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Rueda de Traficantes 11

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Jaime pudo pasar la noche en el hostal de Villalpando. Tuvo un sueño profundo y a la mañana siguiente continuó viaje a Madrid.


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


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CAPÍTULO VII

6

Jaime Delibes, después de hacer el cambio del maletín que contenía la droga de su coche al de Gina, salió del parking. No entraba dentro de sus planes pasar la noche en A Coruña, porque no sería conveniente que, en el improbable caso de que la policía descubriese la droga y detuviese a Gina, pudiera nadie relacionarla con él. No se inscribiría en ningún hotel de esa ciudad, no debía dejar ningún rastro fehaciente de su paso por A Coruña en ese día concreto. Fiel a su propósito, salió de allí en dirección a Madrid. Se alejaría de aquel lugar lo más posible y pernoctaría en algún hotel del trayecto.
Conducía con desagrado, no le gustaba hacerlo de noche. Además, había sido un día muy intenso. Pero no quedaba más remedio si quería poner tierra de por medio. Cada kilómetro que avanzaba se sentía más cansado. Doscientos kilómetros de lejanía le parecieron suficientes y decidió detenerse en el primer hostal que encontrase. Estaba en la provincia de Zamora. Villalpando. Había un hostal allí. ¿Estaría abierto a aquella hora? Había luces. Detuvo el coche, descendió y examinó el exterior del establecimiento. Parecía que estaba abierto. Se dirigió hacia la puerta de entrada: estaba cerrada. Miró a través de los cristales y dentro, dormitando sobre un pequeño mostrador, pudo ver a un conserje uniformado. Pulsó el timbre. El conserje se movió, caminando hacia la puerta.
—Buenas noches –saludó el hombre.
—Buenas noches. ¿Tiene una habitación para mí?
El conserje le examinó con atención.
—Sí, puede pasar. ¿Trae equipaje?
—En el coche –respondió, señalándolo con la mano.
—Si lo desea puede introducir el coche en nuestro parking.
—Me gustaría.
Y es así como Jaime pudo pasar la noche en el hostal de Villalpando. Tuvo un sueño profundo y a la mañana siguiente continuó viaje a Madrid.
Era agradable conducir respirando el aire fresco de la mañana y se sintió rejuvenecido. Se había duchado y había desayunado con fruición. Sin embargo, su satisfacción no era completa. Había nubes que ensombrecían el cielo de su mente. Gina. ¿Qué sucedería durante el viaje de la chica, con la droga escondida en su coche? ¿La descubrirían? Él no había topado con ningún control policial en ningún punto del trayecto. ¿Sucedería lo mismo con el viaje de la joven?
Puso música, más por ahuyentar sus inquietudes que por deseos de deleitarse escuchándola. El Vals del Emperador. Sonaba bien. Le agradaban las películas de época, con los fastuosos salones de Viena y de Versalles alumbrados por la luz de enormes y hermosísimas lámparas colgando de los artísticos y policromados techos. Valses bailados por hombres uniformados que daban con elegancia la mano a mujeres vestidas con trajes de fábula. Por un momento se imaginó a Gina bailando con él en aquella época, en aquellos salones, vestidos de esa forma. El vals continuaba sonando y por un instante tuvo la impresión de que el coche se movía a su son.
Llegó a Madrid y fue a su apartamento, donde volvió a ducharse y se cambió de ropa. Luego, salió hacia su despacho con el propósito de permanecer allí dos horas, comer un menú frugal en un restaurante próximo y regresar a casa para esperar la llegada de Gina.
Entró en su apartamento algo antes de la una del mediodía. Hasta ese momento la jornada se desarrollaba con normalidad. Puso en funcionamiento la televisión para contener su impaciencia. El nuevo plan que había ideado para traer la droga era más peligroso que el anterior, porque ahora el transporte corría de su cuenta, era su gente, Gina, la que se involucraba en la operación y aunque se atasen bien todos los cabos, siempre podía acudir un imponderable a desbaratarlo. Se inquietó. ¿Había merecido la pena poner en práctica la idea por ahorrarse unos millones? Dudó. Quizás fuese mejor volver a lo de antes y que Silvestre se encargase del transporte de la droga, que fuera su gente la que se arriesgara…
Las noticias. Siempre lo mismo. Discusiones políticas, accidentes, atentados terroristas… ¿Es que no sucedía nada bueno en el mundo? ¡Ah!, un desfile de modelos. Eso estaba mejor. Chicas estupendas, vestidos atractivos…
Sonó el portero automático y se sobresaltó. ¿Sería ella? Podía ser la policía. Podía ser cualquiera. Acudió inquieto a atender la llamada.
—Diga –y sintió seca su garganta por un momento.
—Soy Gina.
— ¡Oh, Gina! ¿Ha ido todo bien? –preguntó anhelante.
—Todo bien, sin ningún contratiempo.
— ¿Dónde está el coche?
—Aparcado frente a tu casa. Si te asomas a la ventana, lo verás. ¿Qué hago ahora?
—Puedes marcharte. Tu trabajo ha terminado.
— ¿Dónde dejo las llaves del coche?
—Llévate las llaves, el coche no –aclaró –. ¿Dónde podemos vernos esta tarde? ¡Tengo que pagarte!
—Estaré donde Karina, trabajando.
—Bien, entonces nos veremos allí.
Jaime colgó el teléfono. Se acercó a la ventana y comprobó con satisfacción que el coche se encontraba correctamente aparcado frente a su casa. Pero su inquietud no se había desvanecido por completo. No se fiaba de nada ni de nadie y no se sentiría tranquilo hasta deshacerse de la droga y cobrar su importe.
Con esa intranquilidad salió de casa y utilizando las llaves duplicadas, abrió la puerta del coche, puso el motor en marcha y dos horas después había culminado la operación con la entrega de la mercancía y el cobro de su importe. Sólo entonces se sintió tranquilo. La emoción del peligro había desaparecido y ahora tocaba disfrutar del triunfo, que en su caso suponía aumentar su capital en un buen puñado de millones. ¡Don Carlos! De pronto se acordó de él y marcó su número de teléfono.
—Todo ha salido bien, don Carlos. El nuevo sistema ha funcionado a la perfección y la operación ha finalizado.
—Me alegro. Has hecho bien en llamar.
Jaime decidió tomarse el resto de la tarde libre. Cenó pronto en un restaurante de la calle de Alcalá y al anochecer cogió el coche y se dirigió a su burdel de lujo.
Al verle entrar en su despacho–jardín, Karina se levantó, sonriendo abiertamente.

