Aquellas viejas máquinas
Recuerdo que la máquina de escribir, desde que un día casualmente comenzase a tomar contacto con ella, siempre me gustó y hasta me llegó a apasionar un tanto. Reconozco que para mí era una diversión escribir a máquina, simplemente por el mero placer de escribir; aunque en muchas ocasiones, lo que escribía, copiado de alguna página de algún libro o acaso del periódico, cuando la hoja de papel –escrita por las dos caras- acababa llena de letras, iba directa a la papelera.
Aprendí a escribir a máquina tempranamente en Palencia, en una academia al uso, al estilo tradicional y a base de repetir y repetir las absurdas palabras que se impresionaban sobre el papel presionando una a una las teclas contiguas en una determinada fila de la máquina. Y así una y otra vez fila por fila del teclado.
Y tanto me gustaba escribir a máquina que, durante los últimos años de estudiante en Palencia, pasaba a máquina algunos temas a algunos de los profesores del Centro. Y lo hacía por puro placer, como decía, porque me gustaba. A cambio recibía por su parte alguna pequeña compensación económica, pero ese no era el motivo principal del trabajo, como he reconocido más arriba.
Y lo que son las cosas, que el saber escribir a máquina y hacerlo, además, a una elevada velocidad, considerada en aquel tiempo como las 250-300 pulsaciones por minuto, me permitió obtener a finales de los años 70 una plaza como funcionario en la administración. Porque, ¿dónde mejor que con un trabajo así para poder desarrollar mi afición por la máquina de escribir?. Instrumento que, con el paso del tiempo, evolucionaría ostensiblemente: desde aquellas primeras y pesadas máquinas a las que llamábamos “a pedal” porque la presión sobre las teclas se hacía con un fuerte impulso, pasando luego por las eléctricas, más cómodas y con una pulsación muy suave, hasta llegar al actual ordenador en sus diferentes formas. Con una convivencia en este último caso, durante algunos años, con las máquinas eléctricas con una pequeña pantalla incorporada –entrando ya en el mundo de la electrónica-, donde se podía visionar el texto que se iba escribiendo, hacer borrados, intercalar palabras, párrafos, etc., etc. Lo que nos quedaba por evolucionar todavía en aquellos años 70 en este aspecto de la máquina de escribir…
SOBRE ESTA BITÁCORA
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José Javier, yo también aprendí mecanografía con una vieja máquina de escribir, de esas que obligaban a pensar cada letra antes de golpearla. No sé por qué me ensañé con la letra de un pasodoble dedicado al torero El Cordobés, una letra que nunca he logrado encontrar en internet y que decía: “Estando porfiando la plaza entera, pisa la arena del redondel, el dardo y la fragancia de Andalucía la tenía la muleta del Cordobés…”
ResponderEliminarLa repetía una y otra vez, incansable, buscando que algún día me saliera entera, sin un solo error, sin una tecla fallida. Aquella obstinación era mi forma de aprender: equivocarme, corregir y volver a empezar. Hoy, con el teclado de las computadoras, agradezco enormemente aquel esfuerzo, porque puedo escribir sin tener la vista fija en las teclas. Las manos recuerdan lo que la memoria aprendió a base de paciencia y repetición.
Pues así era nuestro aprendizaje, a base de repetir y repetir. Y, lo que son las cosas, a mí me gustaba escribir a máquina. Y de ahí las peripecias que cuento en el relato. Agradecido por tu comentario. Saludos.
EliminarTu escrito de hoy, J. Javier, me trae recuerdos similares a los tuyos. A mí me regalaron mis padres una Olivetti cuando tenía unos 14 o 15 años, y aprendí por mi cuenta el “método ciego”, a base de practicar y repetir siguiendo el manual. Cuando vine a vivir a Palencia, a los 17 años fui a la Academia Gutiérrez, y allí cogí velocidad, y logré como tú llegar a las 250-300 pulsaciones a base de entrenamiento. Me presenté a plazas de bancos y cajas y alguna oposición, pero mi problema era que durante el examen me ponía nervioso y me temblaban los dedos, por lo que no podía apenas controlar las teclas, con lo cual era imposible aprobar. En mi trabajo siempre la máquina de escribir estuvo presente y, como tú, fui testigo de su evolución a eléctricas, y después con pantalla hasta la llegada del ordenador que todo lo cambió.
ResponderEliminarPues allí mismo, en la Academia Gutiérrez, fue donde acudí yo también durante un verano para aprender a escribir a máquina. Y luego ya fue todo seguido. Me compraron en casa una máquina Olivetti Studio 45, y allí me pasaba muchas horas, con las peripecias que cuento en el relato. Muchas gracias, Alfonso, por tu comentario. Saludos.
EliminarCoincidimos, Javier, en academia y en el modelo de máquina de escribir de color verde, que aún conservo.
EliminarNunca llegué a aprender a escribir con pulsaciones. Comencé a los 14 años con la Olivetti aporreando su teclado con el dedo corazón de la derecha inventando historias del Oeste al estilo de Marcial Lafuente Estefanía y aún sigo así escribiendo en el ordenador. Redacté cientos de demandas judicialñes con la Lexicon con el mismo dedo sobre triple hojas intercaladas en papel de calco que acababan rehechas a la madrugada porque me equivocaba y no existía posibilidad de corrector. Luego llegó el fabuloso invento de las primeras máquinas correctoras que aliviaban mi torpeza. Coleccioné todas las que usé como museo a la ímproba tarea de la escritura. Hoy, conservo mi torpeza redactando y publicando libros, pero sigo haciéndolo con el dedo corazón. Preciosa idea y mejor entrada, Javier.
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