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Rueda de Traficantes 1

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Era hora ya de retomar aquella historia definitivamente y que pagaran los culpables. Lo había meditado mucho.


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


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CAPÍTULO I

Kuski abrió los ojos. Tenía la impresión de que en algún lugar de aquella misma habitación otros ojos le miraban. Y que había odio y desesperación en ellos. A medida que iba asimilando la nueva pesadilla, creía entender la causa de aquella persecución fantasma. Aquella mirada era la misma que había visto en la estación, en el mercado, en el parque. Es verdad que la conciencia te vapulea, aunque no te vea nadie, aunque nadie pueda decir que estuviste allí cuando pasó, o que tienes algo que ver con la muerte de alguien. Te acusa la conciencia, que es la que lleva al exterior la angustia que te oprime. Ahora te perseguían, lo notabas, los ojos del padre de un chaval que había muerto quince días atrás por una sobredosis. Y él había sido el vehículo, quien le había suministrado la droga envenenada. Que era cierto que él no la vendió para matar a nadie, pero cuando juegas con fuego puedes quemarte. El número de muchachos afectados iba engordando, unos muertos, otros bastante tocados por aquella mezcla que el hijoputa de Pelé le había pasado un viernes a la noche. Unai había muerto sentado en la taza del wáter de un bar de mala muerte, a unos metros de casa. El muchacho que servía en la barra le conocía bien. Era el mejor cliente, muy educado, un individuo que juraba una y mil veces no estar sometido al picotazo. “Yo puedo dejarlo cuando me dé la gana y nadie sabrá jamás hasta qué punto me dejé llevar por ella”. Pero su ocultación no fue mucho más lejos: unos amigos que se enteran, los padres de los otros que se lo cuentan a los suyos y, finalmente, éstos —que por muchas razones venían sospechando de la conducta de su hijo, —le habían seguido hasta Vallecas una tarde y fueron testigos de una típica entrega en una desvencijada casa del poblado. ¡Y habían visto al camello! ¡Le habían visto a él entregando el paquete de la muerte a su querido hijo! Ahora su castillo se estaba derrumbando. ¿Qué podía hacer?

Kuski rememoró una vez más las escenas del sueño. Un hombre mayor, fuera de sí, entraba en el bar, extraía un arma de entre sus ropas y, sin mediar palabra, le disparaba a bocajarro, volándole la tapa de los sesos. Este sueño, de distintas maneras, se venía repitiendo diariamente. Era una maldita pesadilla. Lo sabía. Hasta entonces se había limitado a sobrellevarlo como si se tratara de un castigo con el que pudiera resarcir la muerte de aquel joven de quince años. Sin embargo, hoy la escena le había impactado más, había llegado a remover todos sus pensamientos. De tal modo presentía la venganza y acaso la esperaba para liberar el pecado de su alma que, al recibir el disparo, abrió los ojos, creyendo por un momento que aquellas gotas de sudor que nacían en su frente, era la misma sangre que momentos después se recreaba por su cara, como haciéndole partícipe de todo el sufrimiento que él, sin pensarlo, había llevado a tanta gente. No lucharía más contra el infierno.

Se incorporó. El reloj marcaba las seis de la mañana. Pronto amanecería en Madrid. Mientras se vestía, iba planificando la batalla. Era hora ya de retomar aquella historia definitivamente y que pagaran los culpables. Lo había meditado mucho. Estaba decidido a ponerlo en práctica. Además, puede que con aquella hazaña devolviera la tranquilidad a los padres de aquel muchacho que habían fijado en él sus ojos y a tantos otros padres que aún vivían en la ignorancia de aquél lastre terrible. Aquella le devolvería el honor y la gloria, aunque le acechara la cárcel, aunque peligrara su vida.

Había dejado la carrera de psicología que preparaba en la Complutense de Madrid, en el segundo curso, porque pensaba que aquello de estudiar la locura o el comportamiento extraño de los demás era perder el tiempo, que allí los únicos locos eran ellos. Su padre habló entonces con un viejo sacerdote, amigo de la casa y, este vino para animarle a seguir con los estudios, argumentando, ya se sabe, lo que se argumenta siempre en estos casos: que el mañana estaba a la vuelta de la esquina. Los esfuerzos de familiares y amigos para convencerle cayeron en saco roto. Era la canción de rutina: “Debes prepararte a conciencia si quieres sobrevivir en este mundo”. “El futuro está ahí fuera y es muy duro”. ¡Pero qué coño tiene la vida para que le tengamos tanto miedo!

La gente estaba loca. Se tragaban todas las mentiras que les contaban y, a su vez, cuando hablaban con otros, mentían también. ¿Qué estaban haciendo los políticos? “Tendréis trabajo”. “Bajaremos los impuestos”. “Seréis libres” —como si la libertad fuera cosa de un partido político… El sistema estaba corrompido. ¿Qué estaba pasando aquellos días en Albania? Los más pobres, despojados de todos sus ahorros, se habían levantado en armas contra el presidente Berisha. Él había estado a punto de conseguir un buen empleo en el Estado. Se convocaron unas oposiciones para cubrir tres puestos de trabajo y ocurrió lo que era de prever: se presentaron setecientas personas. Luego vino el milagro: él estaba entre los aprobados. Finalmente sucedió lo que sucede siempre: la plaza se la dieron al hijo del presidente del Tribunal. Aquello era inconstitucional, sí. Una clara injusticia, otra más, donde un individuo perdió el tren del futuro. Otros compañeros protestaron enérgicamente, pero fue la suya una rabieta que ni siquiera encontró eco en los periódicos. “Esta vida es una mierda” —murmuró al mismo tiempo que empujaba la puerta de la calle. Mentían los políticos. Mentían los periódicos. Mentías tú a tu familia para no endurecer la situación. La vida no te dejaba un hueco para hacerte solidario con ella. Cuando llegabas a una puerta te señalaban otra; cuando llegabas a una meta, el mundo te exigía otra meta más alta. “Será la última” —decían siempre. ¡Mentira!

Estaba amaneciendo cuando subió al R–5 rojo. Mientras se dirigía hacia el objetivo, seguía dándole vueltas a ese nudo de vida que algún privilegiado se empeñaba en defender como la mejor cosa. La vida es una mentira y él iba decidido a reparar una pequeña parte, una parte ridícula e insignificante para muchos. Pero esta vez sí que impresionaría a los directores de los grandes medios.

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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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