Rueda de Traficantes 18
—Ese es el precio que pagamos por no ser propietarios de nuestro propio negocio. O por tener jefes demasiado estrictos.
Froilán de Lózar | Xabier Gereño
18
CAPÍTULO XIII
1
Karina sacó copias de las grabaciones efectuadas a Marcelo y las distribuyó en paquetes cerrados y lacrados a personas de confianza para que las divulgasen en caso de que falleciera o desapareciera en los próximos días. Tomada esa precaución, volvió a citar al hombre de don Carlos. Marcelo apareció puntual, a las diez. Se saludaron efusivamente y le pasó a su habitación. Esta vez no puso en funcionamiento las grabadoras. No hacía falta. Él ya estaba atrapado en sus redes.
—Siéntate, Marcelo –dijo con semblante sombrío–. Tenemos que hablar de temas muy importantes.
Se sentaron en dos butacas frente a frente. Karina no ofreció nada de picar o de beber. Se trataba de hablar, sin distraerse con cosas baladíes. El hombre ocupó su asiento y la miró expectante. Karina vestía de negro y su aspecto denotaba que algo extraordinario podía suceder.
—Estoy en una situación intolerable y tengo que actuar con decisión. Ya no soporto más que se me pise por arriba. Voy a acabar con esto.
— ¿Por fin has decidido establecerte por tu cuenta?
—Voy a terminar con mi situación de sumisión. No quiero que nadie me manipule. Yo quiero mandar.
—Siento que se vaya –comentó Marcelo, interpretando erróneamente el sentido de las palabras de la mujer.
— ¿Irme? Pero ¿Qué dices? Yo me quedo. Son otros los que tienen que marcharse.
Marcelo la miró confuso.
Karina se levantó y extendió su dedo pulgar derecho hacia Marcelo.
—Voy a matar a don Carlos y tú me vas a ayudar a ocupar su puesto.
El rostro de Marcelo adquirió la palidez de la muerte. Quiso decir algo, pero no acertó a pronunciar palabra. Intentó tragar saliva, pero no pudo porque su boca se había quedado seca. Karina le miraba con ojos que taladraban.
Por fin, después de un rato, pudo hablar.
— ¡Es una locura! ¡No puede hacerse! ¡Yo no lo haré!
—Le mataré yo y tú me ayudarás a ocupar su puesto.
—Nadie puede matarle. Tú misma has comprobado las medidas de seguridad que existen en la finca para poder acceder a su interior. Podrás entrar, pero jamás saldrás de allí con vida…
—Le mataré aquí. Don Carlos viene aquí mañana por la mañana. Le mataré de un disparo en esta misma habitación.
—Yo no colaboraré en esa idea tan disparatada. No lo haré – afirmó con rotundidad.
—Lo harás, Marcelo. Lo harás.
—No.
— ¿Y qué piensas hacer? ¿Tienes acaso la intención de ir a don Carlos y descubrirle mis propósitos? ¿Es eso lo que vas a hacer, Marcelo?
—Sí, eso es lo que voy a hacer.
— ¿Y qué hay de nuestra amistad?
—Me estoy jugando la vida. Ante eso, no hay amistades que valgan.
—Es cierto que te estás jugando la vida. Y te lo voy a probar. – dijo Karina cogiendo un vídeo e introduciéndolo en un aparato de televisión. Quiero que veas esto, Marcelo.
En los minutos siguientes Marcelo pudo contemplar, lívido de espanto, la grabación íntegra de su conversación con Karina, en la que mencionaba los crímenes de don Carlos.
En un momento de tensión, Marcelo se abalanzó sobre ella.
— ¡Maldita perra! ¡Me has vendido! ¡Te voy a matar ahora mismo!
— ¡Tengo copias! –pudo gritar Karina antes de que las férreas manos apretasen su garganta.
Marcelo, sorprendido, aflojó la presión.
— ¿Copias?
