, anocheciendo ya y sentado en el espigón del puerto, desde donde se domina buena parte de la bahía en una dirección, y con el faro que ya ha comenzado a proyectar su luz sobre la bocana del puerto, en la opuesta; sin puertas por delante que cierren mi perspectiva de la ciudad, he querido buscar tu imagen entre tanta gente como atraviesa ahora por estos alrededores. Pero a pesar de no tener límites en la observación, todo parece haber sido en balde. Ninguna de las personas que por aquí transitan me ha recordado a ti. Bueno, siendo sincero, a excepción de alguien que parecía tener tus mismos rasgos físicos –al menos los que yo recordaba de ti-, mas al instante he rechazado la semejanza; aunque reconozco que me ha quedado la duda por algunos segundos.
He tomado algunas instantáneas del lugar y te las haré llegar en algún mensaje posterior. Como verás, poco queda de todo aquello que conocimos en el pasado; y se advierten unos signos de cambio y modernidad en todo el pueblo que, con el paso de los años, se ha convertido en una verdadera ciudad con ingentes cantidades de veraneantes por doquier. Aquella noche, tras cerrar la puerta de mi apartamento y retirarme a descansar, he de reconocer que soñé nuevamente contigo. En esta ocasión, habitábamos juntos una gran casa en un indeterminado pueblo de la costa. Me llamó la atención la gran cantidad de puertas que disponía nuestra mansión; cada una de ellas daba acceso a una estancia diferente. Y cada una de las puertas respondía a un color diferente, que se repetía en el interior de la habitación a la que daba acceso. Luego, con el nuevo amanecer, he de reconocer que no supe interpretar mi sueño… Así las cosas, al atardecer del nuevo día regresé instintivamente al mismo punto de observación de la jornada anterior y me volvió a visitar el recuerdo de aquellos inolvidables días; que he estado rememorando paso a paso mientras contemplaba la impresionante bahía con el sol declinando ya y escondiéndose tras los grandes edificios de apartamentos. Pero sin dejar de observar, a mi vez, el continuo fluir por el lugar de gentes de las más diversas nacionalidades. Y, de pronto, he notado cómo el corazón me pegaba un vuelco, porque he creído verte caminar con tu elegante prestancia de entonces entre las gentes del paseo… ¿Será ella?, me he preguntado... Desde luego que sí, me he contestado a mí mismo a continuación con una claridad meridiana y convertido en un manojo de nervios. Me he levantado de un salto para dirigirme hacia ti y, ¡oh casualidad!, he visto que tanto tu mirada como tus pasos se dirigían hacia mí sin ningún género de duda…
Las farolas del paseo comenzaban a encenderse ahora una tras otra, justo en el mismo momento en el que una gran ilusión volvía a prender en lo más profundo de mi corazón, que abría así una puerta al reencuentro, luego de unos cuantos años de distanciamiento. ¿Tendría algo que ver el sueño de ayer, con aquella gran casa donde destacaban el número tan elevado de puertas que daban acceso a otras tantas habitaciones?...
El sombrero me lo quito y me lo pongo
Aunque no era así exactamente –como dice la canción-, en aquellos tórridos veranos de cuando chavales en Velillas del Duque en aquellos años 60. Pues no cabía plantearse esa opción tan siquiera, no; porque era tanto el calor con el sol aplanándolo todo con su acción, bien fuera en el campo en las faenas de la siega del cereal, o luego en la era con los trabajos de la trilla de este cereal hasta ella acarreado, que era imprescindible desde todo punto de vista que un sombrero cubriese nuestras cabezas en tales momentos; pasando así a ser una pieza inseparable de nuestro atavío veraniego. Todavía, el uso de la socorrida gorra de estilo americano ni se habría inventado seguramente. El caso es que cada miembro de la casa tenía su sombrero asignado para estos menesteres; que durante los meses de verano se encontraba siempre a mano en una especie de perchero anclado en la pared, que resultaba de fácil y cómodo acceso tanto a la hora de salir de la casa camino del campo o de la era, como en el momento de regresar a la casa. En tanto que durante el resto de meses del año, pasaba a ocupar un lugar en un segundo o tercer plano en algún cuarto trastero de la casa, junto a algunos útiles más del verano. Pero que durante los meses de éste, formaba parte indefectible del atuendo de los vecinos del pueblo, ya fueran hombres, mujeres, chavales o chavalas que formasen parte de las tareas agrícolas.
Así que, iniciado el verano, el que más y el que menos de los vecinos ya había previsto esta incidencia y, si era menester, ya se había provisto del oportuno sombrero, habiéndose desplazado algún martes anterior hasta Saldaña para su adquisición. Y es que, además, justamente la mayoría de las tareas y faenas del campo durante esos dos meses, había que realizarlas durante las horas del día en las que más fuerza tenían los rayos de sol y más caían en vertical sobre la tierra; por lo que el disponer de ese sombrero protector sobre nuestras cabezas era una necesidad más que evidente. Por ello, la importancia y relevancia de esta simpática pieza de nuestro atuendo veraniego en aquel entonces; sin que se vislumbrase ni por asomo en aquel entonces y en aquellos círculos en los que nosotros realmente nos movíamos, la utilidad que el sombrero tendría posteriormente como pieza de moda y de elegancia y prestancia en el vestir de un hombre o de una mujer en determinados ambientes. Y ya que de sombreros hablamos, recuerdan aún estas rimas que, a la postre, han inspirado el título de este relato?:
“Alí longo, alí longo, alí longo, el sombrero me lo quito y me lo pongo”…
Pues bien, corresponden, en efecto, a la letra de aquella famosa canción de los años 50 “La bamba”, popularizada años posteriores, en torno al 1987, por el grupo “Los lobos” y, a partir de ahí, con multitud de versiones ya; que hasta seguro escucharíamos más de una vez en aquellas primeras radios que llegaron al pueblo en aquellos años 60.
Café a media noche en plena montaña
En aquella excursión del grupo de amigos a aquella casa de un lugar de la Montaña Palentina, ocurrió que una de las noches, tras la cena, alguien del grupo salió al exterior de la casa para respirar un fragmento del aire puro y limpio de la montaña, topándose de pronto con un impactante cuadro nocturno a sus pies, que le sedujo por momentos.
Y debió de impresionarle tanto aquella visión, que a continuación reclamó nuestra presencia en el exterior para que pudiésemos contemplar también aquel imprevisto espectáculo. En la quietud y el silencio más absolutos de la noche, una luna llena que brillaba con inusitada luz en lo alto del cielo y deslumbraba el lugar con su potente luminosidad, encontraba su reflejo más espectacular en aquel tramo del río Pisuerga, unos pocos kilómetros aguas abajo de su nacimiento, y que junto a la casa viene a encontrar su cauce. Así que, a continuación, entre bromas y chanzas y algunos amagos de palabras recortadas en el ambiente como consecuencia de tan idílica visión, alguien de pronto toma la palabra y comenta en voz alta: Y por qué no tomamos nuestras mochilas, unas linternas y con la luz de la luna iluminándonos el camino, recorremos un pequeño espacio de los entornos de esta montaña que tenemos frente por frente, y a una cierta distancia de la falda de la misma, nos preparamos un sabroso café entretanto charlamos en amigable compañía, dejando que la noche caiga libremente sobre nosotros, mientras nuestros pensamientos y nuestras palabras surcan aquellas profundidades para perderse montaña arriba. Y sin pensarlo dos veces, pasados unos minutos estábamos todos caminando ya en la dirección señalada, con la potente luz de la luna de aquella noche alumbrándonos la senda desde el primer momento de comenzar a caminar. De pronto, la luz de la luna nos iluminó el entrante de una pequeña cueva cercana al camino y decidimos explorarla con nuestras linternas. No alcanzaba apenas profundidad, pero sí reunía las características básicas para entrar en ella y poder sentarnos en círculo frente por frente para descansar un rato y gozar del entorno.
