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Insultamos a quien no debemos

Es bastante curiosa la utilización de los insultos en las sociedades actuales de habla española. Aquellos que nos salen solos ante un hecho rápido, injusto, con mala intención por parte de la otra persona y que debemos concentrar en una o muy pocas palabras; serán todos ofensivos para colectivos minoritarios de los que no tienen ninguna culpa ni responsabilidad pero que echamos en sus espaldas todo lo malo de nuestras acciones cotidianas.

 

Y sino hagan la prueba, imaginen que están a punto de cruzar un paso de cebra, perfectamente señalizado y actuando correctamente y en ese momento un coche a toda velocidad irrumpe y está a punto de atropellarles. La reacción mayoritaria es girar el cuerpo hacia la estela del automóvil y apretando los dientes soltar un improperio… pero ¿Cuál sería? “Subnormal”, “Idiota”, “Impotente”, “Zorra”, “Gilipollas”, “Hijo de puta”, “Jue’puta” ¿Pero qué han hecho realmente esos colectivos de personas o animales para que de tan mala manera utilicemos su nombre? Realmente nada… entonces ¿Por qué los utilizamos como chivos expiatorios de todos nuestros males perentorios cuándo nos acaece algo malo y repentino? Son los colectivos marginales o peor vistos y qué tememos por ignorancia o por mala fe, por estereotipos los que fundamentan el blanco de los apelativos para insultar a alguien. ¿Actuamos bien acaso cuando utilizamos oprobios que se ceban con estos colectivos para desahogarnos en semejantes situaciones? Es decir ¿insultamos a quien debemos?

Lo mismo ocurre, como explicaba magníficamente Alexis Valdés en un monólogo, donde todo lo malo recibe el apelativo peyorativo de “negro”. “Humor negro”, ”día negro”, ”alma negra”, “negro porvenir”, “mercado negro”, “cine negro”, “beso negro”, hasta el dinero si es “negro” es malo… y no digamos lo peor y más destructivo conocido un “agujero negro”. Si hasta el s. XVI cualquier persona negra para la Iglesia no tenía alma y si uno echa un vistazo a las estadísticas históricas sobre la esclavitud entre África y el Caribe u observa las pinturas románicas verá como hasta el rey Baltasar de los Reyes Magos era blanco y no negro. Podemos inferir que el contexto socio-cultural en el que se generan los improperios va a ser fundamental para la creación del mismo. Otro caso es hasta cuándo pueden y deben seguir dando vueltas y rulando tantos y tantos oprobios con un base cultural tan errónea e injusta.

Aunque los insultos sean una práctica social desaprobada y rechazada. No vale con engañarnos a nosotros mismos con argumentos pueriles. Con sólo la represión, pensando en no volver a decir palabras malsonantes o soeces, puesto que en determinados momentos nuestra condición humana nos obliga a comunicarnos y a soltar por nuestra boquita una ristra de vocablos muy específicos y que deben cumplir una función social e individual. Los insultos no se pueden quitar de nuestro vocabulario. Sólo se pueden sustituir unos por otros y con práctica, pero quien pretenda eludirlos totalmente se engaña o simplemente quiere quedar bien delante de otros.

Por mucho que a los niños en su proceso de socialización, tanto primaria como secundaria, se reprima y categóricamente trate de cortarse de raíz en sus inicios (la doble moral que toda sociedad posee) el hecho que se produce en sí, es una jocosa hilaridad al escuchar a un retoño emitir con soltura semejantes exabruptos. La consecuencia que se produce es la contraria a la deseada y, quien aprende la lengua española, tanto sea como lengua materna o secundaria (y sino observar cómo cualquier extranjero lo primero que aprende charlando en un idioma son los insultos) los interioriza rápidamente como una forma de expresión fecunda a la hora de poder comunicarse.

Para que exista un vituperio, debe haber intencionalidad en el emisor de hacer daño concentrado en una o pocas palabras emitidas con fuerza y animadversión, pero también debe darse de manera ineludible en el receptor la sensación de sentirse lastimado. Y quizá aquí se da la peor parte, puesto que significa por parte de todos esos colectivos, empezando por las madres y acabando por las prostitutas o disminuidos de cualquier condición o clase que tienen asumido e interiorizado el rol de tener que sufrir y aguantar semejante escarnio público cada vez que alguien hace uso de un insulto en esas circunstancias, es una manera de legitimar y que se consolide y se mantenga en la sociedad el machismo y la condición sumisa de madres y mujeres; la marginalidad a la que muchas veces se ven abocados minusválidos, inmigrantes, colectivos LGTB´S.

¿Por qué no hacemos nada para evitar que eso siga así años y años?

Hace algún tiempo el jugador búlgaro del Barcelona Hristo Stoichkov ejecutaba los insultos a la perfección y había pasado por varios países y aprendido varios idiomas pero al árbitro o a sus contrincantes siempre les insultaba en castellano. Y es en este hecho donde adquiere su significación el lenguaje y para que se dé tiene que existir previamente un contexto social y cultural, una base ética convencional (con un origen más o menos reciente) admitido por casi todos y por casi todas como algo real y trémulamente ofensivo.