—Sí. ¿Me crees tan ingenua? He sacado copias de esa cinta, y están en poder de varias personas. Tienen orden de entregarlas a la policía y a los periódicos en el supuesto caso de que yo no aparezca por allí a recogerlas personalmente. Se trata de varios bufetes de abogados, Marcelo. Es imposible que os hagáis con ellas para hacerles desaparecer. ¡Estás cogido! Ahora eres mi empleado. Eres mi jefe de seguridad.
Marcelo la soltó.
—Sí. Eres mi jefe de seguridad y yo doy las órdenes. A don Carlos puedes darle por muerto. Morirá mañana por la mañana. ¿No lo sabías? ¿No te ha dicho nada? Viene aquí mañana, a las once de la mañana y posiblemente te traiga a ti como guardaespaldas. ¡Es cosa de risa! Un cadáver viviente con un jefe de seguridad. ¿Para qué demonios querrá un muerto un jefe de seguridad?
Y Karina rio su propio chiste. Marcelo la contemplaba absorto, aturdido.
—Tú tienes la fuerza, y yo la inteligencia –continuó Karina–.
Juntos podremos hacer grandes cosas, a no ser que me traiciones y tenga que acabar contigo…
Marcelo se sentó absolutamente confundido. Karina ocupó la butaca frente a él.
—Creo que necesitamos una copa. ¿Qué quieres beber?
—Algo fuerte. Necesito algo fuerte
—Entonces, un buen coñac.
Se levantó y llenó dos copas.
—Bebe, Marcelo. Todo saldrá bien. Lo tengo todo bien calculado.
Si me obedeces no te sucederá nada.
Karina bebió un trago de su copa y Marcelo casi la vació.
—Mira –dijo ella, mostrándole un diploma enmarcado que sacó de una bolsa–. Lo tengo colgado en el despacho de mi casa, pero lo he traído hoy aquí para que lo veas. No soy una chica loca sin formación que actúa por impulsos, ni una aventurera sin sentido. Tengo estudios universitarios. Soy Licenciada en Derecho. He realizado mis estudios siendo mayor, con mucho interés y aprovechamiento, a través de la Universidad a Distancia para personas mayores de 25 años.
Marcelo examinó con atención el diploma.
—Ven –añadió ella, levantándose y cogiéndole de la mano.
Le llevó al gran despacho -jardín y abrió con llave un armario.
—Mira –dijo, mostrándole decenas de gruesos libros, perfectamente alineados, llenando los estantes–. Son tomos de la colección Aranzadi. Son libros de Derecho. Y ven aquí –añadió, llevándole junto a su mesa de trabajo. Abrió un cajón y le enseñó su contenido–. Son los últimos boletines del Estado. Estoy al día en relación con las leyes que pueden afectarme.
Volvieron a la pequeña habitación y Karina le invitó a sentarse.
Lleno de nuevo la copa de coñac de Marcelo.
—Como ves, sé bien lo que me hago. Hasta ahora me he dedicado a negocios legales, pero a partir de ahora voy a pasar a la ilegalidad. Sólo durante unos pocos años, hasta que pueda amasar una fortuna. Luego me retiraré de los negocios ilegales, cambiaré mi personalidad y me iré a otro país para iniciar allí otra etapa de mi vida, controlando negocios legales de gran importancia. Quiero llegar a ser una mujer fuerte, importante y respetada, igual que la protagonista de una película que vi hace años. –Y sus ojos soñadores se perdieron en la lejanía de los recuerdos.
Volvió a la realidad y fijó su mirada escrutadora en los ojos de Marcelo.
—Si trabajas para mí, te liberaré antes de cinco años. Podrás marchar, rico y feliz. Podrás organizar una nueva vida, sin miedos ni problemas. ¿Qué respondes?
Marcelo suspiró. Su segunda copa de coñac se encontraba con la mitad de su contenido. Terminó de bebérselo.
