Rueda de Traficantes 5
— ¿Pasar droga? ¿De dónde a dónde? Porque no es lo mismo traer droga desde Colombia a España, que moverla de un barrio a otro de Madrid.
Froilán de Lózar | Xabier Gereño
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CAPÍTULO II
3
Después de marcharse Karina, Jaime, con gran esfuerzo, se dirigió a su dormitorio y se acostó. Sintió alivio en la cama y, quizás debido a su agotamiento físico y a pesar del ligero dolor que le seguía recordando la gran paliza recibida, consiguió quedarse dormido. Durante las primeras horas su sueño fue profundo, luego se hizo intermitente. Un poso de dolor seguía allí, permanente.
Por la mañana, hacia las once, llegó Felisa, una buena señora que se ocupaba de la limpieza del apartamento dos veces por semana. Cuando abrió la puerta con su propia llave, él la llamó.
—Felisa, estoy en la cama.
Ella acudió al dormitorio. Era una mujer de pueblo, de unos sesenta años. Hacía cinco que estaba a su servicio.
—Buenos días, don Jaime. ¿Está usted enfermo? ¿Y cómo no me ha dicho nada?
—No es nada. Ha sido una mala caída. Tengo dolores y me conviene reposar. Bueno, no es que me convenga, es que así como estoy no puedo dar un paso.
— ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Quiere que llame a un médico?
—No, no es necesario. Usted haga lo suyo y no se preocupe por mí. Me recuperaré pronto.
— ¿Ha desayunado? –preguntó solícita. La mujer se desvivía por hacer algo a su favor.
—No, no se moleste.
—Le prepararé algo. ¿Qué le gustaría tomar?
No podría evitarlo. Era consciente de su cabezonería y aceptó finalmente.
—Escoja algo a su gusto. No sé lo que habrá en la nevera, porque no acostumbro a desayunar en casa. Pero ya que insiste, me gustaría tomar algo caliente, un par de huevos fritos, por ejemplo.
—Está bien, don Jaime, me ocuparé de traerle algo.
Felisa se retiró. Más tarde, cuando volvió con el desayuno, Jaime tomó otro analgésico con la leche caliente. La mujer recogió el servicio y se ofreció a quedarse más tiempo para prepararle la comida y servírsela en el dormitorio; incluso, para volver al anochecer y hacer lo mismo con la cena.
Jaime hizo el trato con ella para unos días, mientras persistiesen los dolores.
4
Gina llegó a las siete en punto. Tocó el timbre y Felisa acudió a abrirle la puerta.
— ¿Don Jaime?
—Sí, pase. La está esperando.
La acompañó hasta el dormitorio. Al verla entrar, Jaime apagó la radio.
—Entra, Gina. Ponte cómoda. ¿Quieres tomar algo?
—Un refresco, si puede ser…
— ¿Cómo va mi cena? –preguntó Jaime a Felisa, que esperaba en la puerta instrucciones.
—Está preparada.
Tráigamela. Y un refresco para la señorita –añadió señalando a Gina.
—Bien, don Jaime –respondió alejándose.
Jaime examinó a Gina con complacencia.
—Estás espléndida.
—Gracias –su sonrisa fue encantadora.
—Siento recibirte en estas condiciones, pero necesitaba distraerme, charlar con alguien agradable…
— ¿Qué le ha sucedido?
Su cabellera era de un negro azabache intenso; sus ojos, hermosos y de mirada penetrante, y el rostro presentaba un maquillaje casi perfecto.
—Una caída. Tengo dolores y me han aconsejado reposo en cama.
“Las mentiras tienen las patas cortas” -pensó-, pero mintió de nuevo.
—Mala suerte, ¿verdad?
—Sí, lo es.
Su corta falda dejaba ver una buena parte de sus muslos. Estaba arrebatadora.
— ¿Te gusta tu trabajo? –preguntó Jaime. Ella movió con gracia sus hombros.
—A veces. Tampoco puedo presumir de trabajo. Será rentable, pero no aconsejable.
Felisa entró con una bandeja.
—Su refresco, señorita –y le entregó un vaso grande sobre un plato–. ¿Dónde le dejo la cena? –preguntó a Jaime.
—Ahí mismo, en la mesita –y añadió – Felisa, puede marcharse hasta mañana.
—Está bien, ¿a qué hora le parece que venga?
—A las once está bien.
Y la mujer se retiró.
— ¿Vive solo? –Preguntó Gina con curiosidad-. Bonito piso.
—Bueno, no me quejo.
— ¡Vaya! ¿Cómo es eso?
— ¿Cómo es qué? ¿A qué se refiere?
—Pues que no entiendo su solitaria vida...
—Soy soltero.
— ¿Soltero? No me lo puedo creer…
— ¿Por qué?
—Porque tiene buena planta y parece rico...
—Quizás me de alergia el matrimonio. Me parece que al casarse se pierde libertad. Ambos pierden libertad.
—Cierto, pero también tiene su lado bueno. Las cosas hay que mirarlas por el lado bueno.
