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Rueda de Traficantes 10

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No te entretengas en el camino, detente solamente el tiempo indispensable para ir al servicio y tomar algo en un lugar discreto. Muévete con cuidado.


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


                    10



CAPÍTULO VII

1

El jueves a las ocho de la mañana, Gina entraba en el apartamento de Jaime Delibes. Vestía pantalón beige claro, zapatos rojos y un jersey de cuyo borde superior sobresalían los cuellos de una camisa del mismo color que sus pantalones. Llevaba en bandolera un bolso rojo, la melena suelta, y cubriéndole los ojos unas amplias gafas de sol con montura dorada. Presentaba un aspecto deslumbrante que entusiasmó a Jaime.
—Buenos días, Gina –le saludó, examinándola con visible complacencia.
—Buenos días –respondió ella y entró. Llevaba una maleta en la mano.
Él la invitó a sentarse junto a una mesa, sobre la que había llaves y documentos. Se los señaló. Gina, aún de pie, esperó a que él hablase.
—Ahí está todo lo que necesitas para el viaje.
Gina cogió las llaves.
— ¿Son del coche?
—Sí. Puedes guardarlas.
Las introdujo en el bolso y después echó un vistazo a los documentos.
— Me imagino que aquí está la factura de compra del coche -dijo, examinándola.
—Sí. Te imaginas bien. Como ves, el coche está a tu nombre.
—Está bien. ¿Y estos otros documentos?
—El seguro, también a tu nombre, formalizado en una compañía italiana, en Roma, y otros documentos oficiales relativos al pago de impuestos y demás. Todo está en regla.
Gina examinó los documentos con detenimiento.
—Así parece. Creo que no falta nada.
—Ahora siéntate, porque voy a explicarte el plan de viaje.
Gina se sentó en una silla alrededor de la mesa y Jaime la imitó.
Después el hombre habló en plan profesional, con plena concentración.
Más tarde le entregó una tarjeta.
— ¿Qué es esto? –quiso saber ella.
—Es la tarjeta del hotel donde te hospedarás en A Coruña. Tiene garaje propio. Ahora, cuando salgas de Madrid, te dirigirás directamente hacia Coruña y te hospedarás en ese hotel. Tienes una habitación reservada a tu nombre.
— ¿Quién ha hecho la reserva?
—Tú misma.
— ¿Yo? –y su pregunta sonó a reproche. Jaime se movió nervioso.
—Tú no, sino una chica que trabaja para mí haciéndose pasar por ti, pero eso sólo lo sabemos nosotros. 
—No me gusta que suplanten mi personalidad.
Jaime respiró hondo antes de hablar, posiblemente para controlar su disgusto.
—Ya te dije que esta vez había que actuar así para ganar tiempo.
—Está bien. Sigamos… –dijo ella, cediendo.
—Te acomodas en el hotel y esperas allí mis instrucciones. ¡Ah!, el coche debes aparcarlo en el garaje del hotel. Esto es todo por ahora –añadió, levantándose – ¡Vamos!
Gina guardó las llaves y toda la documentación en su bolso. Se levantó y cogió la maleta. Jaime habló de nuevo.
—Por cierto, se me olvidaba. En tu coche encontrarás dos maletas con ropa y útiles propios de un viaje turístico de varios días, todo ello con marcas italianas.
Ella le miró asombrada. Él sonrió complacido, señalando la ligera maleta que ella portaba.
—No pretenderás convencer a nadie de que con eso puede hacerse un viaje turístico de una semana. Eres una mujer y se supone que tienes mucho estilo.
Ella seguía mirándole con admiración.
—Estás en todo.
—Así es. Todos los detalles tienen su importancia. Nunca menosprecies al enemigo, que en esta ocasión es la policía. Le echas un vistazo al contenido de las maletas mientras me esperas en el hotel. Es conveniente que te familiarices con todas esas cosas. Y ahora toma algo de dinero para el viaje. –Y le entregó un fajo de billetes.
Gina lo recogió.
— Ah, un pequeño detalle. Procura hablar con más acento extranjero. Dominas demasiado bien el castellano.
Ella le sonrió.
—Molte grazie.
—Prego –respondió él.
— ¿Leí que parla italiano? –preguntó ella sorprendida.
—No, non so –respondió él sonriendo –. Sólo unas pocas palabras.
Se dirigieron hacia la puerta.
— ¿Has estado en Italia? –quiso saber ella, mientras esperaba el ascensor.
—Sí, varias veces.
— ¿Haciendo turismo?
—Turismo, sí, pero, sobre todo, negocios.
— ¿Drogas?
— ¡Oh, no! Tengo también otro tipo de negocios. Legales – puntualizó él. 
Llegó el ascensor. Gina entró y vio con sorpresa que él se quedaba.
— ¿No vienes?
—No. Vete de camino y espera en el hotel mi llamada.
El ascensor comenzó a descender y Jaime entró de nuevo en su apartamento. Se acercó a la ventana y miró con discreción a través de ella. Gina cruzaba la calle y se metía en el coche. Poco después arrancaba y desaparecía de su vista. Pero eso no fue todo: otro coche, de color rojo, se puso en movimiento y tomó la misma dirección que el blanco de Gina.
Jaime sonrió. Todo iba bien. Él no se fiaba ni de su sombra y con esa sensación de autocomplacencia se alejó de la ventana, se acercó al mueble bar y se sirvió un zumo. Después salió de su apartamento y bajó en el ascensor hasta el garaje del edificio. Se introdujo en su coche, puso el motor en marcha y salió de Madrid en dirección a La Coruña.

