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En el corazón de mi abuelo Mariano

La vendimia


Todo un amplio y bien asentado ritual trasladado con cariño y esmero por parte de sus ancestros, era el que seguía mi abuelo Mariano cada año en el momento en el que llegaba la tarea de la vendimia en el hogar familiar y en el pueblo en general. Y sería él, con su bonhomía y su capacidad tan particular de comunicación, el que me transmitiría a mí aquellas tradiciones paso a paso –incluso sus pequeños secretos, que los había, claro que los había-, en aquellos felices años 60 de mi niñez en el pueblo donde, como en otros más de nuestra Comarca saldañesa, transcurría placentera la vida, a la par que tranquila. Pero no por ello, también apasionante y llena de emociones en momentos que se grabaron con fuerza en mi interior. Como lo sería el tiempo de la vendimia, en particular.


Imagen: Francisca González del Castillo

Pero claro, antes de que en el pueblo llegasen cada año estos días tan dulces para mí de la vendimia, eran pertinentes una serie de trabajos en la viña en los que mi abuelo colaboraba como el que más. Sobre todo, a partir del momento en el que las uvas iban madurando y se hacía imprescindible la vigilancia personal de la misma; aparte de la colocación entre las cepas de aquellos graciosos y llamativos espantapájaros asemejando una figura humana para, de esta suerte, tratar de ahuyentar la presencia en el lugar de unos devoradores pajarracos de color negro, los panzudos y escurridizos tordos, considerados como los mayores enemigos de las viñas. Entonces, durante unas cuantas jornadas, allí estaba el abuelo Mariano cada día, apenas amanecía, hasta que la luz de la tarde comenzaba a declinar, en su labor de guardián de la viña. La pequeña caseta que se levantaba en un extremo del terreno, a modo de cobertizo para los útiles de labor, le servía también para guarecerse en caso de lluvia, de calor excesivo o de frío extremo. Y también en el momento de tomar al mediodía las viandas llevadas desde casa. Muchos de los días, era yo quien, al salir de la escuela, me acercaba hasta la viña y allí en pleno campo, compartíamos juntos, luego de una frugal merienda, la misión de guardianes de los frutos ya maduros de las cepas. Porque, según decía mi abuelo, acostumbrado a introducir en su conversación un sinfín de refranes atesorados a lo largo de su dilatada vida, “quien tiene viña, tiene tiña”, refiriéndose a lo laborioso y delicado que era su cuidado extendido en el tiempo. Y era en esas horas a solas, cuando mi abuelo me hacía partícipe de un montón de anécdotas de su niñez y ulterior juventud, relacionadas muchas veces con la viña, las uvas, el primer mosto, y el vino posterior en el que se convertiría aquel espeso y dulzón líquido que el lagar expulsaba por uno de sus extremos a través de un pequeño caño; y que yo cada año me apresuraba, vaso en mano, a degustar con los primeros racimos de las uvas recién prensadas.

Pero por encima de todo, el mejor momento de la totalidad de este ciclo productivo, tenía lugar coincidiendo en esencia con los días de la vendimia. Y es que, incluso nada más conocer el día que en la casa se había dispuesto para esas faenas, ya comenzaba a estar inquieto. Y mi abuelo, también, a pesar de que continuaba con su labor de vigilancia de la viña; empleándose quizás más a fondo, porque al estar mucho más maduras las uvas, los tordos no cejaban en su empeño de revolotear en los alrededores esperando el momento de algún despiste de mi abuelo para atacar sin piedad el viñedo… De ahí, que reclamase mi presencia junto a él durante las últimas tardes, para así poder guardar mejor la viña.

El día programado para la vendimia, finalizando el mes de septiembre de manera general; y, como muy tarde, “por el Pilar, todos ya a vendimiar” –como aseveraba mi abuelo-, no me importaba madrugar y, como prueba, era yo quien se subía el primero al carro tirado por aquel par de mulas tordas que diríase que conocían también el camino hasta la viña. Mi abuelo era el que a continuación se subía también al carro y allí, entre los grandes cestos de mimbre dispuestos para recibir los racimos de uvas, me daba los últimos consejos antes de comenzar con la faena de la vendimia. La cual, según me había confiado en unas cuantas ocasiones, era un trabajo un tanto duro, pero que reconfortaba al ver cómo se iban llenando de uvas aquellos grandes cestos, adivinándose ya el lagar colmado de ellas en breves horas. Y, a la par, me hacía partícipe también de algún que otro refrán más que aún recuerdo con inmenso cariño. Como aquel que reconoce que, “septiembre mojado, vino muy aguado”. Un verdadero pozo de sabiduría popular era mi abuelo Mariano, como pude comprobar en aquellas intensas jornadas pasadas junto a él; como cuando me reconocía una verdad que él decía tener por buena porque lo había visto con sus propios ojos, que resolvía con otro refrán: “come niño y crecerás, bebe viejo y vivirás”.