En el exterior de la cueva y sobre unas piedras acordes con nuestra necesidad del momento, hicimos una pequeña hoguera y, al calor de la misma, cocinamos nuestro apetitoso café. Una vez todos ya en el interior de la cueva, sentíamos cómo los pequeños sorbos de café nos alumbraban las palabras a nuestros pensamientos y nos hacían que surgiesen ágiles los diferentes temas de conversación. No nos habíamos reunido nunca en tertulia el grupo de amigos en plena montaña, a la luz de la luna y en el silencio de una impactante noche que se extendía plácida y tranquilla en aquellos alrededores, sin que nada enturbiase ni lo más mínimo las horas, que iban transcurriendo amenas y ricas en pensamientos y temas de conversación. En esas estábamos, cuando alguien dijo que ya se atisbaban las primeras luces del alba tras un desfiladero entre dos montañas que teníamos frente por frente de la cueva; y la realidad nos indicaba que era ya momento de regresar a la casa. Y así lo hicimos, guiados todavía por la luz de la luna y entonando algunas viejas canciones de amistad y juventud. Y de pronto, sentimos que aquellas horas de aquel café nocturno en medio de la montaña, de aquella gran noche bajo la luz de la luna y en medio de aquel silencio tan impresionante de aquellos valles y montañas, quedaban marcadas para siempre en nuestro interior como un impagable recuerdo de nuestros años de juventud.
Imagen: El Cuevatón | José Luis Estalayo
Camino de nuestra Montaña Palentina
Si en una anterior entrega en esta sección del blog, se trataba de una excursión de varios días a un pueblo de nuestra Montaña Palentina en los años 80, y los sucedidos y pormenores concretos de una inesperada aventura en plena montaña, que nos pudo poner un tanto en aprietos al grupo; aquella excursión en su momento tuvo sus propios preparativos previos al viaje, como bien cabe pensarse.
Así, en cada uno de los encuentros que teníamos los amigos en aquellos días, íbamos perfilando las circunstancias del viaje con comentarios e ideas de todo tipo, alimentando de esta manera nuestros deseos de que aquella excursión se iniciase cuanto antes.
Hasta que, por fin un día, nos encontramos con que, en las próximas horas estaríamos subiendo, alegres y contentos y con las consabidas dosis de intriga hacia lo desconocido, nuestras pesadas mochilas al coche de línea, en tanto nuestros cuerpos encontrarían a continuación su acomodo en una de las butacas del autobús, para compartir con el resto de pasajeros este viaje de más de cien kilómetros hasta la localidad de Cervera de Pisuerga.
Entonces ya sí, nos encontrábamos con que en aquellos mismos instantes se iniciaba nuestra aventura a tierras del Norte de la provincia, en plena comarca montañosa. Y todo lo que pasase a partir de aquel momento, tendría a la montaña como compañera y amiga. Así lo habíamos decidido y era menester no apartarnos demasiado de la programación así pergeñada.
Nos hubiera gustado como señal de alegría por nuestro viaje, entonar en grupo alguna canción de las típicas de excursiones en autobús de nuestros años de estudiantes más jóvenes, pero el hecho de compartir el autobús con el resto del pasaje no nos lo permitía empero.
Pero en la siguiente ocasión que tuvimos, a bordo del taxi que nos dejaría en el propio lugar de destino, luego de apearnos del coche de línea, dimos rienda suelta a nuestra alegría y las canciones fueron saliendo divertidas y gozosas a lo largo de todo el recorrido.
El rumor del río que se coló de inmediato en nuestros oídos nada más bajarnos del taxi frente a la casa, nos produjo una sensación de paz y relax en aquel primer contacto con la naturaleza, que no nos abandonaría ya a lo largo de todos los días que permanecimos en el lugar.
A la par, el dirigir nuestras miradas hacia las elevadas montañas que teníamos allí mismo frente a nosotros, nos hizo tomar contacto con la otra realidad que nos envolvía en aquel entorno casi mágico y que, con las primeras luces del día siguiente, intentaríamos explorar sobre el propio terreno.
Y amaneciendo la primera mañana, la sensación tan grata que sentimos en aquellos primeros momentos de aquel primer día, con el sol brillando ya con una cierta fuerza sobre todo aquel paisaje, no nos abandonaría ya durante cada una de las siguientes jornadas que la madre naturaleza nos regalaría.
Imágenes: Pumar59
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Con flores a María
Con qué pasión y emoción en nuestras voces, que transmitíamos a cada uno de los versos que declamábamos con inusitado desparpajo, llegado el mes de mayo, cantábamos en la iglesia de mi pueblo, Velillas del Duque, las loas a la Virgen los escolares de aquellos años.
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Paqui González del Castillo |
Y con cuánto entusiasmo, entonaba el pueblo en la misa mayor ese conjunto de estrofas del famoso “Con flores a María” que se iniciaba así:
Venid y vamos todos
con flores a porfía,
con flores a María,
que Madre nuestra es.../”.
Todo un conjunto sonoro de bonita armonía que trasladaba su eco por todo el templo, convertido así en perfecta caja de resonancia. Y es que el momento requería alguna dedicación extra por nuestra parte, pues aquellos poemas era menester aprenderlos de memoria a la hora de recitarlos; entre el nerviosismo y el orgullo por haber sido elegidos para ello.
Entretanto, en el exterior, principalmente en las eras y los prados de los alrededores, se estrenaba con fuerza la primavera, haciendo que comenzasen a brotar infinidad de flores; entre ellas las margaritas, que poblaban estos espacios de una manera muy visible, y que eran el signo y señal que nosotros teníamos más a mano para advertir bien a las claras que la primavera estaba ya presente en nuestro pueblo.
Flores del campo que recolectábamos en grupo y que pasaban a formar parte, igualmente, de nuestro ofrecimiento a la Virgen, tras confeccionar un colorido ramo de flores que depositábamos a sus pies con todo el cariño del que éramos capaces.
Y como ya en mayo la temperatura exterior había subido unos cuantos grados con respecto al invierno, invitando a estar más tiempo en la calle y a salir al campo y admirar su belleza, los chavales aprovechábamos la ocasión y hacíamos grandes caminatas por los alrededores del pueblo. Pero como no era nuestro signo estar ociosos durante esos paseos, en el trayecto íbamos atentos a los pájaros que pudiesen salir volando de entre los ramajes, hierbas y zarzas del camino, pues sabíamos que tras ellos podíamos descubrir algún nido de estos pájaros, con sus crías ya salidas del cascarón; pues de sobra conocíamos que este llegar a la vida de las nuevas crías de las aves del campo se producía justo durante el mes de mayo.
Así que observábamos a los polluelos recién nacidos, teniendo la precaución de no tocarlos ni maniobrar en los alrededores del nido, pues se nos había dicho que si lo hacíamos y sus progenitores se daban cuenta de ello, podían hasta llegar a abandonarlos a su suerte cuando regresasen para alimentarlos. Por lo que, lo único que hacíamos entonces era observarlos durante unos instantes y localizar visualmente el lugar exacto para regresar días posteriores para ver su evolución.
El campo, entretanto, veíamos que gozaba ya de un verdor espectacular, lo que nosotros relacionábamos de una manera directa con un pronto final de curso en la escuela y todo un largo verano para nosotros, aunque también sabíamos que tendríamos que ayudar en casa en las faenas del campo y posteriormente en la era.