2

Jaime Delibes llegó a A Coruña al atardecer y llamó a un número de teléfono. Enseguida reconoció la voz que le respondía al otro lado de la línea.
— ¿Quién es?
—Soy Rufino –respondió Jaime Delibes – Acabo de llegar. ¿Tienes mi encargo?
—Sí. ¿Cuándo nos vemos?
— ¿Te parece bien a las siete?
—Vale, las siete es buena hora.
—Entonces, nos vemos a las siete.
Jaime consultó su reloj y comprobó que aún faltaban cuarenta minutos para la hora de la cita. Tenía tiempo de tomarse algo caliente y entró en una cafetería próxima. ¿Habría llegado Gina? Mientras bebía a pequeños sorbos un café demasiado caliente, pensó en lo que debería hacer en el caso de que por alguna razón Gina no se presentase. Si eso sucediera, él se encontraría con diez kilos de cocaína y sin un medio apropiado para trasladar la mercancía a Madrid. Esa perspectiva le inquietó. Había obrado mal. No tenía que haber llamado concertando la entrega hasta cerciorarse de la llegada de la joven.
— ¿Tiene teléfono?
—Sí, allí –le respondió un barman, señalando hacia el fondo del local.
Jaime se dirigió hacia el lugar indicado y marcó el número del hotel.
—Póngame con la habitación 313.
—Enseguida…
Esperó. Pasaban los segundos. Escuchó inquieto la señal de llamada.
— ¿Quién es?
— ¿Gina?
—Sí, soy yo.
Jaime respiró hondo.
— ¿Cómo ha ido el viaje?
—Muy bien. Esta región es muy bonita. Me gusta Galicia…
—Sí, es preciosa. Te llamaré más tarde para invitarte a tomar algo.
—Me encantará. Espero tu llamada.
Jaime exhaló un suspiro de satisfacción y regresó a donde estaba su taza de café. Terminó de beberlo, pagó la consumición y salió, dirigiéndose directamente al aparcamiento subterráneo donde había dejado el coche. Entró, comprobó que el dinero se encontraba en el escondite preparado al efecto y puso el motor en marcha. El coche salió sin prisa del aparcamiento.

