Home
Memorias
Mostrando entradas con la etiqueta Memorias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Memorias. Mostrar todas las entradas
La leyenda del pico Tres Mares
En el corazón de la Montaña Palentina, donde las nubes acarician la tierra, se alza imponente el Pico Tres Mares, un lugar de una magia inusual. Allí, en su cumbre, nacen tres fuentes cuyas aguas emprenden un viaje épico hacia tres mares distintos: el Atlántico, el Cantábrico y el Mediterráneo. Esta peculiaridad geográfica no solo ha fascinado a científicos y exploradores, sino que también ha dado origen a una leyenda ancestral, transmitida de generación en generación.
Cuenta la historia que, en tiempos inmemoriales, la Montaña Palentina no era simplemente tierra y roca, sino una madre viva que daba forma al paisaje con amor y sabiduría. Un día, la montaña dio a luz a tres espíritus del agua, a quienes confió la tarea de dar vida a los ríos y mantener el equilibrio entre los valles, bosques y campos.
Los tres hermanos, Boreo, Altea y Atlanteo, crecieron fuertes y orgullosos, cada uno con un carácter muy distinto. Boreo, el mayor, era frío y firme como el viento del norte; soñaba con que las aguas corrieran hacia el Cantábrico, alimentando las tormentas y los acantilados. Altea, la hermana mediana, tenía el corazón cálido y sosegado, y deseaba que las aguas fluyeran hacia el Mediterráneo, donde las olas danzarían bajo un cielo sereno. Atlanteo, el más joven, era aventurero y soñador; quería que las corrientes se unieran al Atlántico, para perderse en la vastedad del océano sin fin.
Pronto, las diferencias entre ellos se convirtieron en una disputa. Ninguno estaba dispuesto a ceder, y la tierra comenzó a resentirse por la tensión entre los hermanos. Las montañas temblaron, los ríos se estancaron y los bosques quedaron en silencio. Alarmada, la madre montaña habló con ellos:
—Mis hijos, esta disputa está dañando nuestro hogar. Si no podéis poneros de acuerdo, tomaré una decisión por vosotros. En mi cima, nacerán tres fuentes. Cada una elegirá su camino y fluirá hacia un mar distinto. Así, todos tendréis vuestra parte en el reino de las aguas.
Los tres aceptaron, aunque no sin cierto recelo. Al amanecer, la montaña cumplió su palabra: nacieron tres manantiales cristalinos, y cada uno eligió su destino. Uno fluyó hacia el norte, alimentando los ríos que desembocarían en el Cantábrico. Otro siguió el camino del este, uniéndose al río Ebro para llegar al Mediterráneo. Y el tercero se dirigió al oeste, nutriendo al Pisuerga y, a través del Duero, encontrando el Atlántico.
La paz volvió a reinar, pero la madre montaña les advirtió:
—Mientras respetéis el equilibrio, las aguas seguirán su curso, puras y eternas. Pero si alguna vez uno de vosotros intenta reclamar más de lo que le corresponde, las fuentes se secarán y esta tierra quedará estéril.
Mi Tierra en el Corazón
Tristeza, amor acaso, primer libro de Marcelino García Velasco
El primer libro que el poeta publica es "Tristeza, amor acaso" en la Colección Rocamador revista de la que había sido cofundador junto a José María Fernández Nieto y Carlos Urueña. Obtuvo buenas críticas. Transcribo la de Juan Rúiz Peña, aparecida en Diario de Burgos con fecha 16-abril-1962.