Venid y vamos todos
con flores a porfía,
con flores a María,
que Madre nuestra es.../”.
Todo un conjunto sonoro de bonita armonía que trasladaba su eco por todo el templo, convertido así en perfecta caja de resonancia. Y es que el momento requería alguna dedicación extra por nuestra parte, pues aquellos poemas era menester aprenderlos de memoria a la hora de recitarlos; entre el nerviosismo y el orgullo por haber sido elegidos para ello.
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Paqui González del Castillo |
Entretanto, en el exterior, principalmente en las eras y los prados de los alrededores, se estrenaba con fuerza la primavera, haciendo que comenzasen a brotar infinidad de flores; entre ellas las margaritas, que poblaban estos espacios de una manera muy visible, y que eran el signo y señal que nosotros teníamos más a mano para advertir bien a las claras que la primavera estaba ya presente en nuestro pueblo.
Flores del campo que recolectábamos en grupo y que pasaban a formar parte, igualmente, de nuestro ofrecimiento a la Virgen, tras confeccionar un colorido ramo de flores que depositábamos a sus pies con todo el cariño del que éramos capaces.
Y como ya en mayo la temperatura exterior había subido unos cuantos grados con respecto al invierno, invitando a estar más tiempo en la calle y a salir al campo y admirar su belleza, los chavales aprovechábamos la ocasión y hacíamos grandes caminatas por los alrededores del pueblo. Pero como no era nuestro signo estar ociosos durante esos paseos, en el trayecto íbamos atentos a los pájaros que pudiesen salir volando de entre los ramajes, hierbas y zarzas del camino, pues sabíamos que tras ellos podíamos descubrir algún nido de estos pájaros, con sus crías ya salidas del cascarón; pues de sobra conocíamos que este llegar a la vida de las nuevas crías de las aves del campo se producía justo durante el mes de mayo.
Así que observábamos a los polluelos recién nacidos, teniendo la precaución de no tocarlos ni maniobrar en los alrededores del nido, pues se nos había dicho que si lo hacíamos y sus progenitores se daban cuenta de ello, podían hasta llegar a abandonarlos a su suerte cuando regresasen para alimentarlos. Por lo que, lo único que hacíamos entonces era observarlos durante unos instantes y localizar visualmente el lugar exacto para regresar días posteriores para ver su evolución.
El campo, entretanto, veíamos que gozaba ya de un verdor espectacular, lo que nosotros relacionábamos de una manera directa con un pronto final de curso en la escuela y todo un largo verano para nosotros, aunque también sabíamos que tendríamos que ayudar en casa en las faenas del campo y posteriormente en la era.
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Aventura de alta montaña
Siempre, en nuestros años de juventud, quisimos emprender aventuras. Nuestra edad nos lo estaba demandando a cada paso y nuestro espíritu inquieto y aventurero de por sí, aportaba también su granito de arena en pos de la misma causa. Así que, aprovechando que uno de los amigos tenía una casa familiar en plena Montaña Palentina, en la localidad de San Juan de Redondo concretamente, decidimos pasar en ella los días de una Semana Santa.
Nada mejor que huir del mundanal ruido y encontrar paz y sosiego para esos días, propios, por otra parte, para la reflexión y el descanso. Todo ello, antes de que se extendiese en nuestro país el boom de las casas rurales. Aunque en nuestro caso, el descanso brillase por su ausencia, porque nuestra idea de principio era salir cada día a la montaña en pos de aventuras de cualquier tipo que se nos presentasen: esquivar, que no luchar, ante la presencia de algún oso que tuviera a bien cruzarse en nuestro camino, adentrarnos en algunas de las cuevas del lugar, ver con nuestros propios ojos la bocamina de alguna explotación de carbón de aquel sitio, emocionarnos al descubrir el nacimiento del río Pisuerga que recorre la provincia de norte a sur y que tenía allí mismo su nacimiento…, y, en general, deleitarnos con el paisaje.
Pero cualquiera de estas aventuras quedaría mermada en intensidad, ante la que decidimos emprender el último de los días de nuestra estancia en el lugar. Consistía en llegarnos andando a través de la montaña, escalando riscos y promontorios, descendiendo a valles y depresiones, hasta otro pueblo de aquel norte provincial que, según nuestros cálculos habiendo consultado un pequeño mapa de bolsillo, debía encontrarse tras aquellas montañas que teníamos al frente. Y contando sólo con aquel pequeño mapa y ciertas dosis intuitivas de alguno de los amigos. Que siempre sostuvo que la distancia más corta entre dos puntos era invariablemente la línea recta. Claro, no sé si contaba con que en nuestro caso la línea recta surcaba necesariamente valles y montañas.
Como profanos en la materia, no calculamos el tiempo que necesitábamos en tamaña aventura y, cuando estábamos en lo más alto de una de las montañas, comenzamos a notar que las horas de luz iban mermando y que muy pronto llegaría la noche. Y nosotros perdidos en medio de la montaña, sin ningún tipo de comunicación, ni artilugio susceptible de poder detectar nuestra presencia en aquel paisaje (el teléfono móvil ni siquiera se había inventado todavía).
En esos pensamientos andábamos, cuando alguien del grupo pareció divisar al fondo de una especie de valle, un pequeño chozo o refugio de montaña. Hecho el descubrimiento y comunicada a todos la buena nueva, lo celebramos con profusión y en cada uno de los rostros se nos colocó de pronto un gesto de alegría y corrimos montaña abajo a su encuentro. Y, en efecto, allí estaba el refugio, presto para poder ocuparse y ofreciéndonos a nosotros la mayor de sus prestaciones: ser nuestro cobijo para pasar la cruda noche dentro de él. Con total presteza y antes de que la noche cayese definitivamente sobre aquellos parajes, recogimos toda la leña que nos fue posible en los alrededores para poder encender un fuego en su interior y poder calentar nuestros fríos y ateridos cuerpos. Y como la noche devino fría en exceso –en los alrededores incluso se advertía la presencia de nieve helada-, y aunque el fuego continuamos avivándolo incluso durante muchas horas de la noche, el frío penetraba no obstante en el interior del refugio por todos los costados y apenas si nos dejaría conciliar el sueño algunas horas. Si larga y fría fue la noche, el amanecer, en cambio, fue espectacular en aquel valle rodeado de montañas; y hasta el sol quiso acompañarnos bien temprano para caldear un poco el ambiente. Con las luces del día y con el sol como compañero de viaje, parecía como si todo nos resultase mucho más fácil; y la intuición misma nos hizo llegar hasta lo alto de otra de las montañas desde donde se observaba ya con meridiana claridad un pueblo. ¿Sería el que íbamos buscando?. La alegría se nos plantó de nuevo en el rostro, y con ella colocada ya permanentemente en todos nosotros, llegamos al cabo de poco tiempo a un camino que nos condujo hasta las primeras casas del pueblo. Aquello era ya coser y cantar para nosotros, las calles llanas y bien asfaltadas; en tanto las chimeneas de las casas del pueblo arrojaban su humo al exterior como signo de civilización. La localidad era Brañosera.
De vez en cuando, desde sus calles mirábamos a lo alto de la montaña y hasta nos parecía imposible que hubiésemos estado allí arriba y que en medio de ella hubiésemos pasado la noche, en aquel refugio tan proverbial que la suerte misma nos puso en el camino. Ya teníamos una pequeña aventura que contar en el futuro a nuestros hijos.