3

        —¡Ahí va! –exclamó Luciano, señalando el coche de Jaime.
Fausto había aparcado el automóvil cerca de la salida, después de haberle visto entrar en el aparcamiento subterráneo. Él se había quedado allí y Luciano había bajado del coche para seguir los movimientos que hiciese Jaime tras dejar su automóvil aparcado. Había entrado en una tienda de golosinas y lo vio hablando por teléfono. Luego, tras dudar un instante, entró en una cafetería. Pidió algo, le sirvieron, hizo alguna pregunta y dirigiéndose hacia el fondo del establecimiento realizó una segunda llamada. Luego salió de la cafetería y se dirigió hacia el aparcamiento. Entonces, Luciano, fue hacia donde le esperaba Fausto.
Fausto puso en marcha el coche y siguió al de Jaime a una prudente distancia. Salieron del centro de la ciudad y se adentraron en un barrio periférico, de modestas edificaciones. Así llegaron a una calle que sólo tenía casas a un lado, porque el frente estaba ocupado por huertas. Le vieron aminorar la marcha e introducirse luego en una lonja.
Fausto detuvo el coche a cierta distancia y de nuevo se apeó Luciano. El individuo se quitó la corbata y la chaqueta para no desentonar en aquel barrio popular y en plan de paseo caminó en dirección a la lonja por el borde de las huertas. Al pasar frente a la lonja por donde había entrado Jaime, dirigió una mirada. Se trataba de un amplio garaje particular donde vio dos coches. En ese momento, un hombre comenzó a cerrar la puerta de entrada.
Luciano siguió caminando con despreocupación unos doscientos metros más. Incluso cogió unas flores silvestres y una rama de eucaliptos y oliendo con deleite sus hojas, inició el regreso al automóvil.