—Todo esto… me abruma. Yo no tengo estudios. Apenas sé leer… Estoy confundido. Son demasiados problemas para mí en poco tiempo. Soy bueno en mi oficio, pero todo esto escapa a mi comprensión…
— ¡Decídete de una vez! –le ordenó ella con rudeza –. Tengo que saber a quién vas a servir, si a don Carlos o a mí.
—A ti. Trabajaré para ti.
—Bien –dijo Karina con semblante duro–. Te nombro en este instante mi jefe de seguridad. Te doblaré el suelo. No sé lo que te paga don Carlos, pero yo recompensaré tus servicios pagándote dos veces más de lo que ahora percibes. Dentro de cinco años podrás escoger tu libertad sin ningún problema. Y ahora, vete. Tengo cosas que hacer.
2
—Yo estaba de guardia. Alguien que no quiso identificarse, llamó a la comisaría en la madrugada del domingo… Yo, qué le voy a decir, me llevé un mal trago…
Blas seguía atento la versión del policía.
Isidoro Buendía era un hombre de mediana estatura, inconfundible por la especie de viruela que llenaba su rostro.
—Perdone si insisto en este asunto. Seré breve. Sólo quiero saber si le confesó algo el moribundo… No sé… algo que no se atrevió a decir a nadie. Algo que usted piense que no tiene importancia…
Blas estudió el rostro de Isidoro. Si era policía debía saber que no existe el crimen perfecto. ¿Y si en realidad aquel hombre no sabía nada? Cabía una posibilidad de inocencia, es cierto, pero tampoco le estaba acusando de nada. Ni era él quién para hacerlo. La vida era una guerra. Quienes difundían la batalla eran las malas lenguas. A veces, los enemigos nacían en la distancia, pasaban a tu lado, te sonreían, te saludaban, pero no dejaban de ser momentos más tarde, fieras al acecho en las esquinas. Cuando alguien te hería de muerte, entraban a formar parte de aquel círculo.
Blas le aguanto la mirada.
—El muchacho estaba casi muerto. ¡Dios! Le colgaba una mano. Le habían roto las piernas… ¡No sé cómo pudo soportar tanto dolor! Sí, algo quiso decirme. Murmuró algo ininteligible…
—Pedro Tazo era un pequeño traficante. Seguramente le mató quien le pagaba. Cometería un grave error. Seguro que su sicario fue compañero suyo. Y mire, a mí no deja de sorprenderme el hecho de que él viviera todavía cuando llegó usted a su lado. Hay como un amago de leyenda en esta historia. Como si la importancia del mensaje hubiera desplazado a la misma muerte, hasta que apareciera alguien para contárselo y recogerle.
3
Al día siguiente, a las diez en punto, llegó don Carlos en su coche. Le acompañaban dos hombres, el chofer y Marcelo, su jefe de seguridad.
Salió del automóvil y ordenó al conductor que esperase allí.
—Tú ven conmigo –ordenó a Marcelo.
Hacía una mañana espléndida, de sol, con el cielo sin una nube.
Don Carlos examinó con atención el aspecto del edificio y de su entorno. Le gustó. Luego comenzó a caminar hacia la entrada, seguido de Marcelo.
Al llegar a la puerta, un hombre uniformado le saludó con deferencia.
—Doña Karina le espera en su despacho –le dijo en tono profesional– Es esa puerta.
La puerta se encontraba entreabierta y entró sin llamar. Vio a Karina sentada ante su mesa de trabajo, escribiendo. Al oírle entrar, ella levantó la cabeza y sonrió ampliamente.
— ¡Oh, don Carlos! Es usted muy puntual –dijo levantándose. El hombre la besó en ambas mejillas.
—Voy a enseñarle este edificio –propuso ella obsequiosa– ¿Qué le parece lo que ha visto?
Don Carlos abarcó con la mirada el conjunto de la habitación.
—Sorprendente. Muy original. ¿De quién fue la idea?
—Mía, don Carlos. Me satisface mucho que le agrade.