Imágenes: José Luis Estalayo
Actualización Sep2025 | +707👀Historias cercanas
Juegos infantiles de antaño maricastaño: las flechas
En el orden de prelación de nuestros juegos infantiles de aquel entonces en el pueblo, éste de “las flechas” gozaba de un gran atractivo y simpatía para una mayoría de nosotros. Y, contra lo que pudiera pensarse en cuanto a su nombre, no es que se tratase del tradicional juego de tiro con arco, que en principio pudiera creerse, no. Ni tampoco se trataba de las “flechas de Cupido”, que mucho tiempo después, ya mozos y mozas en edad de prometer, entenderíamos el por qué en el mundo de los adultos se hablaba de ellas.
Un juego, éste de las flechas que, muy probablemente, en otros pueblos de nuestra comarca el pasatiempo en cuestión tomase otros apelativos, pero que en el nuestro en concreto, era conocido por todos como “jugar a las flechas”; gozando de una gran aceptación entre la chavalería.
El juego, en esencia, consistía básicamente en dividirnos los chavales y chavalas en dos grupos del mismo número de personas. Y la mecánica radicaba en que uno de los grupos, pasados varios minutos desde que el otro grupo hubiese partido del lugar teniendo tiempo para esconderse en algún paraje del pueblo, saliese en su búsqueda. Orientándose para ello con una serie de señales dibujadas en el suelo –flechas, en concreto, indicando la dirección a tomar tanto en línea recta como en los cruces de las calles- que el primero de los grupos había ido dejando dibujadas sobre el suelo de tierra a medida que se alejaban camino del escondite que sobre la marcha elegían.
El hecho de usar las flechas de dirección dibujadas sobre el suelo como señal, era lo que determinaría a la postre el nombre del juego; así de sencillo. Pero como todo juego, éste de las flechas, que disponía también de otra serie de elementos orientativos más aparte de las flechas, susceptibles de dibujar también en el suelo de tierra con un simple palo, tenía igualmente sus propias reglas, por todos conocidas, por otra parte. Y, en ocasiones, el saber interpretar mejor o estrujar estas reglas y adaptarlas a alguna situación concreta, estaba el posible triunfo en el juego. Así que ahí jugaba también a favor la mejor orientación, intuición o inspiración del momento que el líder del grupo llevase a cabo.
A veces, un intríngulis demasiado enrevesado de las señales dibujadas o una estudiada disposición de estas con el fin de confundir en la interpretación de las señas marcadas sobre la tierra por el primero de los grupos, hacía imposible para la segunda cuadrilla, la perseguidora, el poder localizar en su escondite al resto de compañeros, entre el gozo y la algazara correspondientes de estos últimos. Llegaba entonces el momento de poner en común los detalles de la búsqueda y de su acierto o fracaso, y de entablar una serie de conversaciones a varias bandas entre unos y otros; mientras el camino nos iba dirigiendo en muchas ocasiones hacia las inmediaciones de la iglesia, donde los vencejos, chillones por demás aquella tarde-noche, sobrevolaban incansables sobre nuestras cabezas en cientos de viajes de ida y vuelta.
Entretanto, nosotros, que teníamos todavía por delante algunas horas antes de retirarnos a descansar, comenzábamos a urdir ya el próximo juego en grupo.
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Callejeando por Cervera
Y es que nos encontrábamos felices cada vez que abandonábamos los muros del Colegio y disponíamos de una cierta libertad de movimiento y podíamos hablar sin restricciones entre nosotros.
En aquel entonces, mediados de los años 60, las tardes de un día cualquiera en la localidad palentina de Cervera de Pisuerga, en nuestro norte provincial, transcurrían tranquilas y medianamente silenciosas hasta que, de pronto, los murmullos altisonantes de las decenas de conversaciones de los chicos del Colegio de los alemanes, que éramos nosotros, rompíamos esa quietud a medida que atravesábamos alegres y vocingleros en fila de a tres sus calles centrales, donde apenas si circulaba algún coche, camino del campo de fútbol municipal de la Bárcena, de la cercana localidad de Arbejal y el pantano de la Requejada, o incluso con rumbo a alguna otra pequeña población de los alrededores para tratar de pasar de manera divertida las horas que aún restaban de aquella tarde que teníamos libre.
De ahí ese murmullo creciente de nuestras conversaciones dentro del grupo cuando atravesábamos las calles de Cervera; aunque en el fondo echásemos en falta el no poder caminar totalmente libres por la localidad y poder disponer de algunas monedas en nuestros bolsillos para permitirnos el pequeño lujo de comprar algunos dulces en el quiosco de la plaza, como lo hacían los chavales del pueblo que no estaban en el internado y quedaban libremente con sus amigos para poder recorrer las calles sin cortapisas hasta que llegase la noche.
Debíamos formar en cada ocasión un pequeño torbellino de voces bastante audibles en los alrededores de la calle por la que cruzábamos, lo que ocasionaba que de vez en cuando hasta notásemos cómo las gentes se asomaban a las ventanas de sus casas para vernos pasar.
Y si en ocasiones, quien se asomaba era alguna que otra chiquilla joven, nosotros, que la habíamos detectado pronto, sólo nos atrevíamos a mirarla cargados de rubor en nuestras mejillas, y seguíamos nuestro camino sin ni siquiera un adiós, pues a tal rigidez en las normas ascendía nuestra educación.
Pero con todo y con eso, lo que sí quedaba patente en aquellos momentos era que estábamos dejando muestra, bien a las claras, de que nuestro paso por las calles de Cervera no era precisamente silencioso, sino lleno de vitalidad, como correspondía a unos chavales que, a pesar de las condiciones generales que habíamos asumido para con nuestros superiores durante nuestra estancia en el Colegio, nos sentíamos con fuerzas y con unas ganas de vivir a prueba incluso de la rigidez del día a día.
Nosotros, unos chavales que apenas si habíamos iniciado la pre adolescencia y ya estábamos enfrentándonos a aquella clara severidad de las normas.
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Toque a huebra
De pronto un día bien de mañana –cuando el sonido de las campanas en el pueblo estaba a la orden del día y marcaba muchos de los aconteceres diarios del lugar-, sonaba la campana de la torre de la iglesia con el específico toque ya previamente conocido por todos, y los mozos y resto de población masculina de mediana edad del lugar, se concentraban en la plaza del pueblo provistos, unos de palas, otros de picos o azadas, algunos portando horcas de hierro, otros rastrillos y algún otro útil de trabajo más y, tomando el camino que en aquel momento correspondiese, se encaminaban en animada charla hasta el lugar donde, de acuerdo con lo acordado en sesión municipal previa se iba a llevar a cabo el trabajo comunitario así pactado.
Y con todo ello, el pueblo entero, sin excepción, salía ganando tras estos trabajos comunitarios cada año.
Pasaron los años, muchos sin duda; los chavales de aquel entonces nos hicimos mayores también, pero cabe señalar que este tipo de trabajos comunitarios de “a huebra” persisten todavía en nuestros núcleos rurales. Eso sí, hoy en día, estos trabajos de “a huebra”, con el fin de fomentarlos y poder llevarlos a cabo en unos tiempos en los que la solidaridad no es que brille especialmente, son objeto de una serie de ayudas bajo el paraguas de las instituciones. Si bien, cumpliendo una serie de normas y estando sujetos a un conjunto de parámetros que deben reunir los espacios y zonas a rehabilitar de manera comunitaria y bajo una serie de observaciones y cumplimientos de reglas bastante estrictas en cuanto a los trabajos a realizar y las condiciones medioambientales que deben observarse. El signo de los tiempos, que avanzan a toda pastilla, ha llegado también hasta estos lugares donde, aquel simple toque de campana previamente pactado que servía de llamamiento, habrá dado paso a un escueto mensaje a través de wasap para la adecuación de la cita, indicando lugar, día y hora del emplazamiento. Y es que, aunque el tiempo corre que se las pela, sin duda, las necesidades en nuestros núcleos rurales siguen estando presentes en el haber de sus habitantes.