“Estaba allí, frente a mí, con su breve estatura, su cuerpo enjuto, la cara pálida y los ojos negros, ardientes, como brillándole de fiebre. Un castellano neto, con acero interior y un poeta triste, sincero y amargo; yo amaba su poesía por su ardorosa sequedad de páramo verdecido en primavera y me gustaba como crítico de libros de aquella revista palentina “Rocamador”, por su justicia y dureza en manejar la tralla contra el poeta joven, potro orgulloso y sin desbravar, y a veces contra los pusilánimes, maduros ya. (Su intención era honrada y buena, siempre que en el poeta criticado existiera el necesario espíritu de humildad). Era el poeta García Velasco y era Marcelino que hablaba ahora con voz apagada, un poco sorda pero firme, exponiendo su justo parecer pues detrás de aquel semblante serio y espiritualizado, resonaba un corazón adusto en lucha con la vida. ¿Cuántos años han pasado después de esta entrevista? No sé, Marcelino y yo hemos seguido escribiéndonos sin cesar, y he ido sabiendo de su obra poética en marcha, de la alada aparición del primer amor, del ejercicio de la docencia practicado con devoción, de su lírico vibrar frente al paisaje castellano y de su abandono a la tristeza. La tristeza es compañera inseparable de la juventud de un poeta, como la melancolía suele ser el hada negra de la adolescencia: para un joven, la tristeza es lluvia y monotonía, cerrazón de horizonte y cargazón de agua en el corazón; es un sentimiento que al que se apega. Esto le ha sucedido al poeta palentino Marcelino García Velasco, del que acaba de aparecer en Palencia, editado por Rocamador “Rocamador”, su primer libro de versos: “Tristeza, amor acaso”. Este libro es como un arca de roble castellano, secreto y confidencial. Cuando se abre, dentro hallamos al corazón del poeta que nos dice: “Por esta tristeza me conoceréis, por otra cosa, no”. Detrás, resonando, una insistencia rítmica de lluvia, o vibración de nieve en el cristal. Es como una tristeza que humedece al alma, que ablanda al corazón. La tristeza va dentro del poeta, pero siguiéndole los pasos del amor verdadero. Este libro se ha escrito para denunciar a la tristeza, pero también para descubrir el amor. La necesidad de este libro la justifica esa doble vertiente en que se divide el corazón del poeta. Desplegada el ala de la tristeza, acude al amor a mitigar las lágrimas, y se inclina el poeta como un ángel al que tirarán de un ala, hacia el lado en sombra del amor, que sólo posee su dolida sonrisa. El ala del amor se lleva por la tierra. ¡Cómo le duele, cómo siente el poeta, a esta tierra palentina: Tanta tierra para llorar, y haberse visto encadenado a la más pobre, páramo de llanto y greda. Tierra enraizada en su corazón como el amor con cuya sombra se entrelaza. Dice: “Aquella tierra blanca cada tarde se viene -a mis latidos- y sube con mi sangre -hasta el borde mismo de la pena”. Son los poemas de este libro, largos, de musical ondulación, con un verso libre rítmicamente ajustado al latir del corazón del poeta. Poesía nueva, pero de raigambre romántica, tanto por la forma libérrima, como por el sentimiento. Hay en ellos, versos de maravilla, así cuando nos dice: “que la luz nos sorprende como el vuelo de un águila en el soto” o nos describe a su “madre, bella y pequeña, tú, como cañuela” o recordando a la mujer amada: “Estoy oyendo tu voz –mientras sujeto la tristeza con los dientes” Sí, una especie de desolación, de blanca tristeza de páramo, nubla el corazón del poeta: “Roca triste, rojo páramo, cuántos caminos me sé ya para sentirme solo” Paisaje palentino de Castilla, y hasta el final la tristeza como endulzando la amarga soledad herida del poeta, y el ala cálida del amor, en presencia o en ausencia, como un lenitivo. Con este libro de versos, “Tristeza, amor acaso”, el poeta palentino Marcelino García Velasco, se reafirma en su valía y se coloca en vanguardia, en primerísima línea, entre los mejores poetas jóvenes de Castilla.
Recojo otra opinión, es la de Joaquín Caro Romero, en Ágora, Madrid, número seis, 61/62 en el año 1961. Transcribo:
“El crítico palentino de poesía Marcelino García Velasco libro (Tristeza, amor acaso…Col. “Rocamador”, Palencia, 1961) una vez encallecido por las musas en periódicos y revistas. Su voz no vacila. Hay poemas, como el de la penúltima agrupación de “Muchacha en primavera” que, a partir de un determinado verso, presentimos un avance de calidades: “Esta noche pondré tu nombre junto al pan”. Tristeza, amor acaso… es como un largo peregrinaje dolorido plasmado en veinticinco confesiones. De súbito amanece Antonio Machado: “…no a la vida, al amor…” o se asoma a Aleixandre: “Niños como llanto, mujeres como maldiciones…
La Leyenda de la Cueva Cobre
En un rincón perdido entre montañas y cañones, donde la roca calcárea guarda secretos de millones de años, se encuentra la enigmática Cueva Cobre. Su entrada discreta, cubierta de maleza y bañada por la fresca humedad de los arroyos, parece inofensiva, pero los habitantes del lugar evitan hablar de ella. La cueva es un mundo aparte, lleno de ecos, sombras y misterios que han alimentado las historias de quienes se atrevieron a cruzar su umbral.