4

Jaime llegó a las siete en punto al lugar de la cita con Silvestre. Se trataba de la misma lonja en la que había renovado días atrás el contrato de suministro y donde se modificaban las condiciones de la entrega. El hombre que decía llamarse Silvestre cojeaba ligeramente y por su aspecto físico todo hacía suponer que había sido marino. Vestía pantalón de pana de color marrón y una camisa a cuadros, combinando el blanco con el azul y el amarillo. Nada en él destacaba, salvo la susodicha cojera.
Se saludaron con normalidad. Su primer contacto había sido preparado por Don Carlos hacía varios años y desde entonces sus relaciones fueron correctas. Incluso se tuteaban, pero su amistad se reducía a ese detalle.
— ¿Traes el dinero?
—Sí, en billetes de banco, como me lo pediste.
—Entonces voy a por lo tuyo…
Silvestre entró en una pequeña habitación al fondo del local y Jaime se introdujo en su coche por la puerta que daba a los asientos traseros. Allí palpó la tapicería de un asiento en su parte inferior, accionó un mecanismo y salió un cajón, de donde extrajo un maletín. Lo cogió y salió del coche. Silvestre se acercaba con otro maletín de las mismas características.
Se intercambiaron los maletines, los abrieron y los examinaron ligeramente.
— ¿Está bien? –preguntó Jaime
—Sí, parece que sí.
Ni Silvestre contó el dinero, ni Jaime probó ni pesó la droga. Su larga trayectoria de relaciones lo hacía innecesario. Sólo habían surgido problemas de mezcla en la última.
— ¿Es buena? –Quiso saber Jaime–. Ya sabes lo que ocurrió con la última entrega que llegó a mis manos…
—Absolutamente pura. Me he ocupado yo mismo de que nadie metiera las manos en ella.
Silvestre, con el maletín, se introdujo de nuevo en la pequeña habitación del fondo y Jaime lo hizo en su coche, ocultando el maletín en el mismo lugar donde sacó el otro.
Ambos volvieron a encontrarse.
—Que tengas un buen viaje –le deseó Silvestre tendiéndole la mano.
—Eso espero.
—Voy a abrirte la puerta.
Jaime Delibes se colocó ante el volante de su coche y, moviendo el vehículo marcha atrás, salió del local, tomando la dirección del centro de la ciudad.
Al acercarse al aparcamiento subterráneo, que ya había utilizado al llegar a la ciudad, aminoró la marcha. Se introdujo y aparcó en la planta más baja, que se encontraba medio vacía; después subió por la escalera y llamó a Gina.
—Quiero que vengas con el coche a esta dirección –y se la dio–. Te metes al aparcamiento subterráneo y bajas a la última planta. Lo dejas allí y subes, te espero en la cafetería. Es un lugar céntrico y no tendrás dificultades para llegar.
— ¿A qué hora tengo que estar ahí?
— ¿Puedes salir ahora?
—Sí
—Entonces, adelante. Te estaré esperando.
Jaime colgó el teléfono y a paso tranquilo se dirigió hacia el lugar de la cita. Miró escaparates, compró una revista ilustrada y entró en el bar.
Escogió una mesa visible desde la entrada y se sentó ante ella. Abrió la revista y comenzó a hojearla.
— ¿Qué desea tomar? Levantó la vista.
—Un gin–tonic de beefeater.
El camarero se retiró.
Poco tiempo después apareció ella. Su asombro no tenía límites. Estaba bellísima. Se levantó admirado. La mujer sonrió al percibir su perplejidad.
—Buenas tardes, Gina –saludó, extendiéndole la mano – ¿Te sientas?
— ¿Por qué no? –Dijo sentándose– ¿Que estabas leyendo? Jaime cerró la revista y se la pasó.
—La he cogido para pasar el rato.
Se acercó un camarero.
— ¿Qué quieres tomar? –preguntó Jaime
—Un zumo de naranja.
Gina dejó la revista sobre la mesa. Charlaron animadamente sobre temas intranscendentes; rieron, incluso se tocaron las manos y, veinte minutos más tarde Jaime comenzó a despedirse.
—Ahora voy a salir. ¿Dónde has aparcado el coche?
—Donde me dijiste, en la última planta del aparcamiento.
—Bien. No salgas hasta dentro de un cuarto de hora. Cuando salgas de aquí, quiero que vayas directamente al hotel. Después de dejar el coche en el aparcamiento, no vuelvas a salir. Mañana, a las ocho, retiras el vehículo y te diriges a Madrid por la misma carretera que has utilizado para venir aquí. Al llegar a Madrid irás directamente a mi apartamento, aparcas el coche junto al portal y me llamas por el portero automático. Entonces te daré nuevas instrucciones. ¡Ah!, no olvides que tu coche lleva droga. No te entretengas en el camino, detente solamente el tiempo indispensable para ir al servicio y tomar algo en un lugar discreto. Muévete con cuidado.
Gina le miró con seriedad.
— ¿Qué he de hacer si al llegar a tu apartamento no estás allí?
—Estaré.
— ¿Y si no estás? –insistió ella –. Puede ocurrir algo imprevisto…
— ¿Tienes garaje propio en el edificio dónde vives?
—Sí.
—En ese caso, lo aparcas allí y no lo muevas hasta que recibas mis instrucciones.
—Está bien.
Jaime se levantó y la besó en la mejilla.
—Cuídate –dijo acariciándole.
Ella le sonrió con un poso de preocupación.
Jaime salió de la cafetería y se dirigió directamente al aparcamiento. Entró aparentando despreocupación y se dirigió a la planta baja del edificio. Vio el coche italiano y movió su coche hasta aparcarlo junto al de Gina. Hecho eso, extrajo de su bolsillo un duplicado de las llaves del coche de la chica, se introdujo en él, y accionando un mecanismo se abrió un cajón muy bien disimulado en la parte trasera. Acto seguido, volvió a su coche, y de un escondite similar sacó el maletín que depositó en el cajón del coche italiano, cerrando a continuación todas las puertas. Toda esta operación la llevó a cabo en poco más de diez minutos.
Subió a su coche, puso el motor en marcha y salió del aparcamiento.

