Rueda de Traficantes 15
Ahora, lo importante era utilizar ese valiosísimo archivo con la cabeza fría, con suma atención, sin precipitaciones y con pulso firme.
Froilán de Lózar | Xabier Gereño
15
CAPÍTULO XI
1
Karina había encomendado al expolicía que utilizaba como detective particular para recoger información sobre sus clientes, que realizase un seguimiento discreto de Gina. Transcurrieron los días y los informes que recibía sobre ella no delataban ningún comportamiento irregular. Pero Karina no se dio por vencida. Estaba segura de que existía algo y le instó a que siguiese adelante con la investigación.
Se acercaba el día en el que la chica debía realizar un nuevo viaje, el segundo, a Galicia, por cuenta de Jaime. Dentro de poco lo sabría con certeza, cuando ella le solicitase un permiso para ausentarse de su puesto de trabajo. Sin embargo, no fue ella quien solicitó el permiso esta vez, sino Jaime, mediante llamada telefónica. Eso sucedió el jueves.
—Karina, cariño. Necesito que dejes libre a Gina mañana.
— ¿Mañana? –preguntó sorprendida –. Es viernes, uno de los días de más trabajo aquí.
—Lo siento, pero nos hemos quedado sin género.
Karina suspiró.
—Está bien. Tú mandas. Tendremos que arreglarnos sin ella.
—No te enfades. Te lo compensaré.
— ¿Lo sabe ella o he de decírselo yo?
—Lo sabe, pero confírmale tú la autorización para ausentarse mañana.
—Bien, se lo diré.
Colgó el teléfono. Estaba molesta. La manipulaban. Los dos, Jaime y Don Carlos. ¡Malditos asquerosos! Tenía que librarse de ellos como fuera. Había cumplido ya los cuarenta y a esa edad no se puede andar jugando, hay que tomar medidas para el futuro. Irguió la cabeza. Lo tenía ya todo meditado y debía comenzar a actuar fuerte.
Cogió el teléfono y llamó a don Carlos.
—Gina tiene mañana un viaje a Galicia.
— ¿Va Jaime con ella?
—No lo sé. Hace días que no viene por aquí y no he hablado con él.
—Gracias, Estrella de Mar.
¡Estrella! ¡Y una mierda! Estaba furiosa. Hizo esfuerzos por serenarse. Cuando lo consiguió, marcó un número interior.
— ¿Gina? Don Jaime te necesita para mañana. Puedes tomarte el día libre.
—Gracias, Karina.
Se levantó y paseó por su despacho. Apretó los puños con fuerza. Estaba asqueada de esa vida de sumisión.
Durante esas idas y venidas recorriendo la habitación, Karina fue perfilando la estrategia a seguir para lanzarse definitivamente a la conquista de su futuro. Había llegado el momento de actuar. Ya no esperaría más. Una vez, hacía tiempo, había visto una película que le causó un fuerte impacto, tanto que aún la recordaba, sobre todo aquella escena que representaba una reunión de hombres sesudos, elegantes, de pelo blanco y ancha frente, todos ellos directores de grandes empresas, sentados alrededor de una gran mesa ovalada. El salón, lujosísimo, brillaba de esplendor. Y en la cabecera de la mesa, sentada en una enorme butaca que parecía el trono de una reina, una mujer, la propietaria de todas las empresas representadas por aquellas dos docenas de directores. Siempre quiso ser ella aquella mujer, y ahora más que nunca. Además, sabía que podía conseguirlo. Durante aquellos años había ido reuniendo información sobre la vida oculta de importantes personajes de la economía, las profesiones y la política.
Esa información suponía dinero, equivalía a poder. Esos personajes estaban en sus manos, los podría manejar si se lo propusiera. Ahora, lo importante era utilizar ese valiosísimo archivo con la cabeza fría, con suma atención, sin precipitaciones y con pulso firme. Quería subir, estar en la cúspide, como aquella mujer de la película que viera hacía años. Tenía que dar jaque al rey. En los próximos días estudiaría las fichas de su archivo para seleccionar las personas más indicadas que servirían a la consecución del fin que se había propuesto. Jaque al rey. El rey era don Carlos y eran varias las fichas que ella podía manejar para conseguirlo. Por ejemplo, Jaime, a quien podía empujar a enfrentarse con más decisión a don Carlos, para destronarle y ocupar su lugar. Luego ella destruiría a Jaime con los videos que guardaba en su caja fuerte. Otra ficha, recién descubierta, era Gina. ¿Para quién trabajaba? ¿Para una organización rival o para la policía? Tenía que estudiar a Gina y manejarla para atacar al rey. Ella no estaba en condiciones de atacar directamente al rey, a don Carlos. No tenía medios para ello. Tenía que utilizar a otros que estuvieran más cerca.