El guardián de la cueva
Cuentan los ancianos que la cueva Cobre fue creada por los antiguos espíritus de la tierra, quienes moldearon sus túneles y bóvedas para proteger un tesoro oculto en lo más profundo. Pero este tesoro no es oro ni piedras preciosas: es una joya cristalina formada por la confluencia de aguas subterráneas, un manantial que, según la leyenda, otorga sabiduría y longevidad a quien lo beba. Sin embargo, los espíritus pusieron un guardián para protegerlo: un ser sin forma definida que se manifiesta en la cueva como sonidos extraños, figuras monstruosas y laberintos imposibles. Dicen que este guardián, conocido como La Sombra del Agua, nunca permite que alguien llegue al final de la cueva sin pagar un precio.
El camino prohibido
Durante años, intenté entrar en la cueva Cobre. A pesar de mis esfuerzos por encontrar compañía, la gente del lugar siempre encontraba excusas para no acompañarte. Un hombre, cargado de culpa y preocupación por su madre, prometió hacerlo algún día, pero incluso tras su pérdida, nunca cumplió su palabra. Otros, como el espeleólogo que consulté, decía que la época de lluvias hacía imposible la exploración, como si la propia cueva eligiera cuándo permitir el paso.
Finalmente, me armé de valor y fui con un hermano. Al principio, parecía una aventura más, pero pronto los ecos y los ruidos comenzaron a llenar el aire. Mi hermano, disimulando su nerviosismo, sugirió que no había nada interesante y que lo mejor sería salir. Yo sin embargo, sentía que algo en la cueva me llamaba, como un susurro lejano entre el ruido del agua.
Los obstáculos de la oscuridad
Con el tiempo, encontré un compañero dispuesto a acompañarme más allá de los límites que los demás no se atrevían a cruzar. Sin embargo, la cueva Cobre no se rendiría fácilmente. Tras caminar entre estrechos pasajes que obligaban a girar la cabeza y avanzar de lado, nos enfrentamos a un muro de casi cinco metros, sobre el cual caía una cascada furiosa. Decididos, volvimos con una escalera extensible, pero la cueva parecía burlarse de nosotros. Superado ese muro, otro igual se alzó frente a nosotros, obligándonos a regresar una vez más.
La oscuridad era total, un vacío que devoraba la luz de las linternas y jugaba con nuestra imaginación. Las estalactitas y estalagmitas formaban figuras extrañas que parecían vigilarnos: demonios, monstruos y hasta formas que recordaban dinosaurios. El agua, fría al entrar, se convertía en una segunda piel tras horas de exploración. A veces nos arrastrábamos, otras nadábamos, y de vez en cuando las bóvedas se abrían como catedrales subterráneas, aunque el agua nos cubría casi por completo.
El corazón de la cueva
Una vez, mientras cruzábamos un estrecho túnel inundado, llegamos a una bóveda de ensueño: tres metros de altura, reflejos danzantes en el techo, y un silencio interrumpido solo por el goteo del agua. Allí, nos detuvimos, sintiendo que la cueva nos observaba. La corriente arrastraba piedras redondas que creaban ecos extraños, pero, de algún modo, parecía que la cueva nos susurraba advertencias en su propio lenguaje.
En lo profundo, divisamos un pasillo que descendía hacia lo desconocido. Sin embargo, la combinación de la oscuridad, el agua y los cada vez más estrechos caminos nos obligó a retroceder. Salimos de la cueva con la certeza de que volveríamos algún día, pero sabíamos que la cueva Cobre no se lo pondría fácil a nadie.
El misterio eterno
Hoy en día, la cueva Cobre sigue siendo un enigma. Algunos aseguran que nadie ha llegado nunca al final de sus túneles, que el tesoro permanece intacto, protegido por La Sombra del Agua. Otros creen que aquellos que intentaron alcanzarlo quedaron atrapados en los pasadizos inferiores, convirtiéndose en parte de la leyenda.
Solo quienes han entrado saben que la cueva tiene vida propia. Quizás no sea un tesoro lo que protege, sino su propio corazón de piedra y agua. Al final, la cueva Cobre no necesita guardianes: ella misma decide quién puede cruzar sus dominios y quién debe regresar, dejando tras de sí un eco de voces, sonidos y secretos que nunca serán desvelados del todo.