Actualización Sep2025 |💥+1.010👀
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Nuestras artes de pesca
Las artes de pesca en aquellos años en nuestra etapa de chavales en el pueblo eran, aparte de caseras al cien por cien, bastante rudimentarias en esencia; si bien, lo suficientemente útiles para que prestasen la misión a ellas encomendada y nos proporcionasen con cierta facilidad la captura de los dos tipos de elementos pretendidos; es decir, peces y cangrejos.
Y así, montada ya la caña, nos urgía el estrenarla. Así que aprovechábamos el primer rato libre para escaparnos hasta alguno de los arroyos cercanos al pueblo que disponían del suficiente caudal de agua, para dar rienda suelta a tan noble arte. Eso sí, ya sabíamos que teníamos que armarnos de un cierto grado de paciencia, porque no todos los días que echábamos la caña al agua los peces querían picar en nuestro cebo. O tampoco, siempre que picaban conseguíamos la pieza, porque a veces tirábamos de la caña hacia arriba y el pez se nos escapaba, o se había comido el cebo y había desaparecido sin más. Así que vuelta al principio.
Y esta vez sí, para nuestra satisfacción, al poco rato la pieza que conseguíamos nos sorprendía por su tamaño; y nos animaba a echar una y otra vez la caña en el mismo lugar. Hasta que vencida la tarde, y con el sol ocultándose ya por detrás de la torre de la iglesia, regresábamos felices a casa con nuestro cargamento de peces depositados en hilera sobre la estructura de un junco de un cierto grosor, con el que previamente nos habíamos aprovisionado. Al pasar junto a la iglesia camino de nuestras casas, veíamos de reojo cómo los vencejos se mostraban aquel atardecer especialmente ruidosos en aquellos entornos; aunque nuestro máximo interés era llegar cuanto antes a casa para mostrar a los nuestros nuestro gran resultado de pesca de aquella tarde.
Otra de las artes de pesca, que también seguíamos al pie de la letra en cuanto a preparación de aparejos y ritual en general, era la pesca de cangrejos. Aunque en esta ocasión, contando con la ayuda de los mayores de la casa, los abuelos generalmente, en el momento de la confección de las redes para los reteles que empleábamos en la captura de los cangrejos. Porque, aunque los reteles los habíamos adquirido también en Saldaña, si queríamos disponer de alguno más de manera rápida, o si se trataba de reparar la red de alguno de ellos, entonces teníamos que recurrir a nuestros mayores. Así que, una vez preparados todos los reteles y buscado el cebo más adecuado, partíamos, con la alegría reflejada en el rostro, hacia las inmediaciones del arroyo que ya conocíamos como más cangrejero de todos los que rodeaban al pueblo. Llegados al lugar y sin perder ni un solo minuto, porque las ganas de ver nuestros reteles llenos de cangrejos iban en aumento, echábamos todos los artilugios al agua dejando bien visibles las cuerdas que los sostenían; esperábamos, nerviosos eso sí, algunos minutos y comenzábamos a levantarlos uno por uno ayudándonos de un palo de una cierta longitud, que en su punta terminaba en una especie de horquilla que permitía que la cuerda del retel se deslizase a su través. Y era entonces el momento por antonomasia de la alegría o de la decepción, dependiendo de si el retel contenía algún cangrejo o no. Y es que ya nos imaginábamos llegando a casa con nuestro abultado cargamento de cangrejos depositados en aquellos particulares fardeles tan a propósito elaborados, y mostrándoselos a nuestras madres, que serían al final las que se encargarían de cocinar tan exquisito manjar. Así que, cuando la tarde ya se vencía y comenzaban a aparecer en el horizonte los primeros signos de oscuridad, nuestra aventura de pesca de aquella tarde se daba por concluida. Y regresábamos a casa contentos.
Y claro, luego quedaba contar nuestra andanza de la tarde de pesca al grupo de amigos del pueblo que no se habían embarcado aquel día en aquella apasionante aventura. Y ahí sí que la gozábamos también.
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El tiempo se detuvo aquel día de junio
El tiempo pasa y pasa extremadamente rápido... Veloz, cual grupo de golondrinas que cada tarde surcan una y otra vez, en interminables vuelos casi, una pequeña porción del cielo que cobija a mi querido pueblo, Velillas del Duque. Y en particular, los entornos de la iglesia y su esbelta torre, refugio nocturno de todo tipo de pájaros; al igual que la que fuese en tiempos de mayor brillo del pueblo, la casa del maestro donde, en uno de los laterales de su prominente alero, algunas de estas avecillas tan veloces y chillonas de la mañana han ido construyendo con los años decenas de impecables nidos colgados de los salientes de la madera. Y que nadie ha destruido nunca, porque a nadie le perjudican en realidad.
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Paqui González del Castillo |
Y sería en este marco de paz y tranquilidad, cuando aquel día de junio de unos cuantos años atrás el tiempo pareció detenerse de golpe por unas cuantas horas. Y es que, un grupo de nosotros, vecinos un día del lugar, fuimos conscientes de habernos trasladado al pasado un buen puñado de años en el recuerdo y las vivencias.
Porque fuimos nosotros, aquellos chavales de entonces, a la sazón alumnos de la escuela del pueblo cuando niños, quienes quisimos, simplemente, homenajear en el mismo lugar que nos viera nacer y crecer tiempo atrás, a nuestra querida maestra de aquellos años, que tanto nos marcaría y ayudaría con sus enseñanzas en aquellos primeros pasos de nuestra etapa escolar. Y que, incluso para el pueblo en general, su llegada le supuso un primer acercamiento a la modernidad del exterior, imbuyéndole fuertes dosis de aire fresco y reconfortante. Nuestra maestra vivía en el pueblo y, como tal, pasaba a ser una vecina más en la vida del pueblo.
Por todo ello, entendimos que, “si de bien nacidos es ser agradecidos”, nosotros debíamos serlo también en este aspecto. Con este propósito tan noble de realizar un merecido y emotivo homenaje a nuestra maestra de aquel entonces, por sus enseñanzas y sus desvelos por todos nosotros, nos reuniríamos aquel día de junio en torno a ella y a nuestra escuela; en nuestro querido pueblo –Velillas del Duque-. Y con un coro de inquietas golondrinas alegrando la mañana en los entornos de la iglesia y de la casa del maestro; como si alguien las hubiese avisado del evento y quisieran contribuir al desarrollo del mismo con sus veloces y constantes carreras sobre nuestras cabezas en la perpendicular al cielo.
Y allí estaba ¡nuestra escuela!, la escuela de aquel ayer un tanto lejano ya, pero seguro que feliz para todos nosotros en aquel entonces. Nuestra vieja escuela que, a pesar de los años, seguía todavía en pie; aunque ahora, sacudida también por el signo de los tiempos, convertida en cómodo y agradable Teleclub, nos volvía a acoger aquel día.
Nuestra maestra, durante el tiempo que estuvo al frente de la misma en aquel medio rural donde se desenvolvería nuestra existencia diaria, supo llevarse el cariño y la admiración de todos nosotros, por su empeño y sus ansias diarias para que adquiriésemos la mayor cantidad posible de conocimientos que nos sirviesen luego en la etapa de adultos. Corrían entonces los que serían luego los míticos “años 60” de feliz recuerdo.
La emoción por el reencuentro, después de tantos años, recorrería el ambiente del pueblo desde primera hora del día y se palpaba tras cada esquina.