2
Regina abrió un momento los ojos, todavía envuelta en una pequeña nube de inconsciencia. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Quién la llevaba prisionera? ¿Adónde la llevaban? ¿Por qué? Un hombre iba conduciendo. Otro, dormitaba casi con la cabeza fuera del asiento. Trató de buscar el móvil de aquel secuestro. No parecía que fuera nada relacionado con el sexo. Se trataba de dos personas y aquello le sugirió otro motivo. Pero ¿por qué a mí? –se preguntaba, después de cada reflexión infructuosa.
Poco a poco se pone en marcha su caja de recuerdos. Su infancia militar. Su juventud, siempre con la férrea disciplina en los talones. Y su vida actual, representando a una casa de modas. Es posible que alguien quisiera negarle la libertad que ahora disfrutaba. Su vida actual era como una compensación a la que vivió hasta que decidiera irse de casa. Nunca se había detenido a reflexionar sobre su vida. Hasta ahora sólo se había detenido a meditar sobre la vida de los demás. Tal vez fuera una especie de compromiso. Ella obtenía la libertad con el trabajo que quería, y a cambio debía escuchar en silencio los adagios de quienes se encontraban prisioneros. No como estaba ella ahora mismo, atada a los asientos de un vehículo en marcha, no quiso imaginar hacia qué sitio. Ellos eran reos de su propio inconformismo. Ella, en cambio, era prisionera del inconformismo y el miedo de los demás.
3
Dos días después, al llegar a casa de madrugada, lo primero que hizo Karina, aún antes de desvestirse, fue ver y escuchar el video que acababa de grabar del encuentro entre Jaime y Gina. Percibió la satisfacción reflejada en los rostros de ambos, corroborada por sus palabras comentando el éxito del segundo viaje de ella a Galicia.
—Saca el champan, Gina.
—Sí, cariño.
Celebraron entre risas y bromas anécdotas del viaje y, bebieron, sobre todo él, porque mientras la mujer se limitaba a mojar los labios, él bebía a tragos largos, vaciando una y otra vez la copa que Gina, solícita, se afanaba en llenar de nuevo. Era admirable la destreza de la mujer buscando la confesión de Jaime. Karina los examinaba embelesada. Se evidenciaba que Gina buscaba sutilmente información, y el tonto de Jaime se la suministraba. Cuando terminó de visionarlo, apagó el vídeo y la televisión. De la admiración hacia Gina, a la preocupación por ella. ¿A qué estaba jugando? ¿Para quién trabajaba? ¿Para otros o para ella misma? Quizá también ella se ocupó de reunir información para utilizar posteriormente con ánimo de lucro. ¿Estaría grabando la conversación con algún micrófono oculto? Posiblemente. Para chantajear a alguien hacían falta pruebas. Karina no había hecho aún partícipe a don Carlos de su recelo hacia Gina. Conociendo a don Carlos, antes de dar ese paso debía estudiar a fondo las diversas situaciones que pudieran producirse. Y aún podía resultar más provechoso para sus intereses ocultarle las sospechas que tenía sobre ella. Antes de acostarse, Karina había puesto el reloj despertador para que sonase a las nueve, una hora temprana para ella, pero no llegó a sonar porque se despertó inquieta hora y media antes y anuló la orden. Esa hora y media que Karina permaneció despierta en la cama fue muy valiosa. Sintió la mente lúcida y tuvo la oportunidad de crear algunas ideas luminosas y de profundizar en ellas.
A las nueve en punto, cogió el teléfono y marcó un número.
Escuchó su voz atendiendo el teléfono privado.
—Soy Estrella de Mar.
— ¡Ah!, ¿Qué hay de nuevo?
—Tengo información sobre el viaje de ayer. ¿Quiere que pase por ahí?
Don Carlos tardó unos segundos en responder.
—Sí, ven hoy por la mañana, a las doce.
—Está bien.