Por aquello del doble sentido, es curioso como desde sus comienzos el quizá utilizado como peor insulto en lengua castellana “Hijo de puta” en todos los tiempos de la misma, también tenía el sentido encomiástico y adulador. Ya en El Quijote Sancho aclara:

-Digo -respondió Sancho- que confieso que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle.

Como muy apropiadamente nos muestra la Wikipedia en un estudio Paralelos y Meridianos de Guillermo Sheridan sobre El Quijote para explicarlo dentro del contexto social y cultural de la época “Hijo de puta” sería un insulto poliédrico que afectaría a varias facetas. La primera se trataría de “El que no es procreado de legítimo matrimonio”. La segunda “se insulta a la madre [por puta] y al padre [por permitir ser puta a su mujer] (...) es además un insulto gerundial, pues el hijo de puta lo fue al nacer, sigue siéndolo en el presente y lo será aún en el futuro (...) Un hijo de puta lo es a perpetuidad. Yo añadiría además que se llama cornudo al padre, puesto que si la madre yace con otro hombre por dinero o no… O lo que es lo mismo una mala persona.

Ya en las Españas del Lazarillo de Tormes o en las del Buscón de Quevedo se deja claro la importancia del nacimiento de cuna noble y la tan habitual figura del Hidalgo o Fidalgo. Y de cómo en tiempos de escasez y penuria se busca el aparentar, la exención de impuestos y gozar de una vida que socialmente es considerada como “por encima de tus posibilidades” por parte de los pudientes y como “el sueño español” de los siglos XVI al XIX pasa por ser noble. La Hidalguía aunque surgió con la Reconquista allá por el siglo X para premiar a quienes ayudaban a los reyes en sus luchas, consistía en un título que otorgaba el monarca con ciertos privilegios.

Hidalgo apócope de Hi(jo)d(e)algo se otorgaba por ser hijo de algo o de alguien [respetado o de noble cuna] aunque no tuvieran muchos bienes. Podían ser de sangre o por que los monarcas le habían concedido ese título, con el que en cualquier caso no pagaban impuestos. En el siglo XVIII en Asturias llegaron a ser el 80% de la población, en Cantabria el 90% y en Vizcaya todos los que nacían eran considerados Hidalgos (origen de los fueros que aún hoy perviven en la actualidad). Lo cierto es que incluso en el siglo XIX la burguesía se ennoblece y la nobleza se aburguesa perpetuándose y extendiéndose el apelativo como insulto por doquier.

Por todo ello no nos sorprende que durante tantos años y con tanto fervor se haya utilizado como el peor de los insultos meterse con el origen desconocido de la familia de uno o de una. Más si atendemos al papel casi sumiso y sin personalidad que tanto por entonces como hasta hace escasos años otorgaba la sociedad a la mujer. No será hasta la Constitución de 1978 en su artículo 39.2 en la que los poderes públicos aseguren la protección integral de los hijos, iguales estos ante la ley con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil y en el artículo 39.3 Los padres deben prestar asistencia de todo orden a sus hijos habidos dentro o fuera del matrimonio, durante su minoría de edad y en los demás casos en los que legalmente proceda. Y aunque el artículo 39 tenga la misma protección que el 47 el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, supuso un gran avance social para el reconocimiento de los derechos de todos.

De la misma manera que hasta hace muy poco todos aprendimos de pequeños valores culturales en los cuentos tradicionales donde la Cenicienta debe esperar a que un príncipe la rescate de su desgracia, o la Bella durmiente (el colmo de la sumisión) dormida durante años incluso esperando a que un príncipe (eso sí por supuesto también de noble cuna y nada de un Hidalgo cualquiera de tres al cuarto sino un auténtico heredero a la corona) la despierte.

El insulto utiliza para sus campos semánticos a la sexualidad, a los progenitores, a la apariencia, a las discapacidades físicas y mentales, a las minorías que se consideran marginales y con las que la sociedad se ceba y se recrea. Quizá sea muy atrevido por mi parte intentar cambiar la manera de agraviar al otro cuando en el “habla” se necesite pero lo que sí podemos es a nivel personal generar otros insultos y tratar de utilizarlos sustituyendo los clásicos para así socializar en valores, al menos a niños y a extranjeros, para que algún día desaparezca de nuestro vocabulario definitivamente la denigración que supone para cualquier madre, mujer o prostituta que alguien se acuerde de ella en esos términos.

La riqueza de nuestro idioma nos lleva a una ingeniosa forma de crear insultos de manera automática, simplemente eligiendo la tercera persona de singular del presente de indicativo de un verbo y un sustantivo detrás al que se adhiere formando dos palabras en una. Así es como se crearon los ya míticos “abrazafarolas”, “correveydiles”, “chupacuartos”, etcétera. Y es una bonita y a la par original forma de crear con ingenio un insulto para la ocasión sin tener que acudir a la sexualidad, ni a denigrar colectivos minoritarios y malconsiderados marginales.

Por supuesto que todos tenemos la libertad de elegir nuestros insultos con las limitaciones del código penal, eso sí, que considera que “Hijo de puta” puede ser delito o falta dependiendo de lo que interprete el Juez. Pero también tenemos la obligación de conocer o cuando menos que seamos conscientes de toda la carga social y cultural que conlleva seguir insultando a quien no debemos.



CUADERNO DE CHEMA
De la serie, "La curiosidad hizo sabio al gato".

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