Al atardecer, el tiempo, que intuíamos se había detenido en Velillas aquel día desde primera hora de la mañana, volvería a ponerse en marcha y seguir su camino. Momento en el que, posiblemente, comenzó a desaparecer la magia que pareció envolver al pueblo… O puede que quedase instalada para siempre en el lugar. Y Velillas del Duque, volvería a entrar a continuación en esa especie de plácida tranquilidad en la que se desenvuelve el común de sus días.
Actualización Sep2025 | +842👀
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Un Camino hecho de nieve
Saltamos de alegría en medio de aquel campo nevado
Era invierno y, debido a la crudeza en aquel entonces, los caminos no estaban en condiciones óptimas de ser transitados a pie, aunque este Camino fuese el de Santiago, donde los peregrinos a veces deben luchar incluso contra los elementos más exaltados de la naturaleza.
Pero aun así, resulta siempre mayor la satisfacción que les proporciona el viaje. Con estos antecedentes en el pensamiento, aquel invierno de nuestra juventud mi amigo y yo decidimos que era un buen momento para recorrer un pequeño tramo del Camino, y allá que nos fuimos bien pertrechados de todos los útiles que pensamos íbamos a necesitar, que depositamos por orden de caída en el interior de nuestras respectivas mochilas. Otra cosa sería luego buscar alguno de ellos; pero la necesidad todavía no se había producido y dejamos aquella posibilidad pendiente de su comprobación sobre el propio terreno si la circunstancia se producía.
Para la primera etapa del tramo elegido dentro de la parte final ya del Camino, salimos del albergue de peregrinos con las primeras luces del alba, portando sobre nuestras respectivas espaldas aquellas pesadas mochilas y, como el cielo ya apuntaba maneras, provistos de nuestros respectivos chubasqueros. Subiendo uno de los páramos, de pronto el cielo se oscureció y comenzó a descargar una copiosísima nevada sobre nosotros y los campos por los que atravesaba el Camino, cubriéndose bien pronto todo a nuestro alrededor de un blanco impoluto que, si bien dejaba ante nosotros unas imágenes impactantes, nos apresuramos a inmortalizar con nuestra cámara de fotos, pronto vimos que la senda se borraba y nos quedaba en medio del campo, a medio camino entre el albergue del que habíamos partido y el de la próxima localidad de destino. En medio de aquella incertidumbre, de pronto a mi amigo se le encendió una bombillita en su interior y recordó el momento en el que preparábamos nuestras mochilas y el comentario que hicimos de incluir una brújula en el equipaje; y a ella nos aferramos, emprendiendo de inmediato su búsqueda como locos entre los elementos de las mochilas, aunque no recordábamos el lugar exacto en el que la habíamos depositado. No cesamos en nuestro empeño y, al fin, logramos dar con ella en uno de los bolsillos laterales. Nos abrazamos y saltamos de alegría en medio de aquel campo totalmente nevado, que ya había perdido todos sus límites entre finca y finca y borrado cualquiera de los caminos existentes en aquellos alrededores. Con la alegría asomando a nuestros rostros y entonando una vieja canción del pasado, mi amigo y yo continuamos nuestra marcha orientados en todo momento por aquel instrumento de navegación que encaminaba nuestros pasos en la dirección adecuada. Nadie más caminaba detrás de nosotros, sólo la huella de nuestros pasos marcados sobre la nieve daban fe de nuestra presencia en aquel territorio; hasta que, de pronto, descubrimos que delante de nosotros se podían percibir las huellas de unos pasos que la nieve, -que seguía cayendo con fuerza-, no había logrado borrar en su totalidad. Y decidimos apresurar el ritmo de nuestro caminar en aquella misma dirección, donde ya comenzaba a percibirse, aunque bastante difuminada todavía, la silueta de unas cuantas construcciones que cada vez se iban presentando más cercanas ante nuestros cansados ojos. Supimos entonces que aquella primera etapa del Camino, -dura y a prueba de elementos meteorológicos-, finalizaría en breve.
Luego, frente a la chimenea del albergue, vendría el momento de comentar nuestra aventura con el resto de peregrinos allí alojados.
Para la primera etapa del tramo elegido dentro de la parte final ya del Camino, salimos del albergue de peregrinos con las primeras luces del alba, portando sobre nuestras respectivas espaldas aquellas pesadas mochilas y, como el cielo ya apuntaba maneras, provistos de nuestros respectivos chubasqueros. Subiendo uno de los páramos, de pronto el cielo se oscureció y comenzó a descargar una copiosísima nevada sobre nosotros y los campos por los que atravesaba el Camino, cubriéndose bien pronto todo a nuestro alrededor de un blanco impoluto que, si bien dejaba ante nosotros unas imágenes impactantes, nos apresuramos a inmortalizar con nuestra cámara de fotos, pronto vimos que la senda se borraba y nos quedaba en medio del campo, a medio camino entre el albergue del que habíamos partido y el de la próxima localidad de destino. En medio de aquella incertidumbre, de pronto a mi amigo se le encendió una bombillita en su interior y recordó el momento en el que preparábamos nuestras mochilas y el comentario que hicimos de incluir una brújula en el equipaje; y a ella nos aferramos, emprendiendo de inmediato su búsqueda como locos entre los elementos de las mochilas, aunque no recordábamos el lugar exacto en el que la habíamos depositado. No cesamos en nuestro empeño y, al fin, logramos dar con ella en uno de los bolsillos laterales. Nos abrazamos y saltamos de alegría en medio de aquel campo totalmente nevado, que ya había perdido todos sus límites entre finca y finca y borrado cualquiera de los caminos existentes en aquellos alrededores. Con la alegría asomando a nuestros rostros y entonando una vieja canción del pasado, mi amigo y yo continuamos nuestra marcha orientados en todo momento por aquel instrumento de navegación que encaminaba nuestros pasos en la dirección adecuada. Nadie más caminaba detrás de nosotros, sólo la huella de nuestros pasos marcados sobre la nieve daban fe de nuestra presencia en aquel territorio; hasta que, de pronto, descubrimos que delante de nosotros se podían percibir las huellas de unos pasos que la nieve, -que seguía cayendo con fuerza-, no había logrado borrar en su totalidad. Y decidimos apresurar el ritmo de nuestro caminar en aquella misma dirección, donde ya comenzaba a percibirse, aunque bastante difuminada todavía, la silueta de unas cuantas construcciones que cada vez se iban presentando más cercanas ante nuestros cansados ojos. Supimos entonces que aquella primera etapa del Camino, -dura y a prueba de elementos meteorológicos-, finalizaría en breve.
Luego, frente a la chimenea del albergue, vendría el momento de comentar nuestra aventura con el resto de peregrinos allí alojados.
Actualización Sep2025 | 765👀
Historias Cercanas
Antruido, nuestro tiempo de Carnaval
Tiempos estos próximos, en el calendario y en el ámbito festivo, de lucha por todo lo alto entre Don Carnal y Doña Cuaresma, pugnando por conquistar cada cual para su causa, el cuerpo y el alma de las personas, cada uno de ellos empleando sus artimañas más precisas en una guerra que, aunque incruenta, ambicionará al final una cierta dosis de poder; finalizando el Miércoles de Ceniza y toda la cuaresma posterior, con el triunfo de ésta, Doña Cuaresma; no sin antes haber tenido también Don Carnal sus batallas victoriosas en torno al “Domingo gordo” y al “Martes de Carnaval”.
