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Rueda de Traficantes 3

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Cada nube viene envuelta en un día de sol. Considerando que, en cuanto pasa el momento que nos preocupa, volverá un día limpio y lleno de promesas.


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


                    3




CAPÍTULO III

1

Adolfo Juárez, más conocido por el sobrenombre de “Pelé”, estaba cerrando el almacén que dirigía en Coslada, cuando fue abordado por dos jóvenes, uno de ellos con claros síntomas de estar pasando un síndrome de abstinencia.
Un perro ladró dentro.
—Quiero un “pico” para mi hermano.
— ¡Estáis locos! ¡Vais a estropearlo todo! Si alguien nos ve, y puede que nos haya visto, se irá todo al carajo…
Mientras hablaba, “Pelé” trataba de buscar un argumento convincente. Sabía que era imposible. Aquella gente no se avenía a diálogos de ningún tipo.
Uno de los hermanos, el que le pedía la droga, como anticipándose a sus pensamientos, sacó un arma que llevaba escondido entre sus ropas.
Con 49 años, aquella mole de ciento doce kilos ya había pasado muchas veces por situaciones similares, pero le inquietaba la reacción de Jaime Delibes si llegaba a su conocimiento este episodio. Allí vivía tranquilo. Disponía de una casa independiente, con bastante terreno, a sólo medio kilómetro del almacén, y un horario flexible, lo que le daba mucha libertad de movimientos. El mundo de la droga le había llenado los bolsillos de dinero, pero, como suele ocurrir en estos casos, todo le parecía poco, quería llegar al límite. Por este motivo, hasta ese momento, el segundo negocio había marchado bien y quería evitar a toda costa un altercado. Pero las cosas, últimamente, se estaban retorciendo. Una partida adulterada le había ocasionado conflictos serios con los vendedores y él era un engranaje más de la cadena. Se encontraba unos puestos por encima de los demás, pero bien alejado de los dominios y el poderío de don Jaime Delibes. Si alguno de los que le “guardaban el culo” al todopoderoso viejo, se enteraba de que un par de mequetrefes habían descubierto el almacén de alambre, donde para todo el vecindario pasaba como hombre honrado y trabajador el Juárez, entonces se le podía caer el pelo. Hasta podía llegar a perderlo todo en dos minutos. La gente que manejaba aquellos circuitos te ignoraba, siempre que en el camino no se interpusiera nadie. Cualquier desvío, cualquier sospecha, por nimia e intranscendental que pareciera, te podía costar la vida.
— ¡Está bien! ¿Queréis droga?… Os daré toda la que queráis, no os costará nada… pero, por favor, disimulad mientras abro la puerta. El perro está muy intranquilo… Os diré lo que haremos. Yo voy a buscar una cantidad que guardo siempre en la oficina, la suficiente para que tu hermano se recupere. Después, subimos los tres a ese coche y vamos a mi casa. Mi mujer, seguro que me estará esperando. Nos acercamos, cojo la bolsa con el resto, os la entrego y en paz…
— ¿Cómo sabemos que estás diciendo la verdad?
—Mira, muchacho, se está agotando el tiempo. Tienes que confiar en mí o tu hermano seguirá sufriendo…
Juárez no esperó esta vez la respuesta. Tenía un plan ya trazado.
Sabía que, si cedía hoy, mañana vendrían más. Metió la llave en la cerradura, dio cuatro vueltas y, cuando cedió la puerta se coló dentro.
El perro dejó de ladrar.
Detrás de él entró el que tiraba del muchacho enfermo, pero la oscuridad del interior le puso freno.
— ¡Eh, Pelé!, ¡Cabrón!, ¿Dónde te has escondido? ¡Enciende esas luces!… ¡Quiero verte, mamón!… ¡Venga, tío!, ¡venga, o empiezo a pegar tiros…!
—Tranquilo, muchacho. Voy a dar las luces y seguiremos adelante con el plan. Si disparas ahora, el casero de al lado llamará a la policía y se acabará todo.
— ¡No me fío! ¡No me fío! ¡La luz ya tenía que estar encendida!
De pronto, las luces de un pequeño vehículo le deslumbraron. Trató de buscar protección detrás de una larga fila de alambre, pero el perro le enseñaba los dientes. Iba a dispararle, cuando observó que otra enorme pila que tenía a su derecha se le venía encima. Un rollo de alambre le cogió de lleno. Unos segundos después yacía en el suelo, inmovilizado, a merced del hombre al que pretendían sorprender. Las luces de aquella pequeña carretilla se movieron, se acercaron más. Al fondo, en la puerta de entrada se recortaba la figura de su hermano, doblado ya sobre sí mismo, murmurando palabras incoherentes, más muerto que vivo, bien lejos de la casa de sus padres a quienes habían dejado entretenidos viendo el programa de variedades “Sorpresa, Sorpresa”, que emitía una cadena de televisión.
“Ya no volverían a verlos nunca más.” –pensó.
El vehículo llegó a su altura. Uno de los ganchos que la empresa había adaptado a la transpaleta para mover los rollos de alambre se incrustó con tal fuerza en su cuerpo que sonaron sus huesos como a carne picada. “Pelé” dio marcha atrás, al mismo tiempo que subía el mástil con la carga junto a la que iba el cuerpo del muchacho tarazado.
Entró en la oficina y moviendo un cuadro que estaba colgado en la pared dejó al descubierto una caja fuerte. Entonces recordó algo y volvió a salir. No quería dejar huellas. Buscaba unos guantes de los que utilizaban para mover el material. Los encontró encima de una banqueta y se los puso. Por un momento volvió la mirada hacia la puerta donde permanecía arrodillado el otro individuo y, entendiendo que todo estaba bajo control, regresó a la oficina. Abrió la caja, extrajo un frasco donde se encontraba una partida de droga adulterada, una goma y una jeringuilla y, procurando dejar todo como estaba al principio salió de la oficina.
— ¡Ya voy! ¡Ya voy! Aguanta, majote, que te llevo la mejor dosis de tu vida…
El muchacho estaba tiritando, en posición fetal, ajeno a todo lo que estaba pasando. Juárez, como pudo, le sujetó un brazo y subiéndole la manga de la camisa, le ató fuertemente la goma por encima del codo. Siempre con la dificultad de movimientos que le daban los guantes, buscó la vena e insertó la carga que con anterioridad había extraído del frasco. Después cogió al muchacho en brazos y se dirigió hacia la carretilla. Abrió la puerta de la cabina, lo sentó al volante y tiró los utensilios utilizados en el suelo del vehículo. Salió, cerró la puerta con llave, como si de otro día cualquiera se tratara y, después, con un hierro del que se había provisto, forzó la cerradura.
Luego subió a la furgoneta.
Había sido un día muy ajetreado, pero recitó de memoria la frase que en días turbios como aquel recitaba su padre:
“Cada nube viene envuelta en un día de sol. Considerando que, en cuanto pasa el momento que nos preocupa, volverá un día limpio y lleno de promesas”.

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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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