Callejeando por Cervera
Y es que nos encontrábamos felices cada vez que abandonábamos los muros del Colegio y disponíamos de una cierta libertad de movimiento y podíamos hablar sin restricciones entre nosotros.
En aquel entonces, mediados de los años 60, las tardes de un día cualquiera en la localidad palentina de Cervera de Pisuerga, en nuestro norte provincial, transcurrían tranquilas y medianamente silenciosas hasta que, de pronto, los murmullos altisonantes de las decenas de conversaciones de los chicos del Colegio de los alemanes, que éramos nosotros, rompíamos esa quietud a medida que atravesábamos alegres y vocingleros en fila de a tres sus calles centrales, donde apenas si circulaba algún coche, camino del campo de fútbol municipal de la Bárcena, de la cercana localidad de Arbejal y el pantano de la Requejada, o incluso con rumbo a alguna otra pequeña población de los alrededores para tratar de pasar de manera divertida las horas que aún restaban de aquella tarde que teníamos libre.
De ahí ese murmullo creciente de nuestras conversaciones dentro del grupo cuando atravesábamos las calles de Cervera; aunque en el fondo echásemos en falta el no poder caminar totalmente libres por la localidad y poder disponer de algunas monedas en nuestros bolsillos para permitirnos el pequeño lujo de comprar algunos dulces en el quiosco de la plaza, como lo hacían los chavales del pueblo que no estaban en el internado y quedaban libremente con sus amigos para poder recorrer las calles sin cortapisas hasta que llegase la noche.
Debíamos formar en cada ocasión un pequeño torbellino de voces bastante audibles en los alrededores de la calle por la que cruzábamos, lo que ocasionaba que de vez en cuando hasta notásemos cómo las gentes se asomaban a las ventanas de sus casas para vernos pasar.
Y si en ocasiones, quien se asomaba era alguna que otra chiquilla joven, nosotros, que la habíamos detectado pronto, sólo nos atrevíamos a mirarla cargados de rubor en nuestras mejillas, y seguíamos nuestro camino sin ni siquiera un adiós, pues a tal rigidez en las normas ascendía nuestra educación.
Pero con todo y con eso, lo que sí quedaba patente en aquellos momentos era que estábamos dejando muestra, bien a las claras, de que nuestro paso por las calles de Cervera no era precisamente silencioso, sino lleno de vitalidad, como correspondía a unos chavales que, a pesar de las condiciones generales que habíamos asumido para con nuestros superiores durante nuestra estancia en el Colegio, nos sentíamos con fuerzas y con unas ganas de vivir a prueba incluso de la rigidez del día a día.
Nosotros, unos chavales que apenas si habíamos iniciado la pre adolescencia y ya estábamos enfrentándonos a aquella clara severidad de las normas.
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