—Sí, me gusta. –Y se dirigió a examinar de cerca las plantas. Olió las flores.
— ¿Son naturales?
—Sí, lo son. –Y añadió – ¿Quiere tomar algo antes de proceder a la visita general? –Ella misma sugirió a continuación: Hoy viene un día de calor, ¿le apetece un refresco?
—No, gracias. No tomaré nada.
—Está bien. Entonces comenzaremos por aquí.
Karina le mostró las plantas y las flores, mencionando sus especies. Poco a poco se iban dirigiendo hacia la habitación pequeña. Karina la abrió.
—Pase, don Carlos. Yo no atiendo personalmente a los caballeros. Esa labor la hacen las señoritas, pero siempre tengo que hacer alguna excepción y, en esos casos, esta es mi habitación de trabajo.
Don Carlos entró picado por la curiosidad. Estudió con atención la sofisticada estancia.
—Está preparada con mucho detalle –comentó él.
Se acercó a examinar un cuadro que le intrigaba. Karina aprovechó el momento en el que él se encontraba de espaldas para extraer del interior de su traje chaqueta una pistola. Decidida, apuntó a la cabeza de su invitado y le disparó. Don Carlos cayó al suelo. Ella le disparó un segundo tiro. Le tomó el pulso y comprobó que había muerto. Marcelo había recibido orden de esperar en el hall, y no oyó nada, porque la habitación estaba insonorizada.
Karina dejó el cadáver donde había caído y salió al hall.
—Marcelo, don Carlos quiere que venga el chofer para darle una orden.
Marcelo, con completa naturalidad, no sospechando lo que había sucedido, salió del edificio. Karina esperó en la puerta de su despacho, y cuando entraron los dos hombres se dirigió al chofer.
—Venga por aquí, por favor.
Marcelo quedó en el hall y el hombre entró en el despacho -jardín.
Karina le habló al chofer.
—Don Carlos le espera en esa habitación.
El hombre se dirigió hacia la puerta que la mujer le señalaba, y cuando se detuvo para abrirla, Karina le disparó por detrás. El hombre cayó fulminado. Karina se acercó y comprobó si estaba muerto. Luego, salió al hall.
—Roberto –le dijo a su empleado uniformado–. Tienes que hacer un viaje a Madrid. Necesito que me traigas este pedido.
Y le entregó una nota de compras.
—Sí, doña Karina.
Se quitó la chaqueta, se vistió un jersey sobre la camisa y salió dispuesto a cumplir la orden recibida.
Cuando Karina vio salir del recinto al coche del empleado, se dirigió a Marcelo.
—Ven conmigo.
Salieron al jardín. Karina le mostró una chabola con material de jardinería.
—Coge una azada y una pala. Cava ahí un agujero lo más profundo que puedas.
Marcelo la miró extrañado, pero no dijo nada en ese momento. Pocos segundos después, cuando ya tenía en sus manos la herramienta, reaccionó.
— ¿Es que…? Preguntó, lívido, mirando hacia el edificio.
—Sí, vamos a enterrar aquí a don Carlos y a su chofer. Los dos están muertos. Trabaja sin miedo, porque no hay nadie en el edificio y no nos pueden ver desde fuera, porque los muros son muy altos. ¡Muévete!, ¡quiero terminar con esto en poco tiempo!
Marcelo la miró como alelado, aún sin creérselo.
— ¿Tú has matado a don Carlos? ¿Tú?
—Don Carlos ya no existe, es pasado. Ahora, piensa que la realidad para ti soy yo. ¡Obedéceme!
Marcelo comenzó a trabajar la tierra bajo la atenta mirada de Karina. Sudaba en parte por el esfuerzo, pero también por la tensión.
—Más profundo –ordenó ella.
Marcelo cavó hasta el agotamiento.
—Ahora ven y ayúdame a traer los cadáveres.
Los trasportaron. Marcelo echó tierra sobre ellos y alisó el suelo.
