Usamos en castellano la noción de goce igualándola a la de placer
Pero nombramos goce a una dimensión no placentera, más cercana popularmente a vicio, esa sombra que nombra lo que nos hace daño a la vez que no puede abandonarse, superior a las fuerzas, a las humildes fuerzas del ser que habla.
Ese no saber de las razones de entrar en un goce mortífero es otra de sus señas de identidad. El goce es inconsciente, al contrario que la dimensión placentera, muy conocida para cada uno, más confesable, frente a lo inefable del goce.
Il godimento, como dicen los italianos, empuja dentro de unos márgenes que se hacen acompañar de la soledad en muchas adicciones, y de mucho público en los goces de la exhibición, de la megalomanía. Una película italiana, La grande bouffe, enseña muy bien esta dimensión del goce, comen en un principio por placer, para terminar todos muriendo en un goce gastronómico.
Murakami escribió sin saberlo una de las mejores definiciones de goce. Es en su libro De qué hablo cuando hablo de correr. Tras una ultramaratón, había sentido «la tristeza del corredor», cuando habiendo hollado un terreno distinto, su sensación de fatiga se esfuma en el kilómetro 75, y entonces encuentra cierto regusto filosófico, incluso religioso (ya no era placer), me había hartado de correr.
El goce y el hartazgo se terminan encontrando, pues no hay placer en el goce, sino desborde, muerte. Por eso el psicólogo advertido sabe que la operación reducción de goce es de largo alcance y obtiene mejores efectos que dar pautas, auténtico insulto a la inteligencia.
Antígona muestra la transgresión, cruza la ley para llegar al horror, territorio del goce.
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