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Rueda de Traficantes 8

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Unos minutos más tarde, la noticia era ya un clamor por todo el edificio: Un joven drogadicto había atacado al director de la inmobiliaria, después de inyectarse una sobredosis de heroína.


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


                    8



CAPÍTULO V

1

La venganza era su destino. Llegó a plantearse, incluso, que después de la venganza no quedaría nada. Lo había dejado todo por ella. Sólo cuando la tarde anterior recogió de manos de Pelé la mercancía, a punto estuvo de romper la baraja, porque matar a aquella serpiente era muy fácil, rebulléndole como le rebullía la sangre en aquellos momentos y, sencillamente, porque aquel camello no esperaba una rebelión de su vendedor. Se contuvo. Tenía trazado un plan y no podía dejarlo por hacer caso a un arrebato. Adolfo Juárez sería el último. Primero tenía que localizar el tentáculo más poderoso de aquella mafia que estaba sembrando la desolación y la muerte en tantas casas de Madrid.
Subió las escaleras.
Notó que le sudaban las manos. ¡Maldita sea! Su cuerpo necesitaba un “chute”. ¡Maldita sea! Tenía que ser allí, en aquel momento…
Se detuvo en el rellano del segundo piso. Confió en que el hombre al que seguía entrara en el ascensor y no se detuviera hasta el quinto o el sexto, donde se ubicaban la mayor parte de oficinas y consultas médicas.
La vida estaba llena de casualidades, pero para sus adentros se repetía que la venganza no podía fracasar por el simple desencadenamiento de una serie de fuerzas ocultas en las que no creía. Porque, a pesar de todo, la droga daba vida también, hacía que las cosas parecieran distintas, resolvía en un momento todas las tramas que estuvieran pendientes.
Pero… ¡maldita sea! Se había planteado muy seriamente la venganza y, aunque no quisiera reconocerlo, estaba seriamente enganchado a aquello a lo que pretendía combatir cuando volvía a la realidad.
Extrajo una bolsa de plástico que llevaba metida en uno de los calcetines, sacó una jeringuilla y, después de preparar la dosis, quizás un poco más que de costumbre, bajándose los pantalones, se la inyectó en una de las piernas. La sensación llegaba antes desde el brazo, pero no quería dejar huellas, por la mujer, a punto de dar a luz a su segundo hijo; por su padre, afectado por un derrame cerebral; por él mismo, que se sentía capaz de salir de aquel infierno cuando concluyera la venganza.
Rogó en silencio para que nadie se moviera de sus casas en aquel momento. Él no quería matar por matar al primero que se cruzara en su camino. Tenía una misión que cumplir y antes que se derramase una gota de sangre debía informarse con toda minuciosidad de aquellos a los que debía mandar al otro barrio. Hoy era el día señalado para aquel jefecillo, si es que le hacía confesar a tiempo. Poco a poco, aquella presión que le atenazaba fue dando paso a una sensación de alivio. Era como una oleada de aire fresco que se iba metiendo por su piel y regeneraba sus tejidos.
Desde la ventana observó el movimiento del Paseo de la Castellana. La calle era como un hervidero, como lava caliente que ora abandonaba el paseo por una punta, ora iniciaba el recorrido por la otra. Cientos de personas anónimas buscando algún resquicio para meterse, conscientes muchas veces de aquella locura de vida en la que viven. Cientos de coches humeantes, conducidos por gentes que, a su vez, desconocen a quienes van andando, que cambian de personalidad ante el volante, imbuidos por la filosofía del momento que busca a toda costa el triunfo, la innovación, la belleza, la fama… Hay que destacar de los demás mortales al precio que sea, aunque sólo sea por un instante… El ruido del portero le hizo volver a la realidad. Alguien había entrado y había llamado al ascensor. Llegó a la planta baja. Se detuvo y a los pocos segundos volvió a subir de nuevo. Confió en que fuera su hombre. Oyó el ruido característico que hacía el montacargas en cada parada y ello le sirvió de referencia. Al mismo tiempo reinició el ascenso por las escaleras.
En el quinto estaba la guarida de la fiera.
Desde la esquina del descansillo del cuarto piso vio pasar a Jaime Delibes. Desde luego, era el mismo individuo al que unos días atrás había visto platicando con “Pelé” a las afueras de aquel mismo edificio.
No era el estomatólogo que se anunciaba en la placa del exterior. ¿Sería locutor? No, la emisora estaba en el sexto. Entonces… por aquel lado sólo quedaba la inmobiliaria.
Rafael traía cinco argumentos preparados. Descartó los que no le servían: el dentista, la emisora de radio, el especialista del estómago, y se apresuró a ensayar de inmediato el que con buena lógica le llevaba a aquella inmobiliaria.

