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Rueda de Traficantes 16

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Jaime sonrió. Todo iba bien. Él no se fiaba ni de su sombra y con esa sensación de autocomplacencia se alejó de la ventana, se acercó al mueble bar y se sirvió un zumo..


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


                    16




CAPÍTULO XII

1

Karina, al volante de su coche, se dirigía al centro de la ciudad, recapacitando sobre lo que acababa de suceder en la finca de don Carlo Volpini. El denso tráfico que la obligaba a esperar en las numerosas retenciones creaba el ambiente adecuado para la meditación. Se imaginó a Don Carlos haciéndose sus propias reflexiones en relación con su visita. No se le escapaba a Karina que la poderosa inteligencia del rey del narcotráfico se había dado perfecta cuenta de que ella no había acudido simplemente a informarle. Esta visita de hoy se diferenciaba claramente de las anteriores y él tenía que haberlo captado. No se había limitado ella a informar, había acudido deliberadamente a provocarle. Su vestimenta, la exhibición de streap tease que había realizado antes de tirarse a la piscina, su claro ofrecimiento al tumbarse desnuda sobre la hierba, evidenciaban con claridad su intención provocadora.
Pero ¿era solamente eso lo que ella buscaba? Karina estaba segura de que Carlo Volpini, astuto como ningún otro, se estaba haciendo en aquel momento una y otra vez esa pregunta. Sonrió. Posiblemente la conclusión que Don Carlos aceptaría como más verosímil fuera la de que ella aspiraba a convertirse en su querida, su favorita. “La Favorita”, la ópera de Donizetti que emitía su aparato de radio. Y miren cómo acabó aquella mujer, repudiada por su marido y abandonada por su amante monje. Es más, él la señaló el límite, la mostró que era él quien marcaba el juego, al abofetear inmisericorde nada menos que al jefe de seguridad. Y llegado a este punto de la reflexión, es seguro que el rostro de Don Carlos había mostrado una amplia sonrisa como expresión inequívoca del poder que ostentaba. Su orgullo de macho se había satisfecho. ¡Ah!, pero Don Carlos no se percató de la mirada de apoyo que ella había dirigido al ofendido jefe de seguridad. Y ahí estaba precisamente su triunfo, la baza que utilizaría la mujer en su juego, la ficha que podía mover para dar jaque al rey. Siguió pensando en Don Carlos. ¿Sería capaz de visitarla en el burdel de lujo que dirigía? Sí, seguro que sí, porque era mucha la curiosidad que él sentía hacia ella. Durante su estancia en la finca, había percibido sin ningún atisbo de duda su admiración, y a lo largo de la hora y media transcurrida allí, esa sensación de él no había decaído en ningún momento. La opinión favorable que él tenía de ella era firme. La visitaría, aunque ella no podría mostrarle una sala de poder con un hombre sin piernas manejando los mandos. Ella sólo podría enseñarle su despacho-jardín, con plantas y con flores, donde las señales de colores no centelleaban, ni había máquinas grises que emitían sordos zumbidos como señal de vitalidad. No, allí no se mostraba poder, no se exhibía prepotencia, allí lo que se ocultaba era la astucia femenina en forma de micrófonos y de cámaras ocultas. Y es allí donde ella le esperaría para atraparle en sus redes. ¿Y el jefe de seguridad? Sólo había estado con Marcelo durante unos segundos, por lo que el juicio sobre él no podía ser definitivo, pero tantos años de experiencia en el trato con los hombres le indicaba que se trataba de una persona despierta, aunque sin preparación intelectual. Y no era sorprendente que así fuera, porque tenía indicios de que Don Carlos no quería cerca de él a personas que pudieran hacerle sombra, que fueran capaces de destronarle. De ahí su recelo hacia las mujeres y de ahí surgía la explicación de haber colocado en el puesto de mando de todas aquellas máquinas a un hombre lisiado, que por serlo y saberlo se sentiría frustrado, buscando una sensación de derrota en la vida, una salida en la electrónica. Ángelo era uno de esos sabios que viven sumergidos en su propio mundo, en una aislada torre de marfil, sin importarle nada fuera de su trabajo. Para ese tipo de grandes cerebros los momentos de felicidad se reducen a recibir un nuevo aparato para sus investigaciones, mejor y más sofisticado que los anteriores, y a realizar con él nuevos descubrimientos… De pronto se dio cuenta de un error. Bueno, no era error, sino olvido, una falta que podía tener solución. No le había preguntado a Marcelo, cuando se cruzaron sus tarjetas, cuál era la mejor hora para hablar con él por teléfono. Bien, le llamaría a distintas horas para localizarle en casa.