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Sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas | Lápices de colores @Paqui González del Castillo |
Total, un pacto entre caballeros al parecer, donde cada cual tendría sus momentos alternativos de victoria y su mandato sobre el otro. En aquellos años, los chavales de Velillas del Duque, empero, desconociendo todo esto, sí conocíamos lo práctico, y sabíamos que estaba próximo a llegar el tiempo del antruido, como lo llamábamos en el pueblo; y que teníamos que ir pensando ya en cómo le organizaríamos. Así que, recordando un poco cómo había acabado el del año anterior, sopesábamos los pros y los contras y pergeñábamos a grandes rasgos el del año actual que, en esencia, no distaría mucho del anterior. Si acaso, la novedad consistiría en ir buscando la casa que nos aderezase convenientemente las viandas que en la tarde-noche del martes de carnaval recogeríamos de las generosas dádivas de los convecinos en nuestro recorrido por el pueblo; debidamente disfrazados, eso sí, con viejas ropas al uso, tratando de buscar un poco la hilaridad y otro poco la confusión entre las buenas gentes de Velillas, que ahí estaba el motivo alegre de la celebración. Las ganas que le poníamos por parte de los chavales a esta tarde-noche del martes de carnaval eran muchas, y no cejábamos en el empeño hasta encontrar una casa que nos quisiese cocinar los productos obtenidos en el recorrido por el pueblo llamando puerta por puerta. Y ello a pesar de que, en ocasiones, a la hora de referirnos motivos para no organizarnos aquel año la cena, encontrábamos respuestas de muy variado contenido; aunque ninguna como aquella que nos aseguraba que el año en el que en el calendario carnaval cayese en miércoles, nos prepararían en aquella casa la cena. Y claro, nosotros, dentro de nuestra ingenuidad de chavales y en el fragor de la búsqueda de la casa que nos quisiese organizar el antruido, nos marchábamos tan contentos. La decepción vendría luego cuando en nuestras casas nos dijeron que eso no iba a ocurrir nunca, porque el martes de carnaval siempre ocurriría en martes, lógicamente.
Anécdotas aparte, que siempre nos proporcionaban largos y gratos momentos para comentar entre nosotros, y que han traspasado incluso el recuerdo de aquellos años, el martes de carnaval, era una tradición que los chavales teníamos muy a gala en nuestro Velillas del Duque; pues cada año nos proporcionaba sonados momentos de alegría y camaradería, aparte de poder degustar una gran cena, pues Don Carnal había ganado a Doña Cuaresma, al menos temporalmente.
Anécdotas aparte, que siempre nos proporcionaban largos y gratos momentos para comentar entre nosotros, y que han traspasado incluso el recuerdo de aquellos años, el martes de carnaval, era una tradición que los chavales teníamos muy a gala en nuestro Velillas del Duque; pues cada año nos proporcionaba sonados momentos de alegría y camaradería, aparte de poder degustar una gran cena, pues Don Carnal había ganado a Doña Cuaresma, al menos temporalmente.
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Amor al otro lado del cristal
Te veía pasar cada día frente a mi ventana, cuando invariablemente acudías con exquisita puntualidad hasta tu lugar de estudios; siempre con tu cargamento de libros y cuadernos apretados con fuerza junto a tu pecho. Tu larga y ensortijada cabellera rubia ondeando al viento, libre y acusadamente sensual. Tu caminar firme y decidido y simulando cierto contoneo en la distancia. Te descubrí un día por azar cuando, tras escuchar en la calle un considerable murmullo, levanté la vista del libro que en aquellos momentos sostenía entre las manos y, entre la gente que pasaba, me fijé particularmente en ti. Me quedé mirándote emocionado, hasta que tu sensual figura desapareció de mi limitado campo de visión.
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Paqui González del Castillo |
Varias veces más a lo largo de aquella mañana estuve observando el exterior de la calle por si volvías a cruzarla de regreso, pero fue en vano. A la mañana siguiente, monté tempranamente mi particular observatorio, y no tardé en poder contemplarte de nuevo en toda la extensión de tu figura. Fuiste fiel a mi pensamiento y, de regreso, volviste a cruzar frente a mi ventana. Te acompañaban ahora algunas personas más y charlabais animadamente entre todas. Clavé materialmente mis ojos en ti tratando de transmitirte parte de mi pensamiento para que tú dirigieses entonces la mirada hacia el lugar donde yo me encontraba, pero fue inútil. Y me quedé con el pensamiento abstraído, inmóvil sobre aquella particular silla de ruedas, mientras al fondo del pasillo comenzaba a sonar el timbre del teléfono. Aquella noche se prolongaría durante más tiempo del habitual mi diaria ración de insomnio. Cuando al día siguiente mis ojos, despiertos y escrutadores, te localizaron cruzando frente a mi ventana, experimenté una sensación altamente agradable, aunque breve, porque tus pasos se perdieron a los pocos segundos. Me hubiese ido detrás de ti sin dudarlo, de no haber sido por la permanente presencia de aquel maldito impedimento. Te hubiese acompañado hasta tu lugar de estudios y luego hubiésemos seguido charlando de nuestras cosas… Regresaste aquel día por el camino de costumbre y pude percibir más cercana tu figura, aunque, de repente, te sentí abatida y te imaginé triste en exceso. Me torné melancólico yo también y anduve taciturno el resto del día, sin querer hablar con nadie de la casa. En uno de los momentos de mayor melancolía, tomé un papel y un lápiz y escribí unos sentidos versos que me hubiese gustado haberte hecho llegar. Con el nuevo día, me apresuré a colocarme junto a la ventana. Al divisarte de nuevo a través del cristal, me pareció observar que tu cara lucía ya la lozanía de otros días y hasta creí apreciar en ella una leve sonrisa en un momento en que tu cabeza giró en la dirección en la que yo me encontraba. Te arreglaste cuidadosamente tu grácil melena con tus delicados dedos y, al final, creí intuir un tímido adiós procedente de un rápido ademán de tu mano. Mi espera se vería recompensada cuando, de repente, te descubrí de nuevo frente a mi ventana, atravesando la calle con elegancia; tu rubia melena al aire, y el caminar despacioso y sensual. Ardía en deseos de expresártelo muy bajito y al oído, para que nadie más conociese nuestro secreto. Pero, nuevamente, hube de conformarme con sentirlo sólo en mi interior. Mas, cuando todo esto comenzaba a bullir en mi pensamiento, mis ojos pudieron contemplar con meridiana claridad que volvías tu cabeza lentamente en la dirección de mi ventana, levantando tu mano a la par en señal de saludo.
El penetrante sonido del timbre del teléfono en la casa, me hizo bajar de repente de una especie de apacible nube en la que parecía encontrarme, devolviéndome a la realidad que me era más inmediata. A los pocos minutos, alguien de la casa me trajo el recado: la intervención quirúrgica que tanto había estado esperando, me iba a ser realizada a finales de la semana próxima. Y me garantizaban el poder volver a caminar con total seguridad al cabo de algunos meses. Abandonaría así para siempre aquella obligada silla de ruedas.
Un corto pensamiento se instaló con rapidez en mi mente. Y, de inmediato, me acerqué hasta aquella soñada ventana de tantos días, con la ilusión recuperada y las ganas de vivir desbordándome.
El Abagón
Hay un relato que, para quienes vivíamos en aquellos años de cuando chavales en la Comarca con capitalidad natural en Saldaña, nos llenará siempre de recuerdos tanto el corazón como los sentimientos. Porque hablar del abagón, es decir el medio de transporte ágil y a pie de carretera que, viviendo pongamos en Velillas del Duque o Quintanilla de Onsoña, te permitía comunicarte cada día con pasmosa facilidad tanto con Saldaña y Guardo por el norte, como con Carrión y Palencia por el sur.