Karina, satisfecha, colgó el teléfono. Era la cuarta vez que acudiría a aquella finca, pero esta vez sería distinto. No se limitaría a dar la información. Actuaría. Tenía tres horas para prepararse. Se levantó y pidió hora para lavarse el pelo y darse unas mechas. Se dio un buen baño, con agua perfumada, se vistió con su ropa de día más sugerente y salió hacia la peluquería. Allí escogió un modelo de peinado capaz de calentar al hombre más frío. La peluquera, una gran profesional, hizo con ella una verdadera obra de arte. Cuando se miró en el espejo que le ofrecieron no pudo por menos de pensar con pena en lo poco que iba a durar aquella maravilla en su cabeza. A las doce menos cinco llegó conduciendo su coche ante la puerta de la finca, un amplio recinto rodeado de un muro de dos metros de alto. Aparcó cerca de la puerta blindada y tocó el timbre.
Se colocó ante el aparato de televisión.
— ¿Quién es? –preguntó una voz de hombre desde otro aparato.
—Estrella de Mar.
La puerta comenzó a abrirse lentamente.
Karina subió al coche y puso el motor en marcha. Luego, se introdujo en el recinto y se detuvo a diez metros de la puerta ante una barrera que la impedía pasar.
Se le acercó un hombre uniformado.
—Aparque el coche en el lugar de costumbre. Luego, venga conmigo a la cabina.
Karina obedeció. Aquello formaba parte de la rutina. Aparcó junto al muro, en el interior del recinto, y el guarda la acompañó hasta la cabina, donde le hicieron pasar por un detector de metales muy sofisticado. El registro fue muy minucioso.
—Está bien. Puede continuar. Mi compañero irá con usted.
Karina, con otro guarda a su lado, caminó hacia el edificio principal que se alzaba a unos trescientos metros de la puerta. Tenía dos pisos, y más que un chalé parecía una fortaleza, con sus gruesos muros y sus pequeñas ventanas a prueba de metralla. Nunca en sus tres viajes anteriores había visto Karina en la finca ningún otro visitante y esta vez parecía que iba a suceder lo mismo. Supuso que el recibirla era una prueba de que don Carlos confiaba hasta cierto punto en ella. Las dos primeras entrevistas se desarrollaron dentro de su coche, en plena carretera. Karina y el guarda bordearon la casa y llegaron a la zona de la piscina. Don Carlos siempre la había recibido allí, nunca en el interior del edificio. Estaba tumbado en una hamaca, escuchando la radio. Música. Parecía ópera.
—Espere aquí –ordenó el guarda, acercándose hasta él.
Karina se detuvo a unos quince metros y pudo oír la conversación.
—Está aquí la señora Estrella de Mar.
—Que se acerque.
Volvió el guarda y le indicó que podía seguir adelante.
—Don Carlos la espera.
—Gracias.
Karina vio que el guarda se retiraba y avanzó hacia Don Carlos.
Se puso delante de él y le sonrió.
—Buenos días.
Don Carlos abrió los ojos y Karina quiso percibir sorpresa en ellos. ¿Esperaba verla como otras veces, con traje de chaqueta y pantalón de colores oscuros, tipo ejecutiva? Pues, se había equivocado.
Karina intentó disculparse, poniendo cara de circunstancias.
—Perdone que venga vestida así, pero me pareció lo apropiado para una visita que luego he de hacer en relación con mi negocio.
Don Carlos se incorporó.
—No, no. ¡Está muy bien!… Veamos, ¿qué hay de ese viaje? Pero, siéntese. –añadió, señalándole una hamaca frente a él.
Karina captó que esta vez Don Carlos se mostraba más obsequioso que en ocasiones anteriores.
Procuró corresponderle de momento.
—El viaje a Galicia ha resultado bien. No se ha producido ningún contratiempo. Jaime y Gina han viajado por separado, y la droga la ha traído ella en su coche, como la vez anterior.
— ¿Qué dice ella? ¿Va a seguir con esos viajes?
—Sí, está contenta con lo que le paga Jaime por hacerlos.
Karina veía con satisfacción que los ojos de él no se separaban de su escote, fijos en el lugar donde emergían sus pechos.
Don Carlos había bajado el volumen de la radio y la música era ahora un suave murmullo.
— ¿Cómo es Gina?
—Muy guapa. Tiene éxito como profesional.
— ¿Cómo la conoció?
Karina se lo explicó con todo detalle.
— ¿Selecciona usted misma a sus chicas?
—Sí.
— ¿Cómo va el negocio?
