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El día después

  • Lentamente el sol fue acercándose a aquel pueblo abandonado a su suerte para mostrar la trágica realidad. Los niños lloraban en silencio, seguía el calendario para las mujeres embarazadas y todos supieron lo que era la necesidad y el hambre.

Pasado el nublado de aquel 1 de agosto de 1898 que se ensañó con el pueblo de Villamediana, el mundo se silenció y  llegó la calma, una calma siniestra que la luna de agosto iluminó  reflejándose en la tumba de las aguas.

Las primeras luces del alba empezaron a dibujar formas en la penumbra. Súbitamente, aparecía algo o alguien conocido que encogía el corazón de los vivos para ser rápidamente engullido y arrastrado. Exhaustos y atenazados por el rugir de la hecatombe y los gritos que les perseguirían de por vida, rompieron las sombras y con un férreo mutismo afrontaron los escombros sin más medios que la fuerza de voluntad de que está dotada la naturaleza humana para sobrevivir. El arroyo seguía recibiendo a su paso riachuelos que rodaban de forma tortuosa por las calles empinadas. Ese ruido del agua era lo único que se oía, los pájaros dejaron de trinar, las palomas de arrullarse y se silenciaron las esquilas de los rebaños de ovejas. La tragedia se convirtió en sombras de esperanzas perdidas e ilusiones muertas.

Entumecidos por la humedad y el frío de la noche los miembros de la familia bajaron del tejado para encontrarse con la ciénaga en la que se había convertido la parte baja de su casa. La abuela sintió que el corazón le estallaba, pero miró el desvalimiento de los suyos y supo que no se lo podía permitir, al menos no ahora, fingió entereza y habló palabras que ni ella misma creía. Todo ofrecía un aspecto lúgubre, en la bodega el excelente vino se había echado a perder y en la despensa los alimentos almacenados flotaban entre cadáveres de ratas y cucarachas. Los olores eran nauseabundos. En las cuadras el recio alazán del abuelo los miraba con la boca abierta del último relincho y en los corrales, gallinas y cerdos bailaban en el agua de manera grotesca.

Lentamente el sol fue acercándose a aquel pueblo abandonado a su suerte para mostrar la trágica realidad. Los niños lloraban en silencio, seguía el calendario para las mujeres embarazadas y todos supieron lo que era la necesidad y el hambre.

Cuando oyeron el toque de arrebato de la campana de la iglesia, subieron con pesadumbre las numerosas escaleras de piedra hasta llegar al alto en el que está asentada. Allí se encontraron con D. Valentín Alonso, el párroco. Lo miraban sorprendidos porque había abandonado su aureola de representante de Dios y con la sotana remangada hasta la cintura, sin afeitar y  embarrado hasta las rodillas, les decía que había que organizarse, no podían consumir fuerzas y debilitarse sin sentido. “Mezclados con seres humanos, han sido arrastrados por la imponente tromba de agua edificios, grano, caballerías, rebaños, mobiliario y cuanto había en las casas dejándoos  a las familias que las habitáis sumidos en la miseria sin más que la ropa que tenéis puesta para cubrir vuestros cuerpos.” ¹ 

A medida que el nivel del agua bajaba, zarzas y troncos convertidos en mástiles ondeaban pingajos como trofeos. Las eras estaban desdibujadas y el campo baldío. El pan para todo el año  había desaparecido. Desesperados, algunos maldecían a Dios; los más devotos se santiguaban convencidos de que era un castigo divino y la mayoría se acogía al fatalismo. Todos se pusieron a andar sin saber si eran ellos los que dirigían sus pasos o si más bien eran los trágicos acontecimientos los que les dominaban. 

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¹ D. Valentín Alonso en el Libro de Difuntos nº 7 de la Parroquia 




De la sección "Retazos de vida" en "Curiosón", @MPMoreno2015

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