Para cuando llegó Roberto con el encargo, todo había terminado. Tampoco estaba el coche de don Carlos. Karina le había ordenado a Marcelo que lo sacase y la esperara en un lugar determinado.
—Voy a salir –anunció a su empleado.
—Bien, doña Karina.
Karina salió en su coche y se reunió con Marcelo. Le dio instrucciones para que la siguiese y aparcase junto al estadio Chamartín. Llegados a este punto, Karina se bajó de su coche y se subió al de don Carlos, ocupando el asiento trasero.
— ¿A dónde vamos? –quiso saber Marcelo, todavía temblando.
—A la finca del difunto. Me presentarás como la mujer de confianza de don Carlos. Les anunciarás que el señor ha salido para Italia y que me ha encargado a mí que dirija la finca hasta su regreso.
—Sí, Karina.
—No me trates con esa confianza. De ahora en adelante soy para todos vosotros doña Karina.
—Sí, doña Karina.
—Y no quiero verte temblar. Esa conducta no es apropiada para un jefe de seguridad.
—Sí, doña Karina.
4
Isidoro Buendía, vestido de paisano, subió a un Opel Corsa, aparcado a unos metros del coche de Blas Ledesma. En previsión de posibles malentendidos, después del breve interrogatorio al que le somete el reportero, llama por teléfono a don Carlos para comunicarle que un periodista estaba investigando la muerte de Pedro Tazo. “No puedo asegurarlo, pero juraría que se trata del mismo hombre que me llamó hace unos días desde A Coruña”, precisó. Las cosas se estaban complicando. Lo suyo con Volpini había surgido por casualidad. Fue una época difícil. Necesitaba dinero y alguien le propuso una idea para obtenerlo fácilmente. Bastaba con modificar ciertos informes, hacer desaparecer algunos archivos y facilitar información cuando don Carlos así lo requiriese. No ignoraba que aquellas actividades le hacían cómplice de los traficantes, pero se hizo una reflexión: “si todos los que morían eran de la catadura de aquel individuo que se encontró en el parque, su intervención debía ser premiada. Aunque reconoció que en aquel caso se había extralimitado un poco. Es verdad que el muchacho estaba malherido. Era un amasijo de carne… le habían roto las piernas y respiraba con dificultad. En realidad, no fue difícil ayudarle a “bien morir”, apretando unos instantes su cara contra el pecho, mientras el muchacho confesaba en un supremo esfuerzo historias de las que él estaba ya de vuelta. Había hecho una buena obra: para su familia, para la sociedad, para don Carlos, para él… Sí, porque aquello supuso un doble reconocimiento: el de don Carlos y el de sus directores. Llevaba media hora al volante. Había salido de Madrid y cerca de Aravaca aminoró la velocidad y se metió por un camino de grava. Aquella hacienda era su sueño. El lujo que se escondía por doquier; la piscina, las inmensas cuadras y una larga hilera de dependencias que aumentaban paulatinamente. Cuando llegó ante la puerta blindada, vio por el espejo retrovisor que otro coche se metía por el mismo camino. No le dio importancia. Aquel hombre emanaba poder, debía tener mucho dinero, y como consecuencia lógica, muchos amigos.
— ¿Quién va? –preguntó una voz de hombre, cuando tocó el timbre.
—Soy Isidoro Buendía. Don Carlos me espera.
Aparcó en el interior del recinto y esperó al guarda uniformado que le introduciría en una cabina para pasar la prueba del detector de metales.
¡Detector de metales! ¿Todos los que llegaban a la finca pasarían aquella prueba? Y en todo caso, ¿por qué la policía? “Claro que, él era un policía corrupto, un infiltrado, un colaborador. Estaba sometido al poder de un psicópata, al empresario que formaba parte de aquella red de traficantes. ¿Podría él algún día desenmascarar a don Carlos? ¿Sería capaz de denunciarle, sabiendo que su denuncia conllevaba su propio encarcelamiento?
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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098
Primera Edición, Julio de 2023
Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es
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