—Muy bien. Da buenos beneficios. Tenemos unas tarifas muy elevadas, lo que hace que las personas que van allí sean de alto standing. Si fuera de su interés examinar el lugar y saber cómo funciona, sería para mí un alto honor mostrarle todo hasta en sus menores detalles…
Don Carlo sonrió.
—Sí, quizá vaya un día por allí.
Don Carlos vestía una camisa ligera floreada y pantalones cortos. Sobre su hamaca había una sombrilla. El sol calentaba fuerte. La mujer calculó una temperatura ambiente de treinta grados.
Dirigió su mirada a la piscina.
—Tiene usted una piscina preciosa. Con este calor tiene que ser muy agradable bañarse en ella.
— ¿Sabe nadar?
—Sí.
—Si le apetece un baño, la piscina es suya.
Karina aparentó sentirse nerviosa.
—Gracias… Don Carlos… pero creo que no debo abusar de su amabilidad…
— ¡Oh, no! –respondió él, tajante –. Pediré que le traigan un traje de baño –añadió, haciendo ademán de coger el teléfono móvil.
Karina se levantó.
—No llame, Don Carlos. No necesito un traje de baño.
— ¡Ah! Lo lleva puesto.
Karina comenzó a quitarse lentamente la ropa. El hombre la miraba, curioso.
Karina, totalmente desnuda, moviéndose con elegancia, se dirigió hacia la piscina. Su tipo era esbelto. Su cuerpo, perfecto. Se movía con brazadas firmes. Cruzó a nado varias veces el estanque. Permaneció dentro unos minutos y salió chorreando agua. Luego fue caminando sobre el fino césped que cubría el suelo. Su cuerpo destellaba al sol, cubierto de gotas de agua.
Se acercó a don Carlos
—Ha sido un baño delicioso. ¿Puedo coger la toalla?
—Sí.
La cogió y la extendió en el suelo, sobre la hierba, muy cerca de la hamaca, de forma que él la viera. Se tumbó boca arriba.
Era una invitación y así lo entendió él.
Don Carlos se desprendió de su ropa y se echó sobre ella.
4
Marcelo le pasó a la mujer una caja repleta de libros. Entre todos había elegido uno por el título: “Secuestrado”, una novela de Beth Gutcheon. Quería saber lo que otros contaban del secuestro: cómo se resolvían los problemas de angustia, ansiedad e impotencia. Y en su caso, además, la incredulidad, porque no se concebía el secuestro de alguien sin poder ni dinero para extorsionarlo. ¿A quién querían extorsionar con su secuestro? ¿A su madre?, ¿a su empresa?, ¿a su novio…? Para llegar hasta su celda había que atravesar un largo pasillo, ambos lados del cual daban acceso a otros recintos que Regina, por el comportamiento de sus raptores, por el sonido de las voces, por el olor que se respiraba en el ambiente, presumió vacíos. A la una y cuarto, como todos los días, Luciano llegó con la comida, que le pasó a través de una trampilla hecha al efecto en la pared. Señal evidente de que no era la primera persona que se enfrentaba a aquellas circunstancias. La mujer depositó el capazo encima de la mesa. ¿Secuestrarían a las mujeres y luego las venderían a los prostíbulos? Una larga cristalera, de lado a lado de la pared, iluminaba el antro. Cuando Luciano salió a la calle, después de desandar el largo pasillo, Regina volvió a depositar el capazo en el suelo. Empujó la mesa hacia la orilla, a la esquina derecha. Se subió encima. Aquella y la del extremo opuesto eran las únicas ventanas que podían llevarle aire a la mazmorra. Había oído algo fuera. Parecía la voz de otra mujer. En un primer momento la extrañó. Después se sintió más aliviada, como si aquella risa que venía del exterior le trajera el anuncio de un próximo rescate.
Giró la gruesa ventana cuarenta y cinco grados.
El hombre estaba de espaldas. La mujer, totalmente desnuda, tumbada sobre una toalla extendida en la hierba. El hombre se desprendió de sus ropas y caminó hacia ella. La mujer levantó las piernas. El hombre buscó con su lengua las intimidades de la mujer. Minutos más tarde, cabalgó sobre ella.
Mientras se vestían él preguntó.
— ¿Cuántos años tienes?
—Cuarenta.
—Se nota. Tenéis más experiencia. Además, eres maestra de profesionales.
—Gracias, Don Carlos.
—Creo que iré a visitarte a tu negocio.
—No es mi negocio. Solamente lo dirijo.
