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Orígen del Condado de Barcelona


DE 788 A 802

Ni Carlomagno ni su hijo Luis habían renunciado a sus proyectos sobre España. Uno y otro tenían honra que vindicar, pérdidas que resarcir y ambición que satisfacer: y la asamblea de Toledo que hemos mencionado, no había sido estéril; se acordó en ella una nueva invasión, y se realizó con la ayuda y cooperación que había ido a ofrecerles a Tolosa aquel jefe de frontera Balhul, uno de aquellos moros de quienes dice la crónica árabe:

"que acostumbrados a ser independientes en sus gobiernos, se mantenía en ellos con artera y vil política, buscando la amistad y el favor de los cristianos, para no obedecer a su señor ni servirle, y cuando ya no podían sufrir la opresión de los cristianos, fingían ser leales y buenos muslimes, y se acogían al rey, y que por esta causa se había perdido aquella frontera". 

Viene, pues, otra vez el ejército franco-aquitanio. Gana fácilmente los lugares fronterizos: Gerona, tres veces en un año tomada y perdida por musulmanes y cristianos. La antigua Ausona, tan floreciente en otro tiempo, y en aquella sazón casi deshabitada; Caserras, situada sobre una alta roca; el fuerte de Cardona, en la pendiente de un desfiladero; Solsona, Manresa, Berga, Lérida, todas fueron cayendo sucesivamente en poder de los francos, que se dedicaron a fortificarlas, como quien pensaba hacer asiento en el país, que fue el núcleo de lo que había de llamarse luego Marca Hispana, y quedó por entonces encomendado al Conde Borrell. El gobernador de Barcelona Zaid rehusó entregar la plaza, según había ofrecido. Tal era la fe de los moros. Quedó Barcelona para ser especial objeto de una gran cruzada por parte de los francos.

En el primer año del siglo IX se celebraba en Tolosa una solemne asamblea, especie de Campo-de-Mayo, presidida por el rey de Aquitania. Se trataba de formar una gran liga de todos los condes y leudes francos y aquitanios para la conquista de Barcelona. El duque Guillermo de Tolosa fue el orador más vehemente y el instigador más fogoso en favor de la expedición. Ardía en deseos de vengar el desastre de Orbieu. El discurso de aquel Guillermo, entonces duque y después santo, arrastró tras sí los votos de toda la asamblea. Francos, gascones, godos y aquitanios, de Tolosa, de la Guinea y de la Auvernia, provenzales y borgoñeses, enviados como auxiliares por Carlomagno formaron el gran ejército expedicionario que fue dividido en tres cuerpos. En el otoño de aquel año (801), una numerosa hueste cristiana derribaba los árboles de las cercanías de Barcelona, levantaba estacadas, construía torres de madera, armaba escalas, arrastraba piedras, manejaba arietes y todo género de máquinas de batir. Un moro, seguido de una muchedumbre, paseaba por lo alto de los muros de Barcelona. Era Zaid, que alentaba a los musulmanes a que no desmayaran a la vista del ejército franco. Todos los asaltos de los sitiadores eran rudamente rechazados con no poca pérdida de la gente cristiana.

Los musulmanes espraban que Alhakem les enviara socorros de Córdoba, pero había apostado para impedirlo el duque Guillermo de Tolosa con el tercer cuerpo entre Tarragona y Lérida. Por otra parte, el moro Balhul, acuchillando a los cristianos del Pirineo, aquellos rústicos y bravos  montañeses avezados a todo género de privaciones y de fatigas, devastaba las campiñas y poblaciones árabes que hallaban descuidadas, y en una de sus travidas excursiones llegó a apoderarse de Tarragona, que hizo su plaza de armas. Singular fenómeno el de un caudillo musulmán haciendo guerra terrible a los de su misa creencia con guerrilleros cristianos. Un cuerpo de auxiliares andaluces mandado por Alhakem hubo de retroceder apenas llegó a Zaragoza, espantado del aparato bélico de los cristianos. Con eso pudo el duque Guillermo reunirse con su división a la de los sitiadores, y se activaron las operaciones del asedio, y jugaron con más vigor las máquinas de guerra. Se insultaba y se denostaban sitiados y sitiadores.