Callejeando por Cervera
Y es que nos encontrábamos felices cada vez que abandonábamos los muros del Colegio y disponíamos de una cierta libertad de movimiento y podíamos hablar sin restricciones entre nosotros.
En aquel entonces, mediados de los años 60, las tardes de un día cualquiera en la localidad palentina de Cervera de Pisuerga, en nuestro norte provincial, transcurrían tranquilas y medianamente silenciosas hasta que, de pronto, los murmullos altisonantes de las decenas de conversaciones de los chicos del Colegio de los alemanes, que éramos nosotros, rompíamos esa quietud a medida que atravesábamos alegres y vocingleros en fila de a tres sus calles centrales, donde apenas si circulaba algún coche, camino del campo de fútbol municipal de la Bárcena, de la cercana localidad de Arbejal y el pantano de la Requejada, o incluso con rumbo a alguna otra pequeña población de los alrededores para tratar de pasar de manera divertida las horas que aún restaban de aquella tarde que teníamos libre.
De ahí ese murmullo creciente de nuestras conversaciones dentro del grupo cuando atravesábamos las calles de Cervera; aunque en el fondo echásemos en falta el no poder caminar totalmente libres por la localidad y poder disponer de algunas monedas en nuestros bolsillos para permitirnos el pequeño lujo de comprar algunos dulces en el quiosco de la plaza, como lo hacían los chavales del pueblo que no estaban en el internado y quedaban libremente con sus amigos para poder recorrer las calles sin cortapisas hasta que llegase la noche.
Debíamos formar en cada ocasión un pequeño torbellino de voces bastante audibles en los alrededores de la calle por la que cruzábamos, lo que ocasionaba que de vez en cuando hasta notásemos cómo las gentes se asomaban a las ventanas de sus casas para vernos pasar.
Y si en ocasiones, quien se asomaba era alguna que otra chiquilla joven, nosotros, que la habíamos detectado pronto, sólo nos atrevíamos a mirarla cargados de rubor en nuestras mejillas, y seguíamos nuestro camino sin ni siquiera un adiós, pues a tal rigidez en las normas ascendía nuestra educación.
Pero con todo y con eso, lo que sí quedaba patente en aquellos momentos era que estábamos dejando muestra, bien a las claras, de que nuestro paso por las calles de Cervera no era precisamente silencioso, sino lleno de vitalidad, como correspondía a unos chavales que, a pesar de las condiciones generales que habíamos asumido para con nuestros superiores durante nuestra estancia en el Colegio, nos sentíamos con fuerzas y con unas ganas de vivir a prueba incluso de la rigidez del día a día.
Nosotros, unos chavales que apenas si habíamos iniciado la pre adolescencia y ya estábamos enfrentándonos a aquella clara severidad de las normas.
Historias cercanas
Toque a huebra
De pronto un día bien de mañana –cuando el sonido de las campanas en el pueblo estaba a la orden del día y marcaba muchos de los aconteceres diarios del lugar-, sonaba la campana de la torre de la iglesia con el específico toque ya previamente conocido por todos, y los mozos y resto de población masculina de mediana edad del lugar, se concentraban en la plaza del pueblo provistos, unos de palas, otros de picos o azadas, algunos portando horcas de hierro, otros rastrillos y algún otro útil de trabajo más y, tomando el camino que en aquel momento correspondiese, se encaminaban en animada charla hasta el lugar donde, de acuerdo con lo acordado en sesión municipal previa se iba a llevar a cabo el trabajo comunitario así pactado.
Y con todo ello, el pueblo entero, sin excepción, salía ganando tras estos trabajos comunitarios cada año.
Pasaron los años, muchos sin duda; los chavales de aquel entonces nos hicimos mayores también, pero cabe señalar que este tipo de trabajos comunitarios de “a huebra” persisten todavía en nuestros núcleos rurales. Eso sí, hoy en día, estos trabajos de “a huebra”, con el fin de fomentarlos y poder llevarlos a cabo en unos tiempos en los que la solidaridad no es que brille especialmente, son objeto de una serie de ayudas bajo el paraguas de las instituciones. Si bien, cumpliendo una serie de normas y estando sujetos a un conjunto de parámetros que deben reunir los espacios y zonas a rehabilitar de manera comunitaria y bajo una serie de observaciones y cumplimientos de reglas bastante estrictas en cuanto a los trabajos a realizar y las condiciones medioambientales que deben observarse. El signo de los tiempos, que avanzan a toda pastilla, ha llegado también hasta estos lugares donde, aquel simple toque de campana previamente pactado que servía de llamamiento, habrá dado paso a un escueto mensaje a través de wasap para la adecuación de la cita, indicando lugar, día y hora del emplazamiento. Y es que, aunque el tiempo corre que se las pela, sin duda, las necesidades en nuestros núcleos rurales siguen estando presentes en el haber de sus habitantes.
