Rueda de Traficantes 9
—Mañana tengo concertada una entrevista con el presidente de la Xunta. Hay una expectación tremenda en torno a otro cargamento de droga que interceptó la policía cerca de Lugo.
Froilán de Lózar | Xabier Gereño
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CAPÍTULO VI
1
La ciudad de A Coruña dormía frente al mar, como recostado sobre el agua su cuerpo. El Paseo Marítimo de La Marina, a aquellas horas de la madrugada, te atraía como un potente imán, mostrándose acompasadamente cientos de edificios de cristal.
Era una noche espléndida.
Junto al muelle, cientos de botes esperaban un nuevo amanecer. En el interior de una de las embarcaciones deportivas, que sin pudor se mezclaban con todo tipo de gabarras y lanchones, una pareja hacía el amor. Cuando la cadencia los llevó hasta el éxtasis y los suspiros se fueron apagando, el mar, cautivo de aquella escena de pasión, volvió a recobrar su protagonismo.
—Te quiero, Blas…
La mujer parecía satisfecha. Sabía que, en aquel momento, cerca de allí, otros muchos estarían repitiendo aquella misma frase. Por un momento estudió el rostro de su amado.
Blas era un chico alto. Tenía un cuerpo atlético. Era intuitivo, cariñoso, apasionado… Se regía por un principio básico que a ella siempre le había cautivado: admitía todos los debates, juzgaba con precaución todas las reglas, entendía y disculpaba todas las situaciones, participaba en todos aquellos proyectos que implicasen libertad y vida… Y además de todo eso, Blas escribía como los ángeles. Por eso se había dedicado al periodismo.
—Dime, Regina, ¿en qué estabas pensando?
— ¿Me quieres? –Insistió ella – “Dime que me quieres…” – canturreó en su oído la melodía de moda aquellos días.
—Ya lo sabes, Regina. Te quiero. Te lo estoy diciendo a cada instante. Te quiero muchísimo. Creo que te quise aún antes de conocerte…
— ¡No digas tonterías! –bromeó ella, mientras se colocaba el sujetador.
—… Con lo bonito que sería una vida donde no mediasen intereses, donde los hombres y mujeres no rivalizasen en nada. Mira, no soy muy cristiano, pero sí creo que en todas las religiones debiera prevalecer un mandamiento: amarse unos a otros…
—Pues… yo me opongo a la monotonía. Creo que el mundo está bien como está, incluso con sus guerras y ambiciones. Somos las personas las que decidimos, las que rompemos las leyes que creamos, las que buscamos siempre algo que esté situado por encima de lo que poseemos… Es verdad que sólo nos movemos por intereses, pero sin ellos, ¿Qué seríamos?
Regina iba a añadir algo más, pero había observado un movimiento extraño en una de las embarcaciones cercanas a la suya y se calló, haciéndole señas a Blas para que apagase la luz. Puede que no fuera nada con ellos, pero más vale prevenir.
— ¿Qué sucede?, ¿Qué has visto? –susurró él apenas.
—Alguien se mueve ahí afuera. ¿Nos habrá visto?
— ¡Bah! ¡Cuánta gente pasará por lo mismo que nosotros! Voy a darme una ducha y nos vamos. Mañana tengo concertada una entrevista con el presidente de la Xunta. Hay una expectación tremenda en torno a otro cargamento de droga que interceptó la policía cerca de Lugo. He pasado una semana movidita. Tenía que remitirle al redactor de Madrid una historia creíble. Todos los indicios me llevaban a un clan cercano a Portabales. Pero esta es otra historia y sospecho que aquí hay gato encerrado. No es la primera vez que descubren el envío. He matizado todas las informaciones y algo me dice que los peces gordos se están comiendo entre ellos. Por eso quiero pulirlo esta misma noche, en cuanto llegue a casa. Creo que he descubierto algo que encaja en este mismo asunto…
Iba a añadir algo más, pero debía su fama a la prudencia. A su edad se había hecho un hueco en el periodismo porque nunca le sirvieron como noticia los rumores. Blas Ledesma era, desde hacía dos años, corresponsal del diario “El País” en A Coruña, aunque la dirección le estaba preparando nuevo destino en la Capital de España. No le animaba mucho el cambio, pero tampoco estaba en condiciones de elegir. Estaba subido a un tren de mucho lujo y tendría que interpretar aquello como una señal que le llevase a un mañana seguro.