Y es que, aún más, en este cariño de mi abuelo hacia la viña se cumplía con creces un nuevo refrán que recuerda aquello de “casa de padre, viña de abuelo y olivar de bisabuelo”, consejo que él, aparte de pronunciar en más de una ocasión, parecía seguirlo al pie de la letra. O, igual que, cuando llegado el día de la vendimia, me decía una y otra vez animándome a que colaborase con todas mis fuerzas en la faena, que “el viejo pone la viña, pero el mozo la vendimia”, con lo que me elevaba a mí, un chaval apenas, a la categoría de mozo. Y eso hacía que creciese aún más mi autoestima. Y así, llegado que era el momento de la vendimia, toda la familia a una nos poníamos a ello manos a la obra y con especial tesón, con mi abuelo Mariano a la cabeza. Quien, durante el momento del almuerzo en la viña, no dudaba en amenizarnos la velada con algún refrán más, de los que todavía guardo simpáticos recuerdos: “con pan y con vino, se anda el camino”. Y cuando al atardecer, con el lagar repleto de uvas y tras el pisado de las mismas, el mosto comenzaba a salir a chorro por el caño del mismo, y todos nosotros recogíamos un vaso de aquel líquido tan dulzón y brindábamos por toda la familia y por un año más, mi abuelo siempre remataba el acto con algún refrán de su particular cosecha, como éste que aún recuerdo: “madura la uva en agosto y septiembre ofrece el mosto”. Cuando horas después, el mosto reposaba ya en la bodega en aquellas grandes cubas para su posterior fermentación y conversión en vino, mi abuelo parecía descansar ya, y yo le oía que balbuceaba para sí: “¡Por fin!”. Pero al clarear del día siguiente, mi abuelo me tomaba del brazo, y los dos partíamos camino de la viña para rematar el ciclo en la conocida en el pueblo como la “rebusca”, por si, con las prisas y tapados por las hojas, hubiesen quedado algunos racimos todavía sobre algunas de las cepas. Y sobre todo, para que no se diesen un festín posteriormente aquellos negros y panzudos tordos de tantas y tantas jornadas de guardia en el lugar. Porque, según asegurada mi abuelo Mariano, “de todo hay en la viña del Señor”… Y claro, aquello ya me dejaba descolocado por completo…

Un verdadero pozo de sabiduría infinita, era mi abuelo Mariano; del que, con el transcurrir de los días a su lado, aprendí multitud de cosas que todavía hoy aplico en mi vida ordinaria y de relación. Porque, su carácter afable, bonachón y de enseñanza y consejos constantes, no sólo lo hacía extensible al tiempo de la vendimia, sino a muchas otras de las facetas de la vida.

¡Grande y sabio!, mi abuelo Mariano. Y con un corazón que se le salía del pecho de pura bondad.

¡Un mago de la virtud!, mi abuelo Mariano.





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5 comentarios:

Alfonso Santamaría dijo...

Tu abuelo Mariano me recuerda a los míos, preocupados de viñas y vinos. Me trasladas a mi pueblo, Castrojeriz. Un trabajo constante el del cuidado de las viñas para conseguir unos racimos como esos de tu fotografía que dan ganas de comérselos, y no lo hagan los tordos gracias a los espantapájaros.
Qué bello relato, Javier, no se te escapa ninguna labor, solo falta la foto de tu abuelo, que homenaje más entrañable haces, sentido, cariñoso y plagado de recuerdos, que a mi me llevan a la añoranza de mis abuelos.

Julius Revolution dijo...

Precioso y emotivo relato, que bien desgranas esos recuerdos de tu abuelo y su querida viña. Gracias a ti, revivo similares recuerdos de mi abuela Anselma en Autillo de Campos, una mujer empoderada y adelantada a su época. Gracias Javier.

FGC dijo...

Qué bonito mundo este de las viñas, con su lenguaje propio, como todos los oficios antiguos. Hubo un tiempo, hará unos 70 años, cuando en mi pueblo eran todo vides, me hubiera gustado conocerlo así, pero hoy día solo quedan unas pocas viñas sueltas, gracias a ello voy dando cuenta de su existencia a través de fotografías, que no deja de recordarme todo aquel mundo antiguo y sus tradiciones que tan bien has sabido retratar porque lo has vivido en primera persona.

Froilán De Lózar dijo...

Nos falta una foto de tu abuelo, pero el relato nos ha llevado a aquellos momentos de la historia, la nuestra, y a conocer un poco las labores de entonces. Un abrazo, Javier.

J. Javier Terán dijo...

Muchas gracias por vuestros comentarios hacia mi relato. Me agrada que el mismo os haya suscitado bellos recuerdos de aquellos tiempos de vendimia que, en efecto, eran toda una fiesta en los pueblos y en las casas. A mí me gustaba especialmente el ir a vendimiar y así lo he tratado de expresar en estas letras (un poco extensas en espacio, es cierto, pero tratando de hacer todo el recorrido del proceso). Claro, falta la foto de mi abuelo, como me apunta Froilán, pero no dispongo de ella, así que no la puedo mostrar. Agradezco a Francisca la fotografía que adorna mi relato, y que le proporciona una mayor realidad. Saludos.

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