—… Y pareces inteligente. Sí, creo que eres muy inteligente. ¿Sabes? Estoy rodeado de palurdos y mentecatos… –y añadió – Vamos, te enseñaré la casa.
Caminaron hacia el edificio.
— ¿Qué música escuchaba? Parecía una ópera.
—Lo era. Se trataba de “La Favorita”, de Donizetti. Me encanta la ópera.
—Le alabo el gusto.
— ¿Te gusta la ópera?
— ¡No lo sé! Nunca he asistido a una función. Siempre he vivido muy ocupada y a esas horas de la noche es cuando más trabajo he tenido…
—Comprendo.
Entraron en la casa en silencio y pasaron a un amplio salón, lujosamente preparado. Un hombre estaba ante un elegante mostrador sirviéndose una bebida.
Don Carlos apretó los puños de rabia y sus ojos centellearon.
— ¡Qué haces ahí, miserable! –le increpó, furioso. El hombre tembló y dejó el vaso.
—Perdone, Don Carlos. Tenía sed y…
El empleado se dirigió hacia la puerta, y al pasar a su altura recibió en pleno rostro una sonora bofetada. Se llevó la mano a la mejilla. Su rostro se había puesto rojo como la grana. Dirigió la vista hacia Karina, con mirada huidiza. Avergonzado. Karina se movió con rapidez, poniéndose fuera del alcance visual de Don Carlos y le dirigió al hombre una sonrisa de simpatía.
Cuando el hombre se hubo retirado, ella preguntó.
— ¿Quién es?
—Mi jefe de seguridad.
— ¡Vaya! Y pretendía beberse sus bebidas.
—Marcelo se comporta a veces como un cretino, y si hay algo que no tolero es la estupidez… Bien, dejemos eso. Tomemos ahora algo y luego te enseñaré la casa. ¿Te apetecen unas pastas con jerez?
—Estupendo.
—De acuerdo. Yo tomaré lo mismo. Siéntate ahí.
Karina se sentó en una butaca de piel, junto a una mesa baja de cristal.
Don Carlos no llamó a nadie. Fue él mismo quien colocó sobre la mesa una bandeja con pastas y dos copas de jerez. Se sentó en otra butaca, frente a ella.
— ¡Come! –ordenó, cogiendo una pasta y llevándola a su boca -. Están recién hechas por mi cocinero
Karina cogió la pasta y mientras comía examinó con atención el salón.
—Este salón es precioso. Si toda la casa está a este nivel, merecerá la pena que la vea. Me gusta estar al día en el tema de las decoraciones. Es necesario que así sea para el éxito del negocio que dirijo. Mi despacho llama la atención.
— ¿Cómo es?
—Es un despacho–jardín. Allí me encuentro como si estuviera trabajando en un jardín, rodeada de plantas y de flores. Ese ambiente me relaja. ¿Cómo es su despacho?
—Convencional.
— ¡A ver si acierto! –Exclamó Karina, juguetona, con la copa de jerez en la mano–. Una mesa enorme de madera noble, un lujoso armario a juego, costosos sillones de cuero, cuadros que valen millones colgando de las paredes, una gran alfombra confeccionada por maestros artesanos cubriendo el suelo, una lámpara de bronce con decenas de bombillas colgando del techo… ¿Voy bien?
— ¿Eres adivina?
— ¿Por qué dices eso?
—Porque has acertado en casi todo.
— ¿En qué he errado? –preguntó ella, curiosa.
—La lámpara no es de bronce, sino de oro.
—Ha sido un desliz imperdonable por mi parte. Sí, tenía que ser de oro.
— ¿Por qué dices eso?
—Porque está claro que a usted le gusta lo mejor –y dicho eso, levantó la mirada hacia el techo -. ¿Es también de oro esa lámpara tan espectacular?
—Sí –aseguró él con orgullo –.
—Entonces este salón vale millones…
—Decenas de millones –puntualizó él.
—No tiene que jurarlo. Está a la vista.
Karina apuró el contenido de la copa.
—Es curioso… –comenzó a decir.
— ¿Qué te sorprende?
—Dos guardas, el jefe de seguridad, el cocinero… Todos son hombres. ¿No hay mujeres aquí?
—No.
Karina suspiró.
— ¡Es una lástima! Yo no podría aspirar a trabajar para usted.
—Ya lo haces y te pago por ello.
—Quiero decir, aquí.
—No, aquí no podrías.
— ¿Es que no le gustan las mujeres? En su caso, no me lo creo. Él sonrió.