2
El puerto quedó atrás. Abrazados, cruzaron la avenida con dirección a Capitanía General, en cuyas inmediaciones habían dejado aparcado el Audi, último modelo, regalo de su padre al terminar la carrera. Allí se lo cuidaba un hombre por cinco euros. Se trataba de un individuo uniformado, con un pequeño defecto en una pierna. Seguramente que aquel hombre no estaba puesto allí por el Ayuntamiento –como suele decirse vulgarmente–, que aquel empleo era una concesión suya, que le permitía sin mucho esfuerzo ganarse los treinta euros diarios, pero ni los Militares que trabajaban en las dependencias del Gobierno Militar o de Capitanía, ni los civiles que vivían en la zona, le habían puesto objeciones a aquella forma simpática de ganarse la vida. Al llegar a la altura del automóvil, vieron un reguero de sangre en el suelo. Aquello no estaba antes. Era mucha cantidad y parecía reciente… Se temieron lo peor.
Al verlos llegar, un hombre salió de un bar próximo para comunicarles que a Julián se lo había llevado una ambulancia. Blas estaba impresionado, quizás más que Regina. Ahora sí creyó que las sospechas de la mujer no iban desencaminadas, que en medio de todo había una trama y que ellos tenían algo que ver con ella.
— ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido? –preguntaron, casi a la vez.
—Según parece… dos individuos trataban de abrir su coche.
Julián quiso impedírselo y uno de ellos, muy alto y muy delgado, le metió un navajazo…
Todavía le preguntaron algo más, “si era grave” y “hacia qué lugar le habían llevado”, pero el hombre hizo un gesto evasivo con los hombros y ellos optaron por meterse al vehículo y guardar silencio.
Unos minutos más tarde Blas detuvo el coche en la Ronda de Outeiro, muy cerca de la Avenida de Las Conchinas, donde la muchacha vivía con su madre, viuda de un capitán. Regina, que no dejaba de pensar ni un momento en lo sucedido, le despidió con un ligero beso.
— Me llamas cuando llegues a casa, ¿de acuerdo? Por favor, – insistió – llámame…
— ¡Anda! ¡Vete tranquila! ¡Te llamaré!
3
Pedro Tazo, el chofer de Jaime Delibes, a quien los hombres de Carlo Volpini habían dejado ya por muerto a las afueras de Madrid, pudo implicar todavía antes de morir camino del Hospital a un grupo importante de traficantes, compañeros y jefes, que operaban en el entorno de la ciudad.
Fue su venganza póstuma. Eso creyó, al menos, antes de dar el último suspiro.
Unos campistas lo encontraron al amanecer del domingo en estado deplorable. Tenía rotas las piernas a la altura de las rodillas, una mano le colgaba de la piel por la muñeca y, probablemente, si hubiera conseguido salir de aquella, hubiera quedado ciego. Todo indicaba que, quienes le habían dejado allí, se habían ensañado brutalmente con él y sólo la oscuridad pudo contribuir a que errasen en el tiro de gracia.
Pedro intuyó que estaba herido de muerte, pero la Providencia o su sed de venganza le dieron fuerzas para resistir hasta la madrugada. Fue un secreto muy bien llevado por el inspector Isidoro Buendía, que acudió aquella mañana al lugar de La Casa de Campo, conocido como “la fuente de los pajaritos”. Isidoro se arrodilló a su lado, y algo debió decirle que él captó, añadiendo durante el tiempo que esperaban la llegada de una ambulancia, nombres y lugares en los que se movían sus verdugos. La vida se le marchó casi en sus manos y nada pudieron hacer el médico y los camilleros para reanimarle.
Al día siguiente apareció una nota escueta en todos los periódicos, donde se daba cuenta de la muerte de un joven por un “supuesto ajuste de cuentas”, en la Casa de Campo. Sólo el periodista del diario “El País” fue más lejos al afirmar que, unos campistas habían descubierto el cuerpo del muchacho y que estaba con vida.