5

Luciano había seguido con atención los movimientos de Jaime cuando introdujo su coche en el aparcamiento. Le vio salir, hacer una llamada de teléfono, pasear mirando escaparates, comprarse una revista y entrar en la cafetería. Él dudó unos momentos, pero al recordar que era la segunda vez que entraba allí esa tarde, creyó conveniente seguirle.
Jaime se sentó ante una mesa y abrió la revista. Pidió un gin–tonic y volvió a la lectura. Luciano, en el mostrador, pidió un wiski con hielo, y desde allí, de pie, le observaba de reojo.
Entró una chica bandera, de esas que quitan el hipo. Se acercó hasta donde se encontraba Jaime. Hablaron algo que no pudo oír desde donde él estaba y “aquella pájara” se sentó al lado del hombre al que seguían.
Charlaban con animación. ¿Qué tenía aquel individuo que no tuviese él? Posiblemente se conocían de otras veces. Sería su amante en A Coruña…o, de otro modo, la chica con la que pasaba el rato en sus viajes a esa ciudad. Luciano encontró entonces una explicación al hecho de que él visitara dos veces la cafetería y a sus llamadas telefónicas. Era a ella a quien esperaba, era con ella con quien quería citarse… Mientras divagaba sobre ello, vio con sorpresa que Jaime se levantaba, se despedía de la muchacha y se iba. “¡Qué pena, desperdiciar así una muchacha como aquella!
Luciano salió de la cafetería siguiendo los pasos de Jaime Delibes. Posiblemente se habían citado para pasar la noche juntos. Tenía que ser eso. Ahora tendría que hacer alguna otra visita de negocios.
Cuando entró en el aparcamiento, Luciano corrió hacia donde le esperaba Fausto con el coche.
—Ha entrado en el aparcamiento –anunció sofocado.
Y mientras esperaban le fue informando de todos los movimientos que había observado.
Momentos después, Fausto y Luciano vieron con sorpresa que el coche que seguían salía de la ciudad.
— ¿A dónde irá? –se preguntó en voz alta Fausto.
—No te preocupes, que lo averiguaremos.
La confusión de ambos iba en aumento cuando el coche de Jaime comenzó a circular a gran velocidad por la carretera que conducía a Madrid. Había caído la noche y los coches llevaban los faros encendidos.
— ¡Regresa a Madrid!
— ¡Qué raro me parece todo esto! –opinó Fausto pensativo –. La visita a aquella lonja es normal, porque se supone que fue un encuentro de negocios, sin duda, el objetivo principal de su viaje a Coruña, pero esas dos entradas a la misma cafetería, esas dos llamadas telefónicas…
—Y la chica…
— ¿Crees que fue casual el encuentro entre ambos?
— ¡No lo sé! –dudó Luciano.
— ¿Cómo era la chica?
— ¡Despampanante tío! –y la describió con detalle.
— ¿Tú crees de verdad que se trataba de un simple ligue? ¿Podría haber algo más?
— ¿Cómo qué? ¿Algún amorío oculto? ¿Insinúas eso?
Fausto suspiró.
—No lo sé. No sé qué pensar. Intenta recordar sus expresiones cuando hablaban, palabras sueltas que pudiste captar…
—No pude escuchar nada porque no me acerqué lo suficiente. Además, había bastante ruido. En cuanto a su forma de hablar, algunas veces sonreían y otras había seriedad en sus rostros. Lo normal. No discutieron, no se enfadaron, si es lo que quieres saber. Lo que siento es no haberle podido sacar una foto a esa fulana. Si ella no se hubiese quedado dentro, si hubiese salido antes que él, la hubiera seguido para intentar sacarle una foto. Dentro, era imposible.
Mientras hablaban ambos tenían su mirada fija en el coche que iba por delante. La noche presentaba una dificultad añadida para el seguimiento y la vigilancia en carretera, pues la oscuridad cubre los colores y las formas, uniformándolas, reduciéndolas a dos simples luces coloradas. Entonces, la atención del vigilante se redobla, la vista se cansa y la tensión que todo ello produce es agobiante.