— ¿Cuál es el lado bueno para ti?
—El apoyo. Alguien que te apoye, que te comprenda. Hacerle frente a la soledad.
La conversación estaba tomando buenos derroteros y Jaime Delibes aprovechó el momento para interesarse por su vida.
—Háblame de ti. ¿Qué proyectos tienes?
—La mía es una historia vulgar…
—Nunca es vulgar una vida –sentenció Jaime.
—Me parece interesante esa frase –reconoció ella –. Reflexionaré sobre eso.
— ¿Cómo llegaste a este lugar?
—Nací en un pequeño pueblo próximo a Mesina. ¿Conoces Mesina?
—Sí. Es una escala habitual en los cruceros turísticos por el Mediterráneo. Se trata de una ciudad pequeña, muy bonita. El guía nos mostró las lujosas mansiones de los capos de la mafia ítalo–norteamericana, que suelen establecerse en la ciudad cuando se hacen viejos…
—Yo fui la menor de siete hermanos. Mis padres se dedicaban a la labranza. Con diecinueve años salí de casa para trabajar como camarera en un restaurante de Mesina. Dos años más tarde me ofrecieron un trabajo en un hotel de Roma, también de camarera. Y acepté. Trabajé en el hotel algo más de un año. Luego pasé a un club nocturno, donde pagaban mejor. He vivido en un constante vaivén, de aquí para allá...
—Veo que no tienes complejos. Eres una mujer muy decidida. Eso está bien.
—Decidida… –repitió con la mirada ausente. Luego volvió a la realidad–. Sí, decidida. Siempre he cambiado de trabajo para ir a mejor. Si te conformas con lo que tienes, estás perdida.
— ¿Cuál es tu nueva meta?
Ella le miró con prevención. Se tomó un tiempo antes de responder y, cuando lo hizo, su respuesta fue cautelosa por lo genérica.
—La felicidad. Todos buscamos la felicidad.
—Eso sólo se consigue con dinero –aseguró Jaime, mirándola con intensidad.
—Sí, lo sé. Aunque hay gente que lo tiene todo y no parecen muy felices.
—Pero sabes que el dinero es un arma eficaz para dejar atrás todo lo que nos impide avanzar.
—Por supuesto.
—Entonces, quizás yo te pueda ayudar –propuso él con cautela.
En la mirada de la mujer había prevención y curiosidad.
— ¿Sí? ¡Explícame eso!
Jaime reflexionó antes de hablar.
— ¿Te gusta el peligro? –dijo por fin.
—No, pero sé que para tentar a la suerte es preciso arriesgarse un poco. Las cosas no vienen de la nada.
—Eres una chica inteligente.
—Gracias –respondió ella, expectante. Era evidente que aquel hombre estaba preparando el terreno antes de lanzar una propuesta.
—El caso es que determinada persona necesita a alguien para que le pase droga.
— ¿Pasar droga? ¿De dónde a dónde? Porque no es lo mismo traer droga desde Colombia a España, que moverla de un barrio a otro de Madrid…
—No es así, exactamente.
— ¿Cómo sería entonces?
—Hay que transportarla desde Galicia hasta Madrid.
Gina se movió inquieta.
—Eso es mucho trayecto. Es peligroso…
—No lo sería tanto para ti si lo haces como una rica y atractiva italiana que viaja en un lujoso automóvil.
Gina quedó pensativa.
—No, no –negó luego, y su cabellera se movía como azotada por el viento–. Quiero prosperar en la vida, eso es cierto, pero no así. La perspectiva de la cárcel no me atrae en absoluto.
Jaime puso de manifiesto su decepción.
—Es una lástima, porque había pensado en ti para ello. Era un servicio muy bien pagado.
Aquella frase pareció despertar la curiosidad de la mujer.
— ¿A qué le llamas “un servicio muy bien pagado”?
—A diez mil euros por viaje.
— ¡Vaya…! Eso es mucho dinero.
—Sí, lo es. Y simplemente por traer diez kilos de coca.
Gina guardó silencio. Estaba reflexionando. Al fin, levantó la mirada.
— ¿Para cuándo necesita esa persona una respuesta?
—Cuanto antes. Mejor hoy que mañana.
Ella volvió a concentrarse.
— ¡Hecho! –dijo luego–. Pero con condiciones.
— ¿Qué condiciones?
—Acepto efectuar un viaje de prueba con diez kilos de coca, por diez mil euros. Luego ya veremos si continúo con el trabajo. ¡Ah!, y exijo absoluta discreción. Nadie debe saber nada de mi participación en ese trabajo. ¡Nadie!
Lo sabía Karina, pero le pondría sobre aviso para que no se lo contase a nadie.
— ¡Acepto! –dijo él, descubriéndose. De inmediato se dio cuenta del error y se mordió la lengua disgustado.
Ella sonrió al observar su azoramiento.
Y ya no se contuvo y echó todo el aceite en la sartén.
—Lo adiviné desde el principio. Sabía que esa persona eras tú.
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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098
Primera Edición, Julio de 2023
Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es
© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098
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