2

Como hijo que era de un constructor vasco, llevaba en la manga una buena coartada. ¿Sería capaz de hacerlo? La dosis estaba ya haciendo su efecto. Expondría el asunto de manera que ninguno de los empleados pudiera resolverlo. Una vez dentro, demandaría con artimañas la presencia del individuo al que llevaba siguiendo varios días. Cuando dejó atrás el cartel de “pase sin llamar”, estuvo a punto de arrepentirse. Era como si todo el aplomo que venía demostrando en la teórica se viniera abajo cuando llegaba la hora de ponerlo en práctica. Su propia conciencia le acusaba del mismo pecado. Durante años había venido practicando aquél sádico ritual de compra y venta. Y poco a poco, movido por una red siniestra de confabuladores, su cuerpo se fue haciendo prisionero de la misma mercancía. Al principio, sus padres le enviaron a un centro de rehabilitación al norte de Palencia. Vañes, un pequeño pueblo a orillas del pantano “Requejada” servía de refugio a medio centenar de jóvenes que se habían visto como él, muñecos de una red al borde de un precipicio. Eran conscientes de que si caían por él no podrían levantarse jamás. Pero aquél bucólico lugar no pudo con la obsesión del picotazo y apenas puso de nuevo el pie en Madrid, cayó de nuevo en aquel mundo que tan pronto le dotaba de fuerzas, como le hacía caer en el abismo. ¿Cuántos jóvenes habían caído como él? ¿Cuántos más caerían en el futuro, estuviera él o no para impedirlo? Ahora mismo sólo le empujaba el recuerdo de las víctimas, la presión constante y cada vez más fuerte de las pesadillas, como si alguien le estuviera echando en cara la deuda que le ataba a los que ya no estaban en aquella vida de intereses y mentiras…
El piso era amplio. Contó hasta seis personas. Buscó con la mirada la presencia del hombre. Ni rastro. Una chica joven le saludó, ofreciéndose muy gustosa a servirle.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle?
Rafael dudó un momento.
—Pertenezco al colectivo Orzú, de construcciones. Muy cerca de aquí estamos edificando y quería contactar con la persona responsable de esta inmobiliaria, para ofrecerle la venta y el alquiler de bajos y oficinas…
Había entrado con buen argumento. Lo había expuesto con claridad. En realidad, no tenía ni idea de los pasos a seguir, pero la improvisación seguía dando sus frutos.
Mientras la secretaria se perdía detrás de una puerta, Rafael buscó con los ojos algo que guardara relación con el mundo de la droga, con su mundo, con el mundo del hombre al que venía buscando.
“¡Maldita sea!”, nunca podría salir de aquella ciénaga.
Estudió por un instante el rostro de una muchacha que manejaba el ordenador. Parecía feliz, ¿lo sería? Otro joven, de pie, revisaba ficheros. La chica que le había atendido asomó la cabeza y le hizo un gesto significativo con su mano, invitándole a que la siguiera.
No se hizo de rogar. Quería verle la cara de cerca. Quería grabar su imagen en la mente y si fuera posible, dejar estampado en su cerebro la firma de la muerte…
La mujer salió y cerró la puerta.
—Buenos días. La secretaria me ha contado algo y… siento decirle que nosotros no nos dedicamos a eso. Tenemos nuestra propia constructora y vendemos o alquilamos, única y exclusivamente nuestros propios pisos. Nuestro reclamo está enfocado hacia el turismo, con ubicación en diversos lugares de la costa…
Aquello era un discurso, quizá con la intención de que se fuera.
Había soltado aquella retahíla de palabras sin mirarle a la cara, pero aquel “traficante” no sabía con quién se jugaba los cuartos. Rafael se dio cuenta en seguida de que aquel individuo mostraba una seguridad a la que era muy difícil poner réplica. Se notaba que estaba habituado a tratar con individuos de baja estopa, como él, embebidos en una sustancia corrosiva que, lo mismo les corona, que los desahucia; tan pronto reyes, como mendigos, regalándose cada día con una especie de concierto donde se dilucida un paso que jamás comprenderán quienes los conocían.
Jaime intuyó algo. Vivía desde hacía varios años tanteando más allá de cada rostro. Tenía como una cierta predisposición y recelo ante la gente que llegaba de improviso con un proyecto que requería otro tipo de trato.
Miró al joven. Era alto y delgado, muy delgado. Sus ojos parecían estar vacíos, como perdidos en una especie de borrasca que él conocía muy bien. “Él había tenido el privilegio de alejarse pronto, porque, si dejabas que te dominase aquella especie de caballo que por un instante te hacía ver lo que querías, te hacía sentir lo que deseabas… Si te dejabas envolver en aquella especie de nube protectora –pues como tal se te representaba–, tarde o temprano podías perder la vida, machacando la vida de los tuyos.” Fue como si una luz interior le estuviera advirtiendo de la perdición a la que estaba abonado aquel muchacho que tenía enfrente. Por eso no le pillaron de sorpresa sus palabras…
—Mi padre es constructor, es cierto… pero yo no he venido aquí para hablar de negocios. Al menos, de esos negocios…
Rafael se levantó y caminó hacia la ventana.
—Entonces, ¿Qué sentido tiene seguir hablando?
— ¿Sabe una cosa? Soy parte de su producto.
