La lluvia con la que chapoteábamos


Llovía “a cántaros” sobre la ciudad aquella tarde. La tormenta parecía haberse cebado con la urbe y sus habitantes, y la oscuridad se iba adentrando a marchas forzadas por cada rincón urbano; apoderándose del cielo por momentos y pareciendo querer llevarlo al ocaso de su luz con mucha mayor celeridad que otros días.


La lluvia con la que chapoteábamos

La gente que a esas horas transitaba por sus calles, se cobijaba como buenamente podía bajo los balcones de las casas que encontraban a su paso o bajo sus respectivos paraguas; pero ella no… Ella caminaba por la acera con paso firme, como si la lluvia no fuese con su figura, no le importase o, incluso, no le mojase; cosa imposible esta última, pues llovía con increíbles ganas y de una manera insistente. Tanta era la intensidad y tan negro se mostraba el panorama, que pareciese no iba a parar en horas. Vestía pantalón vaquero y cazadora de piel, y calzaba unas botas de cuero que le alcanzaban casi hasta la rodilla. Al caminar, su larga y ensortijada melena se le mostraba libre al aire de la tarde. Y su andar, firme y sensual a un tiempo, atraía la mirada de más de un viandante. Al pasar a su lado, le miré a los ojos y, todo caballeroso, le invité con un gesto de simpatía a que, dada la tromba de agua que estaba cayendo, se cobijase bajo mi paraguas; pero ella, amable y sonriente, rehusó mi invitación. E hizo a la par algún corto comentario, que el ruido de la lluvia y el murmullo de la calle me impidieron discernir. Por lo que, pasados unos segundos, insistí de nuevo en la invitación, ante el evidente diluvio que continuaba descargando sobre la ciudad.

Pero ella, con un gesto de su mano, tras apartarse de la cara un largo mechón de cabello completamente calado, declinó de nuevo mi ofrecimiento; aunque con una mirada y una sonrisa que eran en realidad un sí, fácilmente intuido tan sólo con remachar un poco más en la propuesta, nada pretenciosa por otra parte. Al cabo de unos minutos nos vimos en el interior de una cafetería cercana, sentados frente a frente, charlando amena y distendidamente junto a un café y al lado de un amplio ventanal que nos dejaba percibir con total perfección el movimiento de la calle y la insistente lluvia del exterior, pero ahora a cubierto.

Fuera, el aguacero que la tormenta había propiciado, continuaba en su persistente acción, circunstancia que, pocas veces como en aquel momento, agradecí en mi fuero interno. Y, de igual modo, intuí que ella tampoco desaprobaba el instante y la circunstancia; y que no acariciaba gana alguna de que la lluvia cesase por tan pronto… Y tardaría algún tiempo, en efecto, la tormenta en dejar de mostrarse tan activa, y también la lluvia en amainar lo suficiente como para no empaparnos de agua en exceso porque, abrazados como caminábamos, mirándonos de hito en hito el uno al otro, para nada echábamos en falta el paraguas que, además, debió quedarse olvidado en el bar.

Y así, de esa guisa, recorrimos la ciudad, incluso por calles que ninguno de los dos conocíamos, pues al igual que no nos importaba la lluvia que continuaba cayendo sobre nosotros, tampoco nos importaba cuales eran las calles que cruzábamos; sólo ansiábamos caminar unidos sintiendo nuestros cuerpos juntos. Ya de noche, al final de una de estas calles, un cartel iluminado con una brillante luz de neón nos anunciaba el nombre de un hotel. De común acuerdo, decidimos pasar a su interior y tomar una habitación donde poder secar nuestras ropas; aunque en el fondo, lo que ansiábamos con verdaderas ganas era entregarnos al amor con encendida pasión…

A veces, la lluvia en la ciudad puede ser también una dulce bendición del cielo en el momento más álgido del coqueteo amoroso… Y el paraguas como artilugio, una oportuna disculpa bastante apropiada para propiciar el inicio de ese amor.

Imagen: José Luis Estalayo
Actualización Oct2025 | 💥+310👀





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