2

Así lo hizo, y fue algo después de las diez de la noche cuando consiguió hablar con él.
— ¡Ah, Marcelo! Soy Karina.
— ¿Karina…? –preguntó él, intentando recordar.
Karina sonrió.
—Nos hemos conocido este mediodía en la finca.
—Sí, lo recuerdo –accedió con vivacidad.
—Me gustaría conversar con usted. ¿Puede ser esta noche?
Él tardaba en responder. Probablemente le había sorprendido la llamada y la petición.
—Pues…
—Anímese, Marcelo. Le gustará esto. Se relajará… Me siento en cierta manera culpable de lo que le ha sucedido hoy y quería recompensarle. Yo dirijo este negocio y le atenderé personalmente. Para evitar problemas, en vez de venir en su coche puede alquilar un taxi. Esto es perfectamente legal, no tiene nada que temer.
Karina escuchó un suspiro, que bien podía ser de resignación.
—Está bien. Iré –dijo al fin.
Una hora después sonó el teléfono interior en el despacho de Karina.
—Un tal Marcelo pregunta por usted –le anunció la telefonista.
—Dígale que pase a mi despacho.
Cuando entró Marcelo, Karina se levantó de su butaca y le dedicó una amplia sonrisa. Se acercó y le ofreció la mejilla. El hombre la besó con cortesía.
—Sentémonos ahí, Marcelo.
Le invitó a sentarse en una butaca, y ella se sentó en otra frente a él. Entre ambos había una mesa baja.
— ¿Cómo se siente? ¿Está ya más relajado?
A Marcelo se le veía inquieto. Lo primero que ella debía conseguir –pensó Karina –, era tranquilizarle. Quizá estuviera abrumado por la espectacularidad de la habitación, por su lujo, por su originalidad. Había que quitarle ese miedo, ese complejo de inferioridad.
— ¿Qué le parece la habitación?
Marcelo paseó su mirada incierta por el lugar.
—Es muy hermosa. Parece un jardín.
—Quizá prefiera un lugar más convencional –dijo levantándose–.
Venga, Marcelo, vayamos a esa habitación –añadió señalando una puerta al fondo.
Antes de dirigirse a ella, cogió el teléfono.
—Que no me moleste nadie.
Y cerró la puerta con pasador.
Luego acompañó a Marcelo a la otra habitación, amueblada con gusto y de dimensiones más reducidas. Había una amplia cama, un armario de dos cuerpos, una mesa baja y varias butacas. Karina encendió una lámpara de luz tenue, azulada.
—Siéntese –y se sentaron en dos butacas, frente a frente, con la mesa entre ambos–. Necesito una copa, ¿quiere acompañarme? – propuso Karina.
—Bien.
Marcelo seguía cohibido.
— ¿Qué le gustaría tomar? –volvió a preguntar ella, levantándose.
—Pues…
—Yo voy a tomar un gin tonic.
—Bien, está bien.
Karina preparó las bebidas y se acercó con ellas.
—Bebamos –anunció, llevándose la copa a los labios.
Marcelo la imitó en silencio. Karina había puesto ya en marcha toda la serie de micrófonos y cámaras ocultas situados en distintas posiciones por toda la habitación.
—He quedado impresionada visitando el edificio de don Carlos. Es increíble. Sobre todo, me ha impactado aquella especie de sala de mandos de una nave espacial manejada por Ángelo. Es impresionante.
Marcelo ofreció una sonrisa forzada. Era evidente que se sentía inquieto.
—Sí, llama la atención –concedió.
—Luego le enseñaré esto –dijo Karina con un movimiento de manos indicando abarcar el conjunto del edificio–. Como habrá visto, es un burdel de lujo. Mi clientela es de lo más selecto: políticos, hombres de negocios, magistrados, militares de alta graduación, profesionales brillantes en muchas especialidades… Gente así. Y mis chicas son de lo mejor. Aquí se paga por unas horas lo que un trabajador gana de salario mínimo en todo un mes. Y es clientela fija, asidua, porque aquí guardamos absoluta discreción y ofrecemos un trato exquisito. ¿Qué le parece?
—Eso está bien –esta vez no titubeó. Parecía más tranquilo.
—Este es un negocio absolutamente legal. Nunca he tenido problemas con la ley. Llevo en esto muchos años y esta empresa es la más prestigiosa en su especialidad. Nos respetan… Pero beba, Marcelo –y ella bebió otro trago. Marcelo la imitó –. Es duro don Carlos, ¿verdad? Debe ser difícil trabajar junto a él. ¿Cuántos años lleva usted sirviéndole?
La palabra “sirviéndole” era humillante y por ese motivo la empleó.
—Doce años.
— ¡Doce años! Son muchos años.
—Sí.
—Suficientes para acostumbrarse a recibir golpes.
—A eso nunca se acostumbra uno –puntualizó con una firmeza que agradó a Karina. Era señal de un resquemor que permanecía fijo en su interior.
—Lo comprendo. Una nunca se acostumbra a lo difícil. A mí también me sucede algo así. No a su nivel, por supuesto. Pero el caso es que nunca es agradable trabajar para otros, sobre todo si los jefes son de carácter fuerte. Se sufre mucho.
—Así es.
Karina se recostó en su butaca, pensativa.
— ¿Sabe?, a veces me siento incómoda y suelo tener la tentación de mandarlo todo a paseo y de establecerme por mi cuenta, sin que nadie me mande. Ser yo quien mande –se incorporó ligeramente y le miró –. ¿No ha pensado usted algo así alguna vez?