Jaime la contempló embelesado. Llevaba un vestido muy entallado de satén negro, de poco escote y muy largo. Una abertura subía desde abajo hasta la parte superior del muslo izquierdo. La negrura del vestido era rota por un precioso collar de perlas, como estrellas destacando en la noche oscura.
Se besaron en las mejillas.
—Hoy te veo más animado.
Jaime se rio.
—Estoy contento, porque hoy he hecho un buen negocio –aclaró, dejando su cartera de ejecutivo encima de la mesa.
—Eres malo. –le riñó ella sonriendo.
— ¿Por qué?
—Porque esperaba que dijeras que estabas contento por verme, aunque eso no fuese cierto.
—Lo es, lo es –se apresuró el hombre a disculparse –. Estás elegantísima. Cualquier caballero se sentiría orgulloso a tu lado. Y yo lo estoy. ¿Sabes? Un día tengo que llevarte a la ópera.
— ¿Te gusta la ópera? –preguntó ella con curiosidad.
— Sí, mucho. Voy con frecuencia.
—No lo sé. Posiblemente me aburriría.
—Te llevaría para que lucieses un elegante traje de noche.
— ¿Harías eso por mí? –y cogiéndole de la mano le llevó hacia el sofá.
—Sí, te lo mereces.
Se sentaron muy juntos. Ella le acarició la mejilla.
—Me alegra que los negocios te vayan bien. Por ti y por mí. Eres diferente cuando estás contento.
—He planeado un nuevo sistema para traer la droga desde Galicia, y ha funcionado bien. Ahora gano más que antes.
—Eres un genio para los negocios.
El elogio le animó y Jaime buscó una postura más cómoda.
—Suelen decir que no hay mal que por bien no venga, y eso es lo que me ha sucedido en esta ocasión. El anterior envío de droga fracasó.
—Lo recuerdo. –concedió ella contrariada.
—Esa circunstancia me obligó a buscar otra solución y la he encontrado. Hoy he conseguido traer una partida a Madrid por un nuevo sistema. Figúrate, Karina, –añadió mirándola con atención –, ahora gano más que antes: Ya no recibo aquí la mercancía de manos de ellos, ahora la compro allí más barata y la traigo por mi cuenta y riesgo.
— ¿La traes tú mismo? –Preguntó ella con incredulidad–. ¡No me lo puedo creer!
— ¡Sí! –Afirmó él, ya lanzado, acuciado por la incredulidad de ella– No te lo crees, ¿eh?
—Pero eso es peligroso… No tienes necesidad de arriesgarte tanto.
—He tomado medidas –se justificó él – Yo he viajado a Galicia para pagar y recoger la mercancía, pero el transporte hasta Madrid lo ha hecho otra persona –rio – haciéndose pasar por turista –añadió con picardía–.
—Tengo imaginación, ¿eh?
Durante un instante Karina permaneció ausente, relacionando el viaje de Jaime con el permiso de dos días solicitado por Gina. La mujer volvió a la realidad para responderle.
—Sí, tienes mucha imaginación…
—Y eso es bueno –aseguró él con visible autocomplacencia–, porque estando la mente despierta se encuentra uno en mejores condiciones para salir airoso de todos los riesgos, para sobrevivir, para hacerle frente a los competidores. En una economía de mercado hay que trabajar con los ojos bien abiertos y la mente muy clara.
—Y tú lo haces en grado superlativo.
—Karina… he aprendido en la escuela de la vida y, créeme, no ha sido fácil. He vivido tiempos muy duros.
—Y ahora estás en la cumbre…
—No, aún no.
—Debieras meditarlo y detenerte. Todavía estás a tiempo. Una ambición desmedida, como la que ahora te domina, puede destruirte.
—Me siento capaz de subir más y más. –afirmó seguro, con orgullo.
—Ya eres mayorcito. ¡Tú verás!, pero ese no es el consejo que yo te ofrezco.
—Lo sé, tú me frenas y te lo agradezco. Siempre es beneficioso que alguien intente frenarte, porque aun cuando no hagas caso del consejo, te hace pensar y te obliga a tomar medidas cautelares. Es bueno ser precavido, pero no esperes que me detenga en el camino hacia la cumbre. Quiero llegar arriba y creo que hoy he subido un peldaño importante.
— ¿Quieres beber algo? ¿Picar algo de comer?
—Ahora no, gracias. ¿Ha llegado Gina?
—Sí, está arriba. ¿Era ella la turista que has mencionado antes?