Jaime Delibes le miró sorprendido. No entendía aquél cambio de planteamiento.
—No lo entiendo…
—Sí, hombre. Ya sabemos que usted se considera una pieza superior en este rompecabezas, pero es un mierda más…
Aquello era un insulto. Un tío al que no conocía de nada le había insultado. Y él lo estaba permitiendo.
— ¡Oiga!, No le consiento…
— ¡Chsss! Tengo la palabra. No he terminado de exponerle los motivos que me han traído hasta aquí. Usted no sabe que soy vendedor y testigo accidental de algunas historias que posiblemente partieron de este despacho y por lo mismo le comprometen… Le comprometen muy seriamente.
Jaime se removió como tocado por un rayo.
— ¿Qué coño quiere? ¡Diga de una vez lo que quiere de mí!
— ¡Venganza!
— ¿Venganza? Yo a usted no le conozco de nada… ¿Qué sentido tiene la venganza?
Rafael anduvo despacio hacia la mesa. Apoyó las manos en ella y con una mirada desafiante dijo:
—Usted sabe que muere mucha gente. Usted sabe que mucha gente está sufriendo. Usted está haciendo negocio con el sufrimiento y la muerte de mucha gente. Yo he venido a buscarla, pero no a cualquier precio. De momento, quiero que me prepare para mañana 2 millones de euros.
Las acusaciones de aquel individuo y ahora el dinero que exigía habían desbordado con creces su control. Jaime Delibes estaba a punto de perder el dominio de la situación.
— ¡Esto es un chantaje!
—Llámelo como quiera.
—Muchacho… creo que te has equivocado de puerta. El Psiquiatra está en la planta de arriba…
—Usted sabe que no me he equivocado. Sé lo que pasó en el almacén de Coslada. Por ejemplo… sé que Pelé está directamente implicado en aquellas muertes, y usted sabe que, si le voy con este asunto a la policía, usted puede verse salpicado… porque me da en la nariz que tiene mucho que decir al respecto ¿o no? Mire, le prometo que con ese dinero devolveré parte de la deuda que usted y yo tenemos contraída con algunas familias, a quienes una maldita droga… la suya, la mía… les arrebató a sus hijos, ¿lo recuerda?
Jaime comenzaba a perder los papeles. Estaba ultimando los detalles para salir de viaje hacia Galicia. Todo marchaba bien hasta que un sujeto desconocido le venía con una historia. Quería vengarse en nombre de algunos drogadictos que habían muerto por consumir una partida adulterada.
Un salva patrias de los muchos que circulan por una ciudad como Madrid.
Él estaba habituado a desenvolverse con diplomacia en los ambientes de negocios, con la única salvedad de Don Carlo Volpini, a quien de alguna manera servía ciegamente.
Cuando aquel tipo se sentó de nuevo y cruzó una pierna sobre otra, Jaime distinguió un bulto pronunciado en el calcetín de su pierna derecha. “Seguramente es el tabaco” –pensó –. Pero, no, siguió observando y comprobó que el tabaco lo llevaba en el bolso izquierdo de la camisa.
Tenía que arriesgarse. Una vez más intuyó que la valentía de su antagonista venía precedida por una buena dosis de heroína. Desde luego, no le había engañado. Era vendedor y testigo. Pero tampoco le había contado toda la verdad. Estaba enganchado y aquello era suficiente para perderlo todo en un segundo.
Apremiaba el tiempo. Jaime Delibes, relajado de nuevo, fijó sus ojos en la taladradora que estaba encima de la mesa. Que descuidado era, no se la había devuelto al chico de mantenimiento.
Le había solicitado con las manos a Rafael que se calmase, que bajase la voz, que se tranquilizase, que atendería su petición…
Su rival estaba distraído. Acarició la máquina de hacer agujeros. Puso el mayor teatro en dar normalidad al gesto de cogerla y soltarla de nuevo, mientras calculaba mentalmente la distancia que les separaba. Y lo hizo. No sabría explicar cómo, pero lo hizo. En décimas de segundos aferró con fuerza el aparato, se echó hacia adelante, casi volcado encima de la mesa y moviendo su brazo le alcanzó de lleno en la cabeza a su sorprendido visitante.
El vengador cayó como fulminado por un rayo.
Jaime no perdió ni un segundo. Extrajo la bolsa de plástico que llevaba en el calcetín y sonrió al comprobar que no se había equivocado. Un botellín de agua, una cucharilla, limón, algodón y jeringuilla. Mientras preparaba una sobredosis, se felicitó porque no había perdido práctica y todo lo que sabía de atrás iba a servirle para salvar aquella situación comprometida.
Con el encendedor calentó el agua con la mezcla que había depositado en la cuchara, lo depositó sobre la mesa y finalmente lo succionó con la jeringuilla. De nuevo, repitió la operación, llenando de agua la cuchara y confiando en que ninguno de los empleados entrase en aquel momento. Más de dos minutos le llevó localizar la vena. Cuando lo hizo, se la inyectó sin compasión alguna. Limpió con su pañuelo la jeringuilla, que introdujo primero entre las manos del caído y después en la bolsa y, con decisión caminó hacia la puerta.
Unos minutos más tarde, la noticia era ya un clamor por todo el edificio: Un joven drogadicto había atacado al director de la inmobiliaria, después de inyectarse una sobredosis de heroína.

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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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