4
A Blas Ledesma, que seguía muy de cerca la trama del narcotráfico en Galicia, le llamó la atención la noticia por un dato curioso, el apellido Tazo. En la escuela de periodismo había conocido a un muchacho que se apellidaba Tazo Taza. En su archivo personal, cantidad de fotocopias del periódico para el que trabajaba, ordenadas por fechas, cosidas y encuadernadas con mucho mimo, encontró curiosamente un dato que podía estar relacionado. Era como una corazonada, tal vez una pista falsa que no le llevase a ningún sitio, pero que no podía desestimar.
Por algún motivo, quizá para evitar posibles represalias, el compañero que recogió en aquella fecha la noticia había escrito sólo el apellido Tazo y la letra inicial del nombre: P. No pudo localizar al que realizó el informe, porque se trataba de un joven en prácticas que abandonó A Coruña nada más terminar el curso. A través de un amigo que trabajaba en el juzgado, pudo localizar después el citado expediente, donde se daba cuenta de la detención de Pedro Tazo Rodríguez por la posesión y venta de cocaína en un local nocturno de la ciudad. Lo que vio al final de aquel informe le dejó estupefacto.
Cuarenta y ocho horas más tarde, un representante de la casa de Modas Marconi había depositado una fianza de cinco mil euros.
“Modas Marconi.”
La firma en la que trabajaba su novia Regina. ¿Qué demonios estaba sucediendo allí? No tenía bastante con investigarlo que ahora también empezaba a verse envuelto en aquel asunto.
Para ahondar más en aquella tela de araña, desde la Delegación del periódico en A Coruña se puso en contacto con el redactor de Madrid. Quería que le facilitara el número de teléfono de la comisaría donde prestaba sus servicios el inspector Isidoro Buendía.
La conversación fue muy breve.
— ¿Es usted Isidoro Buendía?
—Sí, dígame…
—Soy Blas Ledesma, corresponsal del diario “El País” en A Coruña…
—Oiga… –interrumpió Isidoro – Yo no quiero saber nada con la Prensa. Lo que sabía ya se lo he dicho…
—Sólo será un minuto. Quería confirmar la noticia. ¿Es cierto que usted le vio con vida?
—Sí, estaba agonizando.
— ¿Sabe su edad?
—No puedo precisarlo. Creo que tendría alrededor de los veintinueve años, pero ¿qué tiene que ver A Coruña con Pedro Tazo?
—Puede que mucho. –y Blas le hizo una concesión importante –. Mire, Isidoro, estoy elaborando un reportaje especial. Este hombre fue detenido por posesión y venta de drogas hace unos meses en esta ciudad. Todos los datos contrastados coinciden y hay un detalle relevante. Salió a la calle a las pocas horas porque una casa de Modas, cuyos hilos mueven desde Madrid, pagó el dinero exigido para la fianza. Si usted pudiera darme algún detalle de interés, le quedaría muy agradecido.
Seguidamente le dio el número de teléfono de la Delegación, y colgó.
5
Blas Ledesma vivía en un bajo del Paseo de Ronda.
¿Sabría algo Regina? ¿Qué tendría que ver Modas Marconi con Pedro Tazo? ¿Qué poderoso nombre se escondía detrás de aquella firma?
Las preguntas bailaban en su mente y sólo un doble instinto le había impedido pronunciarlas unos minutos antes delante de su amada. Contándoselo sólo conseguiría aumentar la incertidumbre que se había puesto de manifiesto después de su encuentro amoroso en el Puerto.
Aparcó el coche en el garaje del edificio, subió a casa y antes de dirigirse a la ducha, puso en marcha el contestador automático. Regina había llamado, cuando ya él iba en su busca. Después, la secretaria de don Manuel Fraga, notificándole que el presidente de la Xunta le esperaba a las once de la mañana para la entrevista. Detrás, un compañero de la redacción le anunciaba una llamada urgente de Madrid. El compañero le había dado el número de teléfono de su casa para que le llamara. “Entonces, me llamarán –pensó.”
Un momento después sonó el teléfono.
—Queremos que te olvides del asunto que llevas entre manos – dijo una voz gangosa, en tono desafiante.
— ¿De qué asunto se trata? –preguntó él, pensando que iba tras una buena pista.
—No sabes nada de la droga. ¡Olvídate de eso, muchacho!
— ¿Y qué pasará si no lo hago?
—Que mataremos a tu novia.
Y colgaron.
© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098
Primera Edición, Julio de 2023
Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es
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