Don Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano, duque de Rivas, es famoso sobre todo por su drama “Don Álvaro o la fuerza del sino”
Esta obra inauguró oficialmente el Romanticismo en España al ser estrenado en 1835. Pero su importancia llega mucho más lejos: Rivas ya escribió al modo romántico cuando todavía en España se luchaba contra Napoleón; en 1809 fue herido, y compuso un romance titulado “Con once heridas mortales”, que es un alarde de patriotismo y vehemencia, muy cercano al sentir romántico.
Y entre 1816 y 1824 estrenó algunos dramas claramente románticos, muy poco conocidos en la actualidad. En 1816 (y destaco la temprana fecha), se representó “Aliatar”, un drama cuyo eje central es el amor, pero además, el amor de un árabe hacia una cristiana cautiva; el desenlace es trágico, al no ser correspondidos los sentimientos del protagonista.
En esta obra se encuentra en germen, también, el destino aciago de don Álvaro, repitiéndose a lo largo de la obra frases como “¡injusta estrella!” para referirse a ese sino sangriento que ya persigue a los personajes preludiando el huracán romántico que se avecina.
En diciembre de 1822 se estrenó en el Teatro de la Cruz otra obra importante del autor: “Lanuza”, que es un alegato clarísimo contra la tiranía de Fernando VII y que no incluyó más tarde en sus “Obras Completas”, quizá porque por entonces ya era el duque un acomodado conservador que no comulgaba con los excesos revolucionarios de la obra. Se aprecia en ella un profundo sentimiento de libertad y rebeldía, un velado anticlericalismo y una gran aversión a la tiranía. El protagonista repite la frase “Muerte o libertad” cuando la patria está amenazada. Todos los ingredientes románticos se encuentran ya en este drama: la idealización de los sentimientos, el conflicto entre patriotismo y amor, o la vehemencia que arrastra a los personajes. Al final, y aunque se le ofrece el perdón al protagonista a cambio de claudicar de sus ideales, él prefiere morir con honor, y repite estas hermosas e intencionadas palabras:
Aunque ya coincide con la “institucionalización” del Romanticismo en España, y escrita en el destierro, “El Moro Expósito” es un verdadero manifiesto romántico patrio, defendiendo ardorosamente a los exiliados desde el exilio del autor en París. También se ha dicho de esta obra que es el primer poema épico español del siglo XIX. Quizá la sangre noble que corría por sus venas, su vida borrascosa y aventurera y el recuerdo de antiguas glorias españolas, determinaron a don Ángel a reemprender el poema que revivía las hazañas del Romancero, basado en la leyenda de los Infantes de Lara y su hermano, el vengador Mudarra.
Es necesario recordar que hubo muchos autores, además del duque de Rivas, que estrenaron obras claramente románticas a principios de siglo y fueron representadas con éxito durante el trienio liberal (1820-1823) que algunos consideran, por otra parte, el tiempo más romántico que vivió España (García de la Huerta, Quintana, Cienfuegos, Martínez de la Rosa...). Por todo ello podemos deducir que es un error considerar que el Romanticismo español haya comenzado rezagado, sino que más bien comenzó al mismo tiempo que en el resto de Europa: recordemos que Goethe publicó su “Werther” en 1774 y “Fausto” en 1801, y que el estreno de “Hernani” de Víctor hugo, que abrió paso al Romanticismo en Francia, se produjo en 1830. Lo que tuvo lugar después de la muerte de Fernando VII en España, ante la imposibilidad de haberse manifestado cuando él vivía, fue la “oficialización” de los impulsos y las modas románticos, pero éstas llevaban ya mucho tiempo vigentes en el corazón de los españoles.
¿Qué eran sino poemas románticos los escritos con pasión contra los franceses en las primeras décadas del siglo? ¿O el ambiente misterioso y represivo, lleno de sombras y presagios, en que se veía envuelta la vida de los liberales durante todo el tiempo en que reinó Fernando VII? Aunque también es necesario tener en cuenta que un movimiento como el romántico difícilmente puede “oficializarse”: la necesidad que el hombre y el artista romántico tenían de libertad y de individualismo, conlleva para ellos inevitablemente la imposibilidad de amoldarse a los cauces de la vida ordinaria, donde la rutina y lo cotidiano acabarían por hastiarlo.
