Al abrirla, un aroma tenue de fruta y tiempo flotó en el aire, mezclándose con el polvo que acariciaba los rincones de la cocina. Dentro no halló dulce, sino fragmentos de vida: monedas gastadas por dedos infantiles, botones que habían sostenido telas que abrazaron cuerpos en crecimiento, un mechón de lana amarillenta que había servido para un abrigo improvisado en inviernos claros y un pequeño trozo de corcho que selló algún frasco de miel dorada. Cada objeto era diminuto y al mismo tiempo vasto, como un mapa secreto del mundo que lo rodeaba. En las monedas resonaban los pasos sobre la tierra húmeda del camino, en los botones el roce de la tela y del lapso que pasa sin prisa. Y, en la lana, la calidez de la paciencia diaria, del gesto callado que cuida y acompaña. El corcho parecía guardar la dulzura de los días de verano, cuando el sol se posa sobre los techos de teja y el viento trae el perfume de los trigales y las
flores silvestres, mezclado con el aroma lejano de pasto recién cortado. La
vida rural se desplegaba en esos objetos: silenciosa, generosa, con la capacidad de llenar los días sin estridencias ni afán de fama. Y al sostener la lata sintió que la verdadera riqueza no estaba en lo que brillaba ni en lo que otros admiraban, sino en lo pequeño, en lo constante, en lo que sostiene la rutina con ternura. La luz que se filtraba por la ventana hacía brillar los bordes gastados y con ellos, los recuerdos que guardaba: un universo entero de bondad cotidiana y de tiempo vivido con atención y cuidado. Cada sonido del entorno, el goteo de agua del grifo del patio, el murmullo de las hojas y las letanías del aire entre el musgo, parecían acompañar aquel instante de reconocimiento profundo. Volvió a colocarla en su estante, no como un simple recipiente, sino como un santuario donde lo ordinario se convertía en extraordinario. Allí permanecía su cáliz: la vida buena, la que se hace sin prisa, con manos abiertas y corazón atento, entre la madera, la tierra, los aromas y el sol que entra por las ventanas, acariciando los recuerdos precavidos. Eso nos cuenta
Tiburcio antes del café, ocupando su entorno, pleno de
otoño. Sea.
Una verdadera "máquina del tiempo" esa vieja y ajada lata de membrillo de la estantería que, cada vez que se la abre, destila vida del pasado a través de los objetos, totalmente deteriorados por el paso del tiempo que, no obstante, todavía encierra en su interior. Un tesoro a tan sólo un palmo del suelo donde la estantería se encuentra adherida a la pared. Saludos.
ResponderEliminarUn saludo para todos y Feliz Navidad. Fdo. J. César Izquierdo
ResponderEliminarLa vida pasa como pluma que se eleva en el viento cuando bate con fuerza y, sin embargo, basta un mínimo encuentro para que algo mueva ese poso que está siempre en nuestro interior y es capaz de emocionarnos y hacernos revivir por unos instantes, aquello que permanecía como un buen amigo acompañando siempre. Como siempre, Julio César, dando lo mejor.
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