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El herrero

Para conocer al detalle la distribución del potro, consúltese la obra “La montaña Palentina”, La Pernía, de Gonzalo Alcalde Crespo. Aprovecho aquí para citar a este conocedor y escritor de nuestra tierra.






José Luis de Mier 
José Damián Simal

Imágenes para el recuerdo (II)


Apoyado en el quicial de la puerta del molino, he visto pasar la historia de este pueblo durante cincuenta años. Narraré los veinticinco primeros. El molino está en la ribera derecha del río Pisuerga y al otro lado, en una explanada, de las pocas que hay en este terreno montañoso, está el pueblo. El Pisuerga acaba de nacer y este es el primer pueblo por el que atraviesa. El pueblo tenía unas cien casas cuando empiezan mis recuerdos. Ahora difícilmente quedan en pie cuarenta. Ni siquiera la Casa Concejo se ha salvado de la ruína. Continúa la iglesia como único elemento comunitario. Desaparecieron la fragua y el potro de herrar. Era aquella una caseta de no más de cuatro metros de larga por tres de ancha con solo dos aberturas: la puerta y una ventana de no más de cuarenta por cincuenta centímetros. Tenía las paredes de piedra, el tejado de madera y teja árabe, la chimenea o chimeneo, al fondo, permitía que el humo saliera hacia el exterior. En este fuego se caldeaban los hierros para doblarlos o trabajarlos. Entrando, a mano derecha, estaba el yunke sobre un gran madero de roble de no menos de sesenta de ancho por setenta centímetros de alto. Poco más se hacía que torcer unos hierros pues tampoco se disponía de elementos que permitieran un gran rendimiento de la lumbre, como así se llamaba. El resto era un espacio libre donde se almacenaban los útiles del herrero que venía de un pueblo cercano a herrar las vacas.

Aquí herrero no significaba sólo quien trabajaba el hierro, sino, principalmente, quien herraba las vacas y, contadas veces, las yeguas. Los callos se ponían a las vacas. Las herraduras a los equinos. El herrero, cuando llegaba, tocaba la campana de la iglesia con una peculiar forma que indicaba que había llegado y que trajeran sus animales para herrarlos. También, a veces, tenía un día fijo y se sabía que, salvo que nevara, ese día llegaba el herrero. Especialmente tenía que venir antes de finales de Junio. Había que poner callos a las vacas para que estas pudieran ir a por hierba a la sierra. Los caminos eran malos y pendientes y los carros, algunos denominados “de madera” necesitaban un esfuerzo suplementario de los animales para poder arrastrarlos. No era el peso de la hierba lo más gravoso. Era el propio carro el que tenía tanto peso especial que nunca, en las idas a la sierra, cargaba hierba que pesara más que el propio armazón. Por ello las vacas debían ir bien calzadas. Llevaban normalmente un callo en cada pata delantera y uno en cada pata trasera. El que resistiera, dependía, más que del uso que la vaca hiciera de él, de la pericia del herrero al montarle en sus uñas. Era frecuente encontrar por la montaña los callos que iban perdiendo los animales por los caminos. Nada se desechaba. Se traían a casa y el herrero podía complementarlos o, más a menudo, era un trozo de hierro que se vendía al cacharrero cuando este aparecía por el pueblo. El herrero, terminado su trabajo, volvía a meter en la fragua los utensilios de errar y se iba a otro pueblo a hacer la misma labor.

Los utensilios de errar eran una parte de los bienes comunitarios del pueblo, como eran también la romana o el tronzador o el juego de pesas y medidas, que estaban siempre en la casa del presidente del Concejo y que se trasladaba de casa cuando cambiaban al presidente. Estos elementos sirvieron durante siglos a los habitantes del pueblo. Cuando alguien necesitaba pesar un cordero o cortar un roble en el monte, pedía estos instrumentos que devolvía al acabar el trabajo. Las economías no permitían que en cada casa hubiera estos útiles.Los utensilios de herrar también eran las cinchas o correas con las que se colgaba al animal para que este no pudiera moverse cuando se le herraba. Con unos palos de unos cincuenta centímetros de largo, girando un travesaño que se hallaba en la mano derecha del potro, se elevaba el animal. El del lado contrario era fijo. Todos estos enseres se guadaban en la Casa Concejo. El animal quedaba suspendido y la pata que se le iba a herrar se le ataba a los poyos o zapatas que estaban ubicados a cada lado del potro. Para conocer al detalle la distribución del potro, consúltese la obra “La montaña Palentina”, La Pernía, de Gonzalo Alcalde Crespo. Aprovecho aquí para citar a este conocedor y escritor de nuestra tierra. Me impresionaba de niño, no tanto como el herrero cortaba y limpiaba la pezuña del animal y como la rebajaba hasta que el callo podía encajar, como el hecho de que calavara los callos en la uña del animal. Si el clavo entraba por la pezuña, el animal no lo sentía, pero si tocaba la carne al entrar, a cada golpe del herrero, el animal se estremecía y volteaba, haciendo temblar todo el potro. Lo normal era que ante este hecho, el herrero sacara el clavo e hiciera variar la dirección del mismo alejándole de la carne. Nada de todo lo descrito queda en pie.


El potro de madera ha ido cayendo a trozos por el peso de la nieve o ha servido alguna de sus palancas para hacer fuego en algún campamento de verano. El edificio de la fragua, que nada significa para los que han venido de otras tierras, ha servido para extraer las buenas piedras labradas y destinadas a reconstruir sus edificaciones. Si existe el dicho de que “del árbol caído todo el mundo hace leña”, se puede parafrasear que de la fragua no cuidada, todos los descuideros se aprovechan. De ella sólo queda alguna parte de las paredes, habiendo desaparecido incluso la pila donde el herrero templaba los hierros incandescentes y el yunque.


DL B-35.562/2008
@Escenas de la vida rural. Oleo de Simal para este libro “Imágenes para el recuerdo”
(edición personal y limitada)
Imagen: @Estalayo, potro reparado por la Junta de Castilla y León en San Felices de Castillería, Cervera de Pisuerga (Palencia).


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