Nos rodeamos de cosas tan poco duraderas y resistentes al paso del tiempo y de las modas que cuando algo realmente valioso a pesar de lo diminuto e insignificante de su apariencia pasa por nuestras manos no somos capaces de reconocerlo.No tiene etiqueta, no tiene precio, no puede sustituirse por otro modelo de última generación tan pronto como nos cansemos de ello o no podemos compararlo. Tenemos porque los demás tienen, no porque lo necesitemos y nosotros no queremos ser diferentes, marginados en una sociedad que consume y se auto fagocita porque todo es fungible, sustituible, perecedero o renovable.
Pasan por nuestros ojos amaneceres irisados de violetas y rosas entrelazados con grises que no necesitan más música que escuchar a nuestro propio corazón. Vivimos instantes de belleza única que se instalarán para siempre en nuestra memoria y se convertirán en nostalgia. Respiramos bocanadas de aire que nos recuerdan aromas y olores de la infancia, de un día especialmente feliz, de un momento en que cerramos los ojos para poder atrapar una imagen para siempre y ser capaces de memorizar una sonrisa, un abrazo que acompasa corazones y sentimientos. Escuchamos una canción que habla de que el tiempo es viejo y ladrón, el amor oro puro y breve y se nos eriza la piel y, si me apuran, hasta el alma. Sentimos , sentimos en plural y nos empeñamos en vivir con minúsculas, ignorando atardeceres tintados de rojo coral y de bandadas de vencejos ruidosos que sobrevuelan las tardes serenas de verano.
Qué quieren que les diga. Me duelen las palabras, las mías y las de quienes nos precedieron en experiencia y oficio, las de aquellos que escribieron para que nada humano nos fuera ajeno y, sin embargo, nunca hemos estado más lejos de todo lo que nos debiera humanizar.

De la sección de la autora para "Curiosón".
"Mi dios de las pequeñas cosas" ©-Margarita Marcos 2016
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