Jaime sonrió.
—Eres perspicaz, Karina. Sí, era ella y ha desempeñado bien su papel. Esa chica vale.
—Tiene clase y es inteligente. Sentiría que me la quitases, pero tú mandas.
—Ya veremos. ¿Quieres llamarla? Necesito hablar con ella.
Karina se levantó, cogió el teléfono y marcó un número.
—Gina, don Jaime te espera en mi despacho.
Colgó el aparato y se sentó de nuevo.
—Ahora mismo baja –anunció con un tono profesional.
Gina apareció al instante, preparada con esmero, como de costumbre. Se acercó a Jaime y le cogió de la mano.
— ¿Vienes? –le preguntó, insinuante.
Jaime se levantó y dirigiendo a Karina una sonrisa de circunstancias, tras recoger su cartera de ejecutivo, se dejó llevar por la italiana.
En la habitación de Gina, ambos ocupando el sofá, desde el primer momento quedó claro que aquella iba a ser, por lo menos en su comienzo, una reunión de negocios.
— ¿Cómo se desarrolló el viaje? Cuéntamelo con detalle.
—Todo marcho estupendamente. Salí temprano, como me pediste, y nadie me detuvo en el camino. No encontré ningún control policial. Solamente me detuvo unos quince minutos para ir al servicio y tomar un café en un restaurante del trayecto. Fue a medio camino. Y eso es todo…
Jaime estaba satisfecho.
—Bien, muy bien. Me alegro de que las cosas vuelvan a funcionar.
Cogió la cartera, la abrió y comenzó a sacar fajos de billetes de banco.
—Doce mil euros. Un poco más de lo convenido porque todo salió bien.
Ella recogió el dinero, guardándolo a continuación en un cajón del armario.
—El vestuario es para ti.
—Gracias. Hay cosas preciosas –dijo y extrajo de su bolso un fajo de billetes que entregó a Jaime Delibes-. Esto es lo que ha sobrado de los cinco mil euros que me adelantaste para el viaje.
Jaime cogió el dinero y se lo guardó en un bolsillo, sin contarlo.
—Si quieres… tengo comprobantes –añadió ella.
—No los necesito.
—Gracias por tu confianza.
—Queda lo del coche –dijo él –. Puede ser tuyo si continúas con esto. Recuerda bien: diez mil euros por viaje cada quince días.
Gina se movió inquieta.
—Es una oferta tentadora. He pensado en ello… Lo malo es que se trata de algo muy peligroso. No sé…
—Necesito una respuesta por tu parte –le instó Jaime –. Los negocios son como máquinas en funcionamiento en una fábrica de producción continua durante las veinticuatro horas del día. La marcha de esas máquinas no puede detenerse, porque si lo hacen, la empresa se hunde. Si tú no aceptas el reto, tengo que buscar otra solución.
La decisión implicaba para la mujer un esfuerzo mayor que todo el trabajo realizado hasta la fecha.
—Bueno, acepto. –Dijo al fin– Pero con una condición.
— ¿Cuál?
—Que pueda retirarme cuando yo lo considere oportuno. Me gustaría que lo comprendieses, se trata de una función de alto riesgo que puede afectarme al sistema nervioso.
—Me parece razonable. Y lo acepto.
Ella se levantó.
— ¿Te preparo algo para beber?
—Sí. Dos copas de cava. ¡Esto hay que celebrarlo!
Bebieron brindando por el futuro y luego se acostaron. Fue la primera vez que lo hicieron juntos.

7

Ese mismo día, a lo largo de la noche, se produjeron dos llamadas telefónicas con voz de mujer.
— ¿Don Carlos?
—Sí
—Soy Estrella de Mar.
— ¡Ah, Estrella! ¿Qué hay?
—Tengo noticias interesantes que darle en relación con el viaje de Jaime. ¿Cuándo puedo verle?
—Mañana por la mañana, a las diez.
—Está bien, don Carlos. Allí estaré.
La segunda llamada se produjo algo después. Era otra voz de mujer distinta, y su destinatario fue un comisario de policía.
—Soy la Agente D–10.
— ¡Dígame!
—Tengo una información interesante que pasarle sobre el viaje de Jaime Delibes a Galicia. ¿Cuándo puedo verle?
—Mañana, a las doce de la mañana.
—De acuerdo. A las doce estaré ahí.

_________________________________________

© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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