Actualización: Abr2025 | +624👀
Historias cercanas
Tello Téllez de Meneses
Cuando Manuel Alcántara era Manolito, dejó en su primer libro este verso embaucador:
“Lo mejor del recuerdo es el olvido…”
Menos mal que en el mismo poema tendió una media verónica de buen torero malagueño para remediarlo y aclararlo:
“Ser hombre es ir andando hacia el olvido
haciéndose una patria en la esperanza…”
No es el recuerdo lo que se olvida, sino el hombre en su caminar, donde va construyendo la esperanza. Yo nunca esperé este homenaje a mi persona. ¡Si yo he sido sólo un maestro de escuela que aprendió a enseñar juntando palabras en el encerado verde y en las mentes blancas de los niños! Pero bien, aquí estoy. Os lo agradezco desde los dentros, que diría Juan José Cuadros, de no haberse ido tan pronto a la otra orilla, frase de Manuel Carrión. Y en los dentros no hay olvido y sí agradecimiento.
Gracias a la Institución Tello Téllez de Meneses que lo ha promovido y, en esta ocasión, sin contar con el “hágase según fórmula” por boca del director, que es expresión boticaria y se la dejamos para uso de José María Fernández Nieto en su nube de poeta.
Gracias a los compañeros académicos que escribieron palabras sobre mí y a los que, no siéndolo, también las llevaron al papel para recuerdo de muchos y nunca para el olvido. Y, sobre todo, a Julián Alonso y a los Rafaeles -valga el vocablo- Martínez y del Valle, viejos en la amistad y el conocimiento, que cuidaron de avisos y trabajos para que este acto se hiciera como manda el cariño.
“Ser hombre es ir andando hacia el olvido
haciéndose una patria en la esperanza…”
No es el recuerdo lo que se olvida, sino el hombre en su caminar, donde va construyendo la esperanza. Yo nunca esperé este homenaje a mi persona. ¡Si yo he sido sólo un maestro de escuela que aprendió a enseñar juntando palabras en el encerado verde y en las mentes blancas de los niños! Pero bien, aquí estoy. Os lo agradezco desde los dentros, que diría Juan José Cuadros, de no haberse ido tan pronto a la otra orilla, frase de Manuel Carrión. Y en los dentros no hay olvido y sí agradecimiento.
Gracias a la Institución Tello Téllez de Meneses que lo ha promovido y, en esta ocasión, sin contar con el “hágase según fórmula” por boca del director, que es expresión boticaria y se la dejamos para uso de José María Fernández Nieto en su nube de poeta.
Gracias a los compañeros académicos que escribieron palabras sobre mí y a los que, no siéndolo, también las llevaron al papel para recuerdo de muchos y nunca para el olvido. Y, sobre todo, a Julián Alonso y a los Rafaeles -valga el vocablo- Martínez y del Valle, viejos en la amistad y el conocimiento, que cuidaron de avisos y trabajos para que este acto se hiciera como manda el cariño.
Gracias a la Diputación por prestar este magnífico y alto recinto de techo admirable -consérvese muchos años- y gracias a los asistentes, y, especialmente, a quienes desde Perazancas, pueblo donde fui maestro durante tres años, han recorrido 100 kilómetros para estar hoy conmigo en esta noche inolvidable. Y, cómo no, a mis hermanos coruñeses, unidos en el dolor de Coria y en la alegría de hoy.
Gracias a mis hijos que venciendo formalidades del trabajo y kilómetros me acompañan desde el corazón y la presencia y uno de ellos extendió sus dedos para que la Música llenara el aire de este recinto.
Gracias a los amigos, y gracias para mis muertos, tantos, que estarán volando sin palomas por sus altos sitios claros.
Y como la emoción me va venciendo, vaya mi abrazo para todos vosotros y para los ausentes que habrían querido ocupar una de esas butacas vacías.