—Sí, la verdad es que sí lo he pensado.
Karina volvió a recostarse y continuó con sus reflexiones en voz alta.
—Si es cierto que nos gustaría salir y volar libres, sin jefes que nos atosiguen tanto, ¿por qué no lo hacemos?
Siguió un momento de silencio que ella mismo lo rompió.
— Yo le diré por qué no lo hacemos... Porque estamos demasiado apegados a las tradiciones, porque nos dan miedo las nuevas situaciones. Creo que es por eso. ¿a usted qué le parece? –preguntó mirándole.
—Sí, creo que es por eso.
—Pienso en ello a menudo y tengo el presentimiento de que únicamente daría ese paso hacia la libertad si se me presentara una situación límite. Creo que nunca daría ese paso por mí misma, tendría que recibir un empujón de fuera para organizar mi futuro de otra forma. ¿Le aburro con mis reflexiones?
— ¡Oh, no, doña Karina! Opino lo mismo que usted.
—Bebamos –propuso Karina, y bebieron–. Yo monté este negocio por encargo de mi jefe. Él puso el dinero y yo mis ideas y mi dirección. Me paga un buen sueldo, eso es cierto, pero yo le doy a ganar la cifra que me paga multiplicada por veinte. ¿Cree usted, Marcelo, que eso es justo?
—No, no lo es.
—Lo sé, me doy perfecta cuenta de ello, pero a pesar de eso me horroriza dar el salto y convertirme en mi propio jefe. Y estoy plenamente convencida de que si lo hiciera tendría éxito, triunfaría. Mi falta de voluntad hace que me considere una estúpida.
—No, no lo es, doña Karina. Usted vale mucho.
— ¿Lo crees así, Marcelo? -le tuteó por fin.
—Sí.
—Me alegra oír eso. Le estoy haciendo confidencias que a nadie he hecho, porque siento la necesidad de desahogarme con alguien, de confiar en alguien. Las personas que se mueven aquí, y en mi entorno en general, están relacionadas con el negocio, no son amistades verdaderas. Soy soltera y mi vida gira en torno a esta empresa.
Necesitaba desahogarme con alguien ajeno a todo esto, y le he encontrado a usted. Esto ha sido algo inesperado, providencial… –de pronto cambió su expresión y apareció en su rostro un rictus de preocupación –. A no ser qué… –añadió mirándole fijamente.
Marcelo se inquietó.
— ¿Qué…?
—A no ser que usted no haya venido como amigo, sino a espiarme y a recoger información para luego pasársela a don Carlos.
Marcelo reaccionó de una forma que a Karina le pareció sincera.
— ¡Oh, no, doña Karina! Le juro que nada de lo que hablemos usted y yo en privado lo sabrá él. Y esta visita es privada.
Karina sonrió, tranquilizada.
—Me alegra saber eso, Marcelo, porque necesito a alguien en quien confiar, a una persona sensible como usted, que vive y siente problemas similares a los míos. Podemos desahogarnos mutuamente para hacer así más llevaderas nuestras vidas. Esto puede ser una buena terapia para aligerar las tensiones emocionales negativas, ¿No lo cree así, Marcelo?
—Tiene usted razón.
Karina se levantó y se acercó al mini bar, regresando con dos platos de almendras saladas. Ofreció uno de ellos a su invitado.
—Tome, Marcelo. Esto entra bien.
Marcelo cogió el plato y probó una almendra.
—Están deliciosas.
Karina le miró con atención. Marcelo era un hombre de estatura media, de hombros anchos y corpulentos. Sus facciones eran más bien toscas, de piel castigada por el sol. Su cabello corto y negro, comenzaba a blanquear hacia la zona de las patillas. Su frente no era ancha en absoluto. Sus ojos no miraban en profundidad. Karina le calculó unos cincuenta años.
—Habla usted bien el castellano. Su deje es italiano.
—Nací en Catania.
— ¡Oh, Catania! Conozco esa ciudad.
— ¿Es usted también italiana?
Karina sonrió. Su sonrisa era deliciosa, relajante.
—No, soy española. Pero he viajado mucho por Italia. Me encanta aquella tierra y sus gentes. Los italianos son muy cordiales. Aun cuando, por su gusto, hay excepciones, como aquí, el carácter mediterráneo es abierto y alegre en general, y eso es bueno.
Durante largo rato hablaron de Italia, y para satisfacción de Karina, Marcelo se explayó con espontaneidad y exuberancia. Se había relajado totalmente, tanto que dejó vacíos la copa y el plato, carencia que Karina se apresuró a solucionar, llenándolos de nuevo.
En un momento de la conversación, en el que Marcelo se reía a carcajadas, Karina estimó que debía dar un paso adelante.
— ¿Por qué no nos tuteamos? Somos amigos, ¿verdad, Marcelo?
—Sí, Karina.
—Bien, ¿qué te parece la torre de Pisa? Si nos lo permitieran, entre tú y yo podríamos enderezarla…
—Sí, Karina, es una gran idea.
Y la celebraron con más risas.
Continuaron hablando sobre temas intrascendentes y se despidieron muy amistosamente poco antes de las doce, con la promesa de citarse por teléfono para reunirse en una próxima ocasión.