-"¡Oh mal aconsejados francos! -gritaba un árabe desde lo alto del muro- ¿a qué molestaros en batir nuestras murallas? Ningún ardid de guerra os podrá hacer dueños de la ciudad. Sustento no nos falta; tenemos carne, harina y miel, mientras vosotros pasáis hambre". 
-"Escucha, orgulloso moro -le contestó el duque Guillermo- escucha palabras amargas que no te agradarán, pero que son ciertas. ¿Ves este caballo pío que monto? Pues bien, las carnes de este caballo serán despedazadas con mis dientes antes que mis tropas se alejen de tus murallas, y lo que hemos comenzado sabremos concluirlo."

Lo del moro había sido una arrogante jactancia. Hambre horrible llegaron a sufrir los sitiados: los viejos cueros de que estaban aforradas las puertas los arrancaban y los comían; otros preferían a las angustias del hambre, precipitarse desde lo alto de las murallas en busca de la muerte: todo menos rendirse. Heroísmo digno de otra mejor causa y religión que la de Mahoma. Excitaban ya la compasión como la admiración de los mismos cristianos. Se cree que luego recibieron socorros por mar, porque el sitio continuó, y ellos en vez de rendirse se mostraron más firmes y animosos.

Se aproximaba ya la ruda estación del invierno, y esperaban los muslimes que los rigores del frío obligarían a los cristianos a levantar el sitio y volver al camino de Aquitania. Por lo mismo fue mayor su confusión y sorpresa al ver desde las murallas los preparativos para la continuación del bloqueo, construir chozas, clavar estacas, colocar tablones, levantar, en fin, por todo el campo atrincheramientos y abrigos que indicaban intención resuelta de pasar allí el invierno. Mayor fue todavía el desánimo de los mahometanos al percibir un día en el campo enemigo del lado del Pirineo un movimiento desusado. Era el rey Luis, que acababa de llegar del Rosellón con su ejército de reserva, avisado de que era el momento y sazón de venir a recoger la gloria de un triunfo con que ya se atrevían a contar. El desaliento de los musulmanes de la ciudad fue grande entonces: ya se hablaba de rendición. Sólo Zaid rechazaba esta idea con energía y para reanimarlos les daba esperanzas de recibir pronto socorro de Córdoba. Poco tiempo logró mitigar la ansiedad del pueblo, porque los socorros no llegaban y Alhakem parecía tenerlos abandonados. Zaid veía crecer la alarma y los temores y no hallaba ya medio de acallarlos. Le asaltó entonces el atrevido pensamiento de salir él mismo de la ciudad, ir a órdoba, pedir auxilio al emir y volver a cabeza de las tropas auxiliares a libertad a Barcelona. Arrojado era el proyecto, pero ante ninguna dificultad retrocedía el intrépido y valeroso Zaid. Se lo comunicó a los demás jefes, nombró gobernador de la plaza durante su ausencia a su pariente Hamar, y se dispuso a ejecutar su designio a la noche siguiente. Encargó y recomendó mucho a sus compañeros que no se austaran por nada, que tuvieran serenidad, pero que no provocaran al anemigo con salidas iprudentes, seguros de que no tardarían en venir en su socorro.
"Si por casualidad -les dijo- cayese en poder de los cristianos, lo cual no es imposible, y quisieran sacar partido de mi cautiverio imponiéndome por condición para el rescate de mi vida el exhortaros a entregar la ciudad, no me escuchéis, no hagáis caso de mis palabras, menteneos firmes, sufridlo todo, hasta la misma muerte, como la sufriré yo, antes que rendiros con ignominia. Esto es lo que os dejo encargado".






La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la
historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. 

Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.


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