La prueba la tenemos en Espronceda. el único poeta verdaderamente romántico que vive en la época considerada oficialmente como tal, además de nuestro autor, y cuya su vida estuvo constantemente enfrentada a todo y a todos: desterrado, encarcelado, huyendo, amando, y muriendo inesperadamente a los 34 años. Y en el extremo opuesto, otro poeta que fue considerado unánimemente como “poeta nacional”, José Zorrilla, apenas tiene ya que ver con el espíritu verdaderamente romántico: su nacionalización del Romanticismo, lo convierte en producto edulcorado e insípido para muchos, y su sentimentalismo fácil es tildado de “jesuítico”, por lo mucho que dista ya de aquel espíritu arrebatado que sólo deseaba libertad y pasión, siguiendo al movimiento alemán “Sturm und Drang (Tempestad y pasión), del que procedía en parte. “Don Álvaro o la fuerza del sino” es la obra más importante de de Ángel, y la fecha de su estreno, 1835, se considera la del triunfo definitivo del movimiento romántico en España. El drama incorpora la lucha del héroe contra la adversidad, contra el fatalismo o el destino, al que Rivas denomina “sino”: Don Álvaro, impulsado por la fuerza de su destino, siembra la desgracia en todo lo que ama, y a pesar de luchar y rebelarse, al final acaba sucumbiendo. Es una obra típicamente romántica por el ambiente en que se desarrolla, por la pasión desenfrenada de los personajes, por las situaciones y sobre todo por la escena final, en la que el protagonista, desesperado, en medio del fragor de la tempestad, se arroja por un precipicio mientras los religiosos de un monasterio cercano claman “Misericordia, Señor! ¡Misericordia!”. También es necesario mencionar sus “Romances Históricos”, que enlazan con la temática del Romancero y son una serie de cuadros en los que refleja un episodio novelesco o una figura evocada, principalmente de los siglos XV y XVI, y suponen una restauración de los temas tradicionales, particularmente el tema del honor, tan exaltado en el Teatro del Siglo de Oro. Existe una innegable relación entre esta obra y las “Leyendas” de Zorrilla, aunque la anterioridad en el tiempo nos hace pensar más en una influencia de Rivas sobre el autor vallisoletano.
Ángel de Saavedra nació en Córdoba en 1791 en el seno de una familia noble, lo cual le proporcionó el desahogo y el refinamiento suficientes para poder dedicarse a la pintura y a la literatura. Los ecos de la Revolución Francesa rodearon su infancia, y en los alborotados días del 2 de mayo dio sobradas muestras de su patriotismo. Luchó con valentía contra los franceses y recibió graves heridas. Durante el Trienio Liberal vivió en Cádiz y fue diputado progresista; pero en junio de 1824 la Audiencia de Sevilla le condenó a muerte y confiscó sus bienes por haber votado la suspensión de poderes al Rey, por lo que tuvo que huir a Gibraltar. Este primer exilio duró once años y le hizo residir en Inglaterra, Italia y Francia, sin medios de fortuna y en circunstancias políticas difíciles (verdaderamente romántico e incluso conmovedor fue el episodio de la huida de don Ángel, acompañado de su madre, por los campos de Andalucía y su llegada a Málaga, donde se refugiaron en la barraca de un pescador del Perchel disfrazados de gitanos...).
En la isla de Malta conoció a un inglés, John Hoockham Frere, que le inculcó el conocimiento y la valoración de Shakespeare, Byron y Walter Scott, así como de nuestros autores del Siglo de Oro (un paso más, sin duda, en su “conversión” al Romanticismo).
Al morir Fernando VII, la reina María Cristina decretó la amnistía de 31 diputados liberales, entre los que se encontraba Rivas, el 23 de octubre de 1833, y en 1834 volvía a España. Su destierro había concluido, y en cierto modo, también lo habían hecho sus ímpetus revolucionarios. Vuelto a la vida política, fue Ministro de la Gobernación en el breve tiempo que duró el gobierno de Istúriz, y cuando éste fue derribado en el Motín de la Granja, tuvo que salir nuevamente al destierro al promulgarse de nuevo la Constitución de 1812, por la que, paradógicamente, había luchado durante toda su vida...
Al promulgarse la Constitución de 1837, a la que juró adhesión, volvió a España y fue nombrado embajador en Nápoles, así como también miembro de la Real Academia de la Lengua y de la Historia. En 1859 es enviado como embajador del gobierno de Narváez ante Napoleón III, y más tarde, a su vuelta a España, es elegido Presidente de la Real Academia Española y Presidente del Consejo de Estado. Murió en Madrid en 1865, sin que la enfermedad consiguiese doblegar su buen humor.
Decían los que le trataron que fue igualmente joven en su mocedad y en su ancianidad: tuvo los mismos sueños, la vivacidad y la confianza caballeresca en el trato humano, así como una alegría inalterable y un espíritu juvenil que le acompañaron hasta el final.
Imagen, De Gabriel Maureta y Aracil commons.wikimedia
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