3

Doce días después de aquella llamada en la que al periodista Blas Ledesma se le pedía silencio, Regina, la mujer de su vida, seguía en paradero desconocido. A su madre fue fácil engañarla. Se le dijo que la empresa había adelantado el viaje a Copenhague y pasaría un mes concentrada en un hotel de aquella ciudad. Por otra parte, nadie llamó durante aquellos interminables días. Muchas tardes, después del trabajo en la redacción, el joven volvía al yate con la esperanza de encontrarla. Pensar que su novia estaba siendo torturada, que alguien la vigilaba constantemente, incluso que la infringieran violación o malos tratos, le sumía en una depresión de la que no lograba desembarazarse. Si un individuo libre como él, después de defender como profesional y como persona todos los derechos que le asisten al hombre en situaciones parecidas, se encuentra cara a cara con la mentira que parece levitar en todos los campos, algo dentro del cuerpo se rebela, pide explicaciones, busca una salida. Quiere una respuesta que le devuelva el derecho mínimo de la libertad a que aspira toda persona. ¿Quién le pedía silencio? Después de concertar un aplazamiento con el director de su periódico, repasa una y otra vez el reportaje buscando algún indicio, una señal, un nombre que no sea el del infortunado Pedro Tazo. Nada. Sólo un vacío tremendo. Se siente rodeado de vacío. Sólo en el mundo, enfrentado a un secuestro con el que un poderoso traficante pretende silenciarle. Desde el otro lado de la calle, observa el movimiento en torno al edificio donde se ubican los almacenes de “Modas Marconi”.
Baja del coche y se dirige a la puerta principal.
El almacén es una especie de laberinto por donde desfila un río de maquinaria.
—Quería hablar con el jefe –le pregunta a una mujer que está recogiendo trozos de tela.
Ella le señala con la mano el piso superior.
—Tiene que subir por aquella escalera que hay al fondo del pasillo. Pregunte por Cajigal.
—Gracias.
Estaba en la boca del lobo. Lo presentía. Pero no iba a aquel encuentro por Regina. Allí no iba a encontrar nada que no supiera sobre ella. Por un momento pareció dudar. ¿Y si Regina sabía algo? ¿Y si estaban implicados todos los que trabajaban en el almacén? Pero, no, si hubiera sido así, “Modas Marconi” habría caído ya. Era muy difícil guardar un secreto cuando tantas personas lo conocían.
En realidad, no tenía muchas esperanzas de encontrar nada. Posiblemente, un empleado del almacén –que ya no estaría en nómina – recibió la orden de ir a pagar una fianza para que dejasen libre a Pedro Tazo. Y éste, precavido, debajo de su firma, había dejado claro que aquello lo hacía en representación de “Modas Marconi”. El empleado en cuestión se llamaba Julián Gustems, y apenas llevaba trabajando allí cinco semanas. La oficina daba a un patio interior. Por la claraboya del techo se filtraba la luz y desde el largo pasillo que daba acceso al pequeño despacho, protegido por una barandilla, podía verse todo el movimiento del almacén. Los pasillos exteriores estaban engalanados con retratos de las modelos más cotizadas del momento: Naomi Campbell, Elle MC/Pherson, Cindy Crawford, Claudia Scheffer, Valeria Mazza y también las españolas Mar Flores y Sofía Mazagatos. Ya en el interior de la oficina, en la pared de la derecha, aparecía la foto de Linda Evangelista en un cuadro de grandes proporciones. La recordaba. Estaba sobre una pasarela, luciendo un modelo de noche. Sobre un fondo azul marino destacaba un letrero luminoso que parecía vivo: “Modas Marconi”.