Fausto prestaba atención a los coches que les rebasaban, y Luciano tenía la vista fija en las luces traseras del coche de Jaime. Dos expertos como ellos en labores de seguimiento no podían fallar.
Una hora…dos horas… Era mucha tensión, pero aguantaban.
— ¡Atento!
Era Fausto quien había dado la voz de alarma y había comenzado a frenar cuando la distancia entre ambos coches se reducía.
—Ha aminorado la velocidad. Parece que va a detenerse aquí – añadió Fausto.
— ¿Dónde estamos?
—No tengo ni idea. Parece un pueblo grande –dijo, sin apartar la vista de las dos luces rojas.
Los dos coches se detuvieron.
— ¿Por qué se habrá detenido?
—Querrá tomar algo, o ir al servicio. Posiblemente se trate de ambas cosas.
—Tengo que orinar –y Fausto descendió y lo hizo allí mismo.
Se encontraban a las afueras del pueblo y a esa hora no se veía ningún transeúnte. Las únicas señales de vida procedían de los vehículos que transitaban y de los puntos de luz que alumbraban las calles y algunos rótulos comerciales.
Pasaron unos minutos más.
— ¿Quieres que salga y vaya a ver qué sucede?
—Sí, mejor será.
Luciano descendió y avanzó a paso normal. Se trataba de un hostal. Comprobó con legítimo orgullo que habían realizado un perfecto seguimiento del coche, porque el automóvil estacionado ante la puerta era el de don Jaime.
Luciano se disponía a regresar cuando vio salir a Jaime acompañado de otro hombre joven, de unos treinta años. Se puso a cubierto tras una furgoneta. Jaime se introdujo en el coche y lo movió siguiendo las indicaciones del joven, a fin de introducirlo en el parking del establecimiento. Después, regresó junto a su compañero.
—Se trata de un hostal. Parece que nuestro amigo pasará aquí la noche. Ha metido el coche dentro. Conoce el sitio de otras veces…
—Tiene miedo de que le roben la droga, ¿eh?
—Naturalmente. ¿Tú en su lugar no harías lo mismo?
Fausto suspiró.
—Nos toca pasar la noche en el automóvil. Distribuiremos las guardias. Pasa atrás, Luciano, e intenta dormir tres horas.
—No, pasa tú, que has estado conduciendo.
Fausto aceptó la propuesta de Luciano. Durmió durante más de cinco horas, porque Luciano le vio tan cansado que decidió no despertarle hasta más tarde.
Hacia las seis de la mañana comenzó el turno de vigilancia de Fausto. Pocos minutos después de las nueve puso el motor en marcha y comenzó el seguimiento de Jaime, que había salido momentos antes del hotel. Tumbado sobre los asientos traseros, Luciano dormía, hasta que el traqueteo del coche le hizo despertarse sobresaltado.
— ¿Qué hora es? –preguntó Luciano desperezándose.
—Las nueve y diez pasadas –le respondió Fausto mirando el reloj del coche– Ahí va nuestro amigo –añadió.
— ¡Vaya nochecita, eh!
—El día viene espléndido.
Llegaron a Madrid pasado el mediodía y detuvieron el coche a varias decenas de metros del edificio en el que vivía Jaime. Fausto cogió el teléfono móvil y marcó el número de don Carlos. Un hombre estableció la comunicación entre ambos.
— ¿Qué hay de nuevo, Fausto?
—Acabamos de llegar a Madrid.
— ¿Ha ido todo bien?
—Todo ha sido muy rápido. Estamos muy cerca del portal donde vive, ¿qué hacemos ahora?
—Dejad ese trabajo y venid a verme. Quiero un informe completo de ese viaje.
Fausto dejó el teléfono y puso el motor en marcha.
—El jefe quiere vernos. Quiere un informe completo.
Luciano había aprovechado la parada para cambiar de asiento, colocándose delante, junto a Fausto.
—Está bien, se lo daremos.

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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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SOBRE ESTA BITÁCORA

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