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Juana Inés de la Cruz

Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, cuyo seudónimo literario fue “Julia”, nació el 12 de noviembre de 1651 en la localidad mexicana de San Miguel Nepantla.



Hija ilegítima de madre criolla y padre español (Pedro de Asbaje), este hecho no parece haberle provocado un gran trauma (siempre dijo que era “hija legítima de sus padres”) y creció bajo la influencia de una madre soltera, decidida y culta.


La imagen que siempre tuvo de su padre fue una mezcla de nostalgia, resentimiento y tal vez una secreta admiración, apareciendo de forma velada en muchos de sus poemas.

Resultó ser una niña precoz en sus estudios: “teniendo como 6 ó 7 años, y sabiendo ya leer y escribir, oí decir que había Universidad y escuelas en que se estudiaban las ciencias, en México; y y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con incesantes ruegos para que me mandase a México, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar en la Universidad; ella no lo quiso hacer...”

Sin embargo, cuando cumplió los 8 años, edad a la que ya componía versos, se trasladó a Méjico con su familia, y comenzó a aprender la gramática del latín.

Con sólo 14 años pasó a formar parte de la corte de la virreina como dama de honor. Según los retratos aparecidos en las primeras ediciones de sus libros, Juana fue una bella mujer, muy admirada entre los cortesanos aunque dicen que el hombre que fue su gran amor murió muy joven.

En 1667 ingresa en un convento carmelita: “Entréme religiosa porque aunque conocía que tenía el estado cosas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación”.

Allí se sumerge aún más en el estudio y rechaza dos ocasiones de ser nombrada abadesa. Su vida transcurría entre los libros de la biblioteca y los que llenaban su celda, además de varios instrumentos científicos y musicales (un telescopio, un reloj solar, un astrolabio, una lira...)

Fue una intelectual adelantada a su época, moderna en un sentido estricto, algo que la sociedad de su país no le pudo perdonar, y menos considerando que su mayor pecado consistió en ser mujer. Este hecho se agravó porque, además, su inquietud intelectual coincide con un momento de inmovilidad de la Iglesia, y de postración y declive de la cultura hispánica.

“Sin mis libros no existo”...llegó a decir.

Se le había prometido al profesar que podría pensar y escribir pero no fue así. En uno de los interrogatorios a los que fue sometida, se la acusó de poseer una “diabólica invectiva”, dirigiéndole además estas duras palabras: “no escarmentaréis nunca, no dejaréis de garabatear papeles...Dios no creó a la mujer para filosofar...”, a lo que ella contestó: “dónde está escrito eso?”.

El saber al que aspiraba no era el que podía darle la religión, pues lo que ella deseaba era la contemplación de la prodigiosa máquina del universo, en su armonía y movimiento, y también deseaba conocer los secretos de cada ciencia particular y lo que las une entre sí, y ello fue la causa principal de que los prelados vieran en esta actitud el pecado de soberbia y de rebeldía, pues ninguno de estos conocimientos tenía cabida en un convento de religiosas...

El dilema era ser fiel a sí misma, o callar.

Esto último era negarse como persona y como mujer, silenciar su búsqueda, y pese a las prohibiciones y acosos, su obra es una respuesta de reafirmación.

Fue la suya una voz antidogmática, libre, razonadora, que no separó nunca su inteligencia y su feminidad. Solía decir que la inteligencia, el estudio o la curiosidad no eran privilegio masculino (“deben callar sólo los que no tengan nada que decir, hombres y mujeres...”).

Su actitud es de absoluta modernidad- y por eso insisto en ello-, de defensa del derecho de la mujer a ser ella misma, y la sobrevive ese gesto altivo con que siente y demuestra la dignidad de ser mujer.

Dos años antes de morir intentó volcarse en la vida piadosa, quizá por las críticas de los que opinaban que una monja no debe escribir sobre temas profanos, ni saber demasiado.

Vendió todos sus instrumentos científicos y sus libros, más de 4.000, y entregó el dinero a los pobres. Con 43 años se dedicó a cuidar a sus hermanas del convento y acabó contagiándose de peste y muriendo en 1695.

Su obra es muy variada y abarca desde la poesía profana (son muy conocidas sus redondillas “Contra las injusticias de los hombres”), y obras en prosa de contenido filosófico o científico.

La mayor parte de ellas circulaban manuscritas, y fueron recopiladas y publicadas por su gran protectora y amiga la condesa de Paredes, virreina de Méjico.

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  • Nota de Wikipedia:
  • Primer volumen de las Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, 1714
El poema fue una ruptura histórica y un comienzo, por primera vez en la historia de nuestra literatura una mujer habla en nombre propio, defiende a su sexo y, gracias a su inteligencia, usando las mismas armas que sus detractores, acusa a los hombres de los mismos vicios que ellos achacan a las mujeres. En esto Sor Juana se adelanta a su tiempo: no hay nada parecido, en el siglo XVII, en la literatura femenina de Francia, Italia e Inglaterra. Paz, Octavio. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. México: FCE, 1982, págs. 399-400.




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