—Las mujeres llegan aquí de visita. Vienen, están un rato, y se van.
— Y eso, ¿por qué?
—Porque la convivencia continua de sexos distintos crea problemas.
—Comprendo. Intuyo que usted no está casado.
Negó con la cabeza, levantándose.
— Continuemos visitando la casa.
Karina también se levantó. Antes de salir se detuvo ante un gran cuadro. Don Carlos se acercó.
—Este vale más de trescientos millones.
— ¡Sorprendente! Y todos los cuadros que tienen en este salón son de estilo clásico –añadió examinando las paredes –. ¿No le gusta la pintura moderna?
—No. Tengo cuadros de ese estilo, pero los compro como negocio. Los guardo en una habitación. Están allí en plan de conservación, no para mi deleite. Antes he mencionado la palabra estupidez. Pues bien, ahora vuelvo a repetirla en relación con esa clase de pintura. Eso no es arte. Es estupidez. Pero a mí me va bien, porque gracias a la estupidez humana hago negocio con esos cuadros.
Don Carlos mostró a Karina un lujosísimo y enorme comedor, la sala de fumar, una espléndida biblioteca…
Se detuvieron ante una puerta, en el segundo piso.
—Ahora voy a mostrarte una habitación muy especial. Es a mis negocios lo que el cerebro es al cuerpo humano.
Abrió la puerta y la cedió el paso.
— ¡Adelante!
Karina entró y le pareció introducirse en la sala de mandos de una estación espacial futurista. Una infinidad de aparatos electrónicos muy sofisticados parpadeaban con luces de colores, produciendo un ruido sordo de muy baja intensidad. Era un tímido zumbido, símbolo de vitalidad. Y al frente de todo ello un solo hombre, sentado en una silla de ruedas, que ni siquiera se dignó mirarlos cuando entraron, tan ensimismado se encontraba examinando una de las pantallas.
Karina le estudió. Tendría por lo menos… sesenta años, mirada penetrante… y le faltaban ambas piernas…
Don Carlos parecía divertirse viendo la cara de sorpresa de Karina.
— ¿Qué te parece?
—Es sorprendente –confesó Karina– Esto es alucinante. Parece que estoy en el futuro. ¿Quién es él? –preguntó, señalando al hombre de la silla de ruedas.
—Es Ángelo. Un experto.
Karina seguía mirándolo todo. Incrédula.
—Esto es algo fantástico. Parece un espectáculo de ciencia ficción.
Don Carlos sonrió.
—Eso es lo que parece, sólo que no es ciencia ficción. Es la realidad. En este momento de la civilización humana, el dominio de los adelantos científicos es un elemento indispensable para triunfar en los negocios. Todo el dinero que pueda gastarse en esto se recupera con creces. Su efecto es multiplicador… Y ahora, salgamos. No debemos distraer a Ángelo.
Salieron de la habitación sin que ninguno de los dos hubiera cruzado una sola palabra con aquel hombre sin piernas.
Bajaron al piso de abajo y allí Don Carlos despidió a Karina.
—Iré a ver el negocio que diriges.
—Después de ver esto, debo reconocer que aquello es una choza miserable. Casi me avergüenzo de haberle invitado.
—No, no. Creo que podré ver allí cosas interesantes.
Karina salió del edificio y bajó en plan de paseo en dirección a la puerta de salida del recinto.
Cerca de la salida, cuando iba a abrir la puerta del coche, se le acercó el jefe de seguridad. Ella le miró sorprendida.
— ¡Hola! –le saludó Karina.
El hombre parecía algo confundido.
—Perdone mi atrevimiento, pero he querido acercarme a usted para mostrarle mi agradecimiento por su actitud de comprensión y de simpatía hacia mi persona en un momento duro para mí.
—Gracias, Marcelo. Es un bonito detalle por su parte…
Karina tuvo una idea repentina, que se la antojó muy brillante.
Sacó de su bolso una tarjeta.
—Tome mi nombre y dirección. ¿Amigos?
—Amigos –respondió él, entregándole a su vez su tarjeta.
Y ambos se dieron la mano.
Karina montó en el coche y salió entusiasmada. No por Don Carlo Volpini, ni por nada de lo que vio o hizo en el jardín o en la casa, sino por aquel cruce de tarjetas con Marcelo.
¡Marcelo!
Él podía ser la llave que le abriera la puerta del futuro.
© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098
Primera Edición, Julio de 2023
Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es
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