Todo el mundo trabajaba ajeno al intruso. La puerta de la oficina estaba abierta. Blas tocó ligeramente con los nudillos en ella.
— ¡Adelante! –habló un hombre de unos cuarenta y cinco años, sentado ante un mar de papeles.
— ¿Es usted Cajigal? –preguntó Blas.
— ¡El mismo que viste y calza!
Aquella expresión típica fue el empujón que necesitaba para presentarse. A primera vista le pareció un buen hombre, pero la vida le había enseñado a no sacar rápidas conclusiones. El conocimiento de las personas se verificaba después de un largo y profundo contacto. Y a veces, ni eso era suficiente para sacar juicios acertados sobre el carácter de los otros.
—Me llamo Blas Ledesma. Soy periodista.
No había mentido en nada. Odiaba la mentira. Sabía que una mentira le conduciría a otra, y luego a otra y, al final se encontraría con una maraña difícil de desentrañar. Pensó en añadir, incluso, que una de las chicas que trabajaban para la empresa, era su novia. Se contuvo. Acaso aquel hombre la citase sin necesidad de recordarle el vínculo, porque de algo estaba completamente seguro, alguien de aquella firma estaba relacionado con el secuestro de Regina.
Cajigal, que hasta ese momento no había dejado de clasificar los papeles que tenía amontonados sobre la mesa, se echó hacia atrás sobre la silla.
—Siento decirle que todo lo relacionado con la prensa y la publicidad se gestiona en Madrid. Mi posición aquí es temporal. Ocupo el cargo desde que Gustems fue trasladado a otro lugar hace unos meses.
— ¿Julián Gustems?
Cajigal parecía sorprendido.
— ¿Le conocía?
—Sí –mintió por primera vez –. Me atendió en otra ocasión. Fue con motivo de un importante premio que daba esta cadena de almacenes. Le ganó esa chica del cuadro: Linda Evangelista. La foto se la hizo mi compañero Rovira.
El hombre se levantó y fue hacia el cuadro. Abajo, en letra diminuta, aparecía destacado en negrita el nombre del autor de la foto. Era, efectivamente, Albert Rovira.
— ¿Y qué es lo que quería?
—He venido porque tenía concertada una entrevista con Regina Cuevas, comercial de esta casa…
Blas hablaba despacio, estudiando el rostro de su antagonista.
Hizo una pausa y prosiguió.
—Tenía que viajar en estos días a Copenhague, pero no acudió a la cita, ni he podido contactar con ella con posterioridad. Nadie sabe dónde está…
A Blas le pareció que el argumento tenía bastante consistencia.
Cajigal asintió.
—Sí, la conozco. Es una buena chica. Pero ignoro los proyectos que tiene. Aquí viene regularmente, pero no interviene en ningún planteamiento de trabajo. Sé que en otro tiempo estuvo en el almacén, en la sección de corte y confección, y… nada más. No puedo decirle nada más…
Blas Ledesma contaba con aquella respuesta. Intuía que algo ilegal se movía en aquel entorno. Algo le decía que estaba cerca del misterio, pero un muro de cemento emergía de pronto, negándole la visión del otro lado.

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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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