Viaje a Saldaña
Cuando, de chavales, en el pueblo, nos decían en casa que el Martes próximo, por ejemplo, –día de Mercado en la vecina Saldaña- nos desplazaríamos toda la familia hasta la misma, porque necesitábamos aprovisionarnos de una serie de víveres, adquirir algunas prendas de ropa e incluso pasar por la peluquería alguien de nosotros, de inmediato se nos colocaba una gran sonrisa en el rostro.
Y lo primero que hacíamos era poner en orden nuestra memoria, tomar un papel y un lápiz y apuntar aquellas cosas de nuestro día a día que nosotros, particularmente, necesitábamos; bien porque algunas de ellas se hubiesen perdido, estuviesen deterioradas o incluso no había habido oportunidad antes de adquirirlas.
Y por momentos, notábamos cómo nuestra lista iba aumentando casi por arte de magia: un par de reteles de pesca a mayores por aquí; repuestos para los útiles más comunes de la caña de pescar por allá; una peonza nueva con su cuerda; una bolsa de canicas; un par de sobres de cromos; quizás una pelota o acaso con suerte un balón;… Y, a continuación, algunos materiales para la escuela, que siempre era necesario tener a mano, tales como: libretas, lapiceros, pinturillas, gomas de borrar, bolígrafos, un compás, un transportador de ángulos, una escuadra, un cartabón,…
Porque Saldaña era todo para nosotros los habitantes de Velillas del Duque, a tan sólo seis kilómetros de distancia; era nuestra referencia más próxima y más preclara. Ya que en aquélla, como capital de la Comarca, encontrábamos prácticamente todo lo que podíamos necesitar para nuestra subsistencia en el día a día del pueblo. Llegábamos a Saldaña aquel martes y, al poco de poner los pies en cualquiera de sus calles más céntricas, nos extasiábamos prácticamente ante tanta gente con la que nos íbamos cruzando, que deambulaban por las plazas donde se asentaba el mercado, así como por sus calles aledañas, en interminables paseos de ida y vuelta de acá para allá, observando de hito en hito las mercancías o las novedades de los diferentes puestos de venta de los más variados productos. Nos parecía casi estar en otro mundo, ante aquel constante ir y venir de grupos de gentes, de los encargados de los puestos de venta anunciando en voz alta sus productos, y del constante murmullo de las diferentes voces de las personas que abarrotaban el mercado y sus alrededores; propiciando en todo momento un animado ambiente de día de mercado al que no podíamos sustraernos ni mostrarnos ajenos.
Al pasar junto a algún bar, estábamos atentos siempre por si nos tropezábamos con alguna chapa –aquel tapón metálico que cerraba herméticamente algunas botellas de cristal y que tanto apreciábamos para nuestros juegos-, que rápidamente la recogíamos y nos la guardábamos en el bolsillo, que ya sabríamos luego nosotros adherirles la imagen de algún jugador de fútbol o de algún personaje o dibujo de televisión. Entretanto, las horas iban pasando rápidas, la vida en el mercado iba mermando y las gentes poco a poco iban desapareciendo del ámbito del mercado camino de sus diferentes lugares de residencia. Y nosotros, con el cargamento de los productos adquiridos repartido entre todos los miembros de la familia, nos dirigíamos entonces hasta el punto exacto de la plaza donde tenía su parada el autobús de línea que, en breve, nos llevaría de regreso a nuestra casa. Eso sí, no sin haber pasado antes por alguna de las pastelerías, y haber podido saciar nuestro apetito del momento con alguno de los dulces que la misma mostraba de manera harto atractiva en su escaparate. Un a modo de regalo extra que siempre buscábamos los chavales cuando estábamos en Saldaña.
Y es que Saldaña lo tenía todo para nosotros en aquellos años…





