En unos momentos, además, en los que escaseaban muy mucho los coches particulares en las familias. En efecto, porque el abagón era el coche de línea que, de manera regular, hacía la ruta provincial entre Aviñante de la Peña, en el norte de la provincia, y la capital, pasando por un montón de localidades, entre ellas las ya citadas: Velillas y Quintanilla, que son las que me han sugerido la historia.
Y claro, puesto casi a la puerta de casa, a ver quién era el vecino que se sustraía al uso del mismo. Porque el abagón era el autobús que nos llevaba cada martes a Saldaña para poder estar de buena mañana en su famoso mercado, deambular por el mismo sin prisa y aprovisionarse de lo más necesario en muchos órdenes de la vida diaria. Algunos de estos martes –sobre todo el primero de cada mes por ser mercado especial-, como el autobús venía ya cargado de gente hasta “los topes” –como familiarmente decíamos-, ocurría que si queríamos viajar hasta Saldaña, teníamos que ir de pie en el autobús. Y apretujarnos tanto unos contra otros que, el cobrador del coche no podía localizar a todos para vendernos el billete, una tira larga de papel, que incluía el nombre de todos los pueblos del recorrido; y que marcaba taladrando mediante un curioso artilugio tanto el nombre de la localidad a la que ibas como en la que te habías subido al coche. Y, de chavales, comentábamos en alguna ocasión que el viaje hasta Saldaña nos había salido gratis.
El viaje era tan corto, seis kilómetros tan sólo, que apenas si habías subido al autobús, y ya estaba bajando las “cuestas” de Saldaña para, a continuación, asomar frente a nosotros los primeros edificios de la localidad. Diferente era, empero, cuando se cogía el abagón para ir a la capital, porque entonces sí que el viaje resultaba más largo. Y como no, se hacía muy de común siendo chavales, hasta resultaba agradable ir subidos en él y contemplar el paisaje a través de la ventanilla.
Y, justo en estos viajes hasta la capital, había una anécdota que siempre nos llamaba la atención a los chavales. Y era que, algunos momentos antes de llegar a Palencia, había que atravesar un puente, conocido como el de “los suspiros”, en el que la calzada, por los badenes o depresiones existentes en la misma, hacía que el autobús se moviese irregularmente y los viajeros parecía como si saltasen o suspirasen en sus asientos. Escena que a todos nosotros se nos quedaría grabada para siempre en nuestra memoria.
Hoy en día, aunque sigue viva esta línea regular de viajeros y con la empresa Abagón explotándola, muchas de las localidades del recorrido han quedado supeditadas a tener que demandar telefónicamente la necesidad del desplazamiento en cuanto al día concreto, para que el autobús pare en la localidad.
Pero el recuerdo de aquel “coche de línea” conocido por todos nosotros como el abagón, con su baca porta equipajes en la capota del vehículo, a la que se accedía mediante una escalerilla adherida al autobús en su parte trasera, quedará grabado para siempre en la memoria de los habitantes de las muchas localidades por las que pasaba cada día.
Actualización Sep2025 |💥+1.019👀
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La música en nuestras fiestas del pueblo
En el contexto de las fiestas del pueblo que, con su patrono Santiago “Matamoros” a la cabeza, celebrábamos cada año en el mes de mayo, tenía un peso muy importante la contratación de los músicos, para que con sus alegres sonidos, dianas incluidas, amenizasen los días de fiesta a través de sus simpáticos pasacalles por el pueblo; también el baile vespertino y nocturno del día principal de la fiesta; estuviesen igualmente presentes en la iglesia durante el tiempo de la misa, y luego en la procesión con el Santo por las calles del pueblo.
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Un grupo de la montaña | Imagen cedida por J.L. Estalayo |
En todos estos momentos, participábamos de una u otra manera y sobre todo, los chavales del pueblo, siempre dispuestos a estar presentes en cualquier novedad que llegase al lugar, como era esta de la música en el día de la fiesta del pueblo. Y lo hacíamos decididos e intentando estar siempre al lado de los músicos, hasta los límites que se nos permitiesen; por ejemplo en el emotivo momento de las sesiones de baile en la era, donde bien sabíamos lo que se nos permitía y lo que no. Pero incluso también en esos momentos, estábamos allí, aunque fuese jugando a perseguirnos corriendo por entre las parejas que bailaban, con los consiguientes tropiezos y encontronazos entre unos y otros.
Desde luego que donde nunca faltábamos ninguno de nosotros era en los pasacalles musicales que se organizaban en el pueblo en la víspera del día grande de la fiesta; siendo nosotros casi los únicos que acompañábamos a los músicos en estos paseos por el pueblo, orientándoles en el recorrido por las diferentes calles; aunque a su paso se corrían algunos visillos en las ventanas, se abrían algunas de las puertas de par en par y mucha gente salía al exterior de sus casas con la sonrisa en el rostro.
También estábamos junto a ellos cuando, el mismo día de la fiesta, se producía el tradicional paseíllo hasta la iglesia en los momentos previos a la misa; y también en la posterior procesión con el santo por las calles del pueblo. Y si en la procesión con el santo la música tenía un lugar preponderante, había un momento anterior durante la celebración de la misa en el interior de la iglesia, donde la música alcanzaba un protagonismo muy destacado acompañando el momento sublime de aquélla, la consagración, donde unos cuantos del grupo de músicos interpretaban con gran solemnidad el himno nacional, que sonaba majestuoso retumbando sus notas en todo el templo, haciendo que durante esos instantes a las personas allí presentes se nos pusiesen los pelos de punta a consecuencia de la emoción del momento.
Era estos unos minutos que todos esperábamos en la misa del patrón, que cada año ponía en realce el acompañamiento musical que hubiese; bien fuese aquel año un acordeonista en solitario, un trompetista de la orquesta, un dulzainero y un acompañante al tambor, o unos cuantos músicos de la orquesta; que siempre eran capaces de elevar el momento culmen de la misa.
Desde luego que donde nunca faltábamos ninguno de nosotros era en los pasacalles musicales que se organizaban en el pueblo en la víspera del día grande de la fiesta; siendo nosotros casi los únicos que acompañábamos a los músicos en estos paseos por el pueblo, orientándoles en el recorrido por las diferentes calles; aunque a su paso se corrían algunos visillos en las ventanas, se abrían algunas de las puertas de par en par y mucha gente salía al exterior de sus casas con la sonrisa en el rostro.
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Otro grupo, junto a las escuelas de San Salvador | Foto cedida por Toño |
También estábamos junto a ellos cuando, el mismo día de la fiesta, se producía el tradicional paseíllo hasta la iglesia en los momentos previos a la misa; y también en la posterior procesión con el santo por las calles del pueblo. Y si en la procesión con el santo la música tenía un lugar preponderante, había un momento anterior durante la celebración de la misa en el interior de la iglesia, donde la música alcanzaba un protagonismo muy destacado acompañando el momento sublime de aquélla, la consagración, donde unos cuantos del grupo de músicos interpretaban con gran solemnidad el himno nacional, que sonaba majestuoso retumbando sus notas en todo el templo, haciendo que durante esos instantes a las personas allí presentes se nos pusiesen los pelos de punta a consecuencia de la emoción del momento.
Era estos unos minutos que todos esperábamos en la misa del patrón, que cada año ponía en realce el acompañamiento musical que hubiese; bien fuese aquel año un acordeonista en solitario, un trompetista de la orquesta, un dulzainero y un acompañante al tambor, o unos cuantos músicos de la orquesta; que siempre eran capaces de elevar el momento culmen de la misa.
Actualización Sep2025 | 💥💥1531👀
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