Y como en el hombre todo es infancia, que querían Rilke y Claudio Rodríguez, dejadme que recuerde al niño aquel que en Astudillo, a la vez que nidos cogió las palabras con que escribo. Y puesto que empecé este sermonciello con Manolito Alcántara bueno será que con él acabe:
“Tengo un niño olvidado en la memoria
antiguamente joven como un río;
regresa de un remoto tiempo mío
tan lejano y azul como la gloria.”
Palencia 27 de enero de 2018
Nuestras artes de pesca
Las artes de pesca en aquellos años en nuestra etapa de chavales en el pueblo eran, aparte de caseras al cien por cien, bastante rudimentarias en esencia; si bien, lo suficientemente útiles para que prestasen la misión a ellas encomendada y nos proporcionasen con cierta facilidad la captura de los dos tipos de elementos pretendidos; es decir, peces y cangrejos.
Y así, montada ya la caña, nos urgía el estrenarla. Así que aprovechábamos el primer rato libre para escaparnos hasta alguno de los arroyos cercanos al pueblo que disponían del suficiente caudal de agua, para dar rienda suelta a tan noble arte. Eso sí, ya sabíamos que teníamos que armarnos de un cierto grado de paciencia, porque no todos los días que echábamos la caña al agua los peces querían picar en nuestro cebo. O tampoco, siempre que picaban conseguíamos la pieza, porque a veces tirábamos de la caña hacia arriba y el pez se nos escapaba, o se había comido el cebo y había desaparecido sin más. Así que vuelta al principio.
Y esta vez sí, para nuestra satisfacción, al poco rato la pieza que conseguíamos nos sorprendía por su tamaño; y nos animaba a echar una y otra vez la caña en el mismo lugar. Hasta que vencida la tarde, y con el sol ocultándose ya por detrás de la torre de la iglesia, regresábamos felices a casa con nuestro cargamento de peces depositados en hilera sobre la estructura de un junco de un cierto grosor, con el que previamente nos habíamos aprovisionado. Al pasar junto a la iglesia camino de nuestras casas, veíamos de reojo cómo los vencejos se mostraban aquel atardecer especialmente ruidosos en aquellos entornos; aunque nuestro máximo interés era llegar cuanto antes a casa para mostrar a los nuestros nuestro gran resultado de pesca de aquella tarde.
Otra de las artes de pesca, que también seguíamos al pie de la letra en cuanto a preparación de aparejos y ritual en general, era la pesca de cangrejos. Aunque en esta ocasión, contando con la ayuda de los mayores de la casa, los abuelos generalmente, en el momento de la confección de las redes para los reteles que empleábamos en la captura de los cangrejos. Porque, aunque los reteles los habíamos adquirido también en Saldaña, si queríamos disponer de alguno más de manera rápida, o si se trataba de reparar la red de alguno de ellos, entonces teníamos que recurrir a nuestros mayores. Así que, una vez preparados todos los reteles y buscado el cebo más adecuado, partíamos, con la alegría reflejada en el rostro, hacia las inmediaciones del arroyo que ya conocíamos como más cangrejero de todos los que rodeaban al pueblo. Llegados al lugar y sin perder ni un solo minuto, porque las ganas de ver nuestros reteles llenos de cangrejos iban en aumento, echábamos todos los artilugios al agua dejando bien visibles las cuerdas que los sostenían; esperábamos, nerviosos eso sí, algunos minutos y comenzábamos a levantarlos uno por uno ayudándonos de un palo de una cierta longitud, que en su punta terminaba en una especie de horquilla que permitía que la cuerda del retel se deslizase a su través. Y era entonces el momento por antonomasia de la alegría o de la decepción, dependiendo de si el retel contenía algún cangrejo o no. Y es que ya nos imaginábamos llegando a casa con nuestro abultado cargamento de cangrejos depositados en aquellos particulares fardeles tan a propósito elaborados, y mostrándoselos a nuestras madres, que serían al final las que se encargarían de cocinar tan exquisito manjar. Así que, cuando la tarde ya se vencía y comenzaban a aparecer en el horizonte los primeros signos de oscuridad, nuestra aventura de pesca de aquella tarde se daba por concluida. Y regresábamos a casa contentos.
Y claro, luego quedaba contar nuestra andanza de la tarde de pesca al grupo de amigos del pueblo que no se habían embarcado aquel día en aquella apasionante aventura. Y ahí sí que la gozábamos también.
Historias cercanas
Suscribirse a:
Entradas
(
Atom
)