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Un duende en el ascensor

A cuantas personas nos regalaron su cariño, 
atención, profesionalidad y paciencia
en el Hospital Ciudad de Coria.



Puede que lo que te voy a contar te suene, precisamente, a eso, a cuento. Te prometo que no lo es. En la vida no vemos más que aquello tangible, cercano y sentimos que un escalofrío recorre nuestra espalda si imaginamos que no estamos jamás solos porque otros seres, gnomos, delfos, hadas, brujas, sirenas existen, y hubo un tiempo en el que habitaban cerca del hombre, cuidaban de sus animales y vigilaban sus sueños. A cambio, un plato con leche, una golosina, un poco de lana o una aguja para coser y ya se convertían -para siempre- en espíritus buenos y amigos fieles.

Yo tengo, ahora mismo, cuando escribo este cuento para todas vosotras, amigas cariñosas que habéis acompañado nuestra estancia en el Hospital Ciudad de Coria, un duende en el bolsillo de mi pantalón. ¿Cómo es? Creo, adivino, que pequeño, juguetón y travieso.

Veréis, escuchadme. Uno de los primeros días, al bajar de la planta número dos a la cafetería, antes de cerrarse la puerta del ascensor, noté un pequeño roce en la cara y creí percibir una especie de risa infantil. Desayuné y me di un pequeño paseo y compré el periódico en un lugar que regenta una amable señora en una tienda donde también venden pan. Regresé al hospital y habiendo marcado la planta dos vi cómo el ascensor siguió subiendo hasta el piso cuarto. La puerta se abrió y mi asombro no tuvo límites, pues nadie estaba esperando para bajar. Pensé que, tal vez, alguien había llamado, se cansó de esperar y usó la escalera.

Bueno, me dije mentalmente, ahora arrancará solo y me llevará a la planta dos. Esperé unos segundos y el ascensor no daba señal de satisfacer mi deseo y de cumplir su programa. Volví a apretar el botón dos y se puso en marcha, no podría asegurar si oí algo al cerrarse la puerta, pero sí los días siguientes porque el esquema de roce, risa y silencio expectante, como si algo o alguien quedara mirándome, para ver mi reacción, siguió repitiéndose.

Soy una persona que siguiendo el consejo de mi abuela: “gasta todo lo necesario, pero solo lo necesario”, procuro -ecologista convencida- ahorrar energía, eléctrica en este caso, y comuniqué en recepción varias veces que el ascensor no paraba y que, probablemente, era cosa fácil de arreglar: algún cable podría hacer mal contacto…

Continuó ocurriendo cada día y creí que solamente me ocurría a mí cuando lo usaba sola. Pero oí comentar a varias personas que también a ellas les había sucedido. Una tarde hice un experimento: marqué directamente el botón que llevaba a la planta cuarta. Sin perder un minuto, bajé por la escalera hasta la segunda. Esperé y, ¡sorpresa!, delante de mí se abrieron y, sin darme tiempo a entrar, volvieron a cerrarse. Observe que, de nuevo, la flecha roja situada encima de las mismas marcaba subida.

¿Cómo era posible si nadie estaba dentro para marcar el botón del cuarto?

Por la noche le di vueltas y vueltas al asunto y decidí estar atenta, pues llegué a pensar que, como me gusta leer y ya tenía el periódico en las manos podía haber marcado, distraídamente, otro botón. Pronto tuve que aceptar que algo extraño sucedía y comencé a observar la botonera del ascensor… Y, ¡justo!, lo que era previsible, yo no viajaba sola porque cuando el cerquito del 2 se ponía rojo, ya que acababa de apretarlo, el 4 le hacía la competencia, se encendía, y de ahí que subiese sin hacer la parada correspondiente. Pero pensé, no, no puede ser, no.

No creo en meigas, mas tampoco sería capaz de negar que algo fuera de lo común estaba sucediendo.

Durante dos días, utilicé la escalera en lugar del ascensor. Mis piernas comenzaron a protestar y volví a la rutina de siempre. Otra vez, al ir sola, llegaba hasta el 4º, y ya no era un roce lo que sentía, sino un soplido, un mínimo empujón, un tironcillo de pelo, cosas que no hacían daño, pero que me reafirmaban en lo que creía adivinar: que tenía un acompañante invisible. Y me dispuse a convertirme en su amiga, tal vez, de ese modo se marcharía.

De pronto, como si bebiese en mis pensamientos, sonó su risa, la que yo había oído desde el primer día, aunque se hizo más audible y sonora. El ascensor había alcanzado la 4ª planta. Yo seguí inmóvil y, entonces, oí unas palabras: ¡hasta pronto!

No salía de mi asombro, pero observé que uno de los cajones de una mesa de escritorio, situada frente a la salida del ascensor, tenía un cajón abierto y, mientras yo apretaba el botón para bajar a mi planta, se cerraba.

Esa noche apenas pegué el ojo, dándole vueltas y más vueltas a lo que, aun dudando, daba ya por cierto.

Por la mañana, hacia las 8, levanté la persiana y empujé hacia afuera el marco de la ventana.


La vega de Coria luce verdor y cinco vacas pastan cada día, con esa parsimonia y calma que caracteriza a estos animales.

De pronto, algo llamó mi atención: una diminuta figura saltaba del lomo de una a otra vaca, se quedaba flotando entre ambas y parecía mirar hacia la ventana de la habitación en la que mi marido se recuperaba de una dura y difícil operación. ¿Sería el invisible personaje que me acompañaba durante cada trayecto en el ascensor?

Me vestí lo más rápidamente que pude y subí por la escalera hasta la planta 4ª. Antes de llegar oí que alguien estaba abriendo uno de los cajones y… sí, le pillé, me dije emocionada, como si hubiese encontrado el objeto de mi curiosidad.

Cuando intenté tocar el agarrador del cajoncito, este se cerró de golpe y casi me caigo al suelo del susto. ¡Ah!, dije en voz medianamente alta para que no me oyese nadie y me creyese chalada. ¿Conque esas tenemos? ¿Vives aquí? ¿Qué intentas, asustarme tal vez? ¿No será que te sientes muy solo y buscas una amiga?

Entonces, no me lo esperaba, os lo prometo, el cajoncito se abrió y vi la figura de un hombrecito vestido con un gorro negro y puntiagudo y una túnica morada.

Aquella visión solamente duró unos segundos, pero me decidió a intentar acariciar lo que yo creía haber visto. De un salto se colocó a mi espalda y sopló sobre mis cabellos. ¡Gracias!, le oí decir.

A partir de entonces él viene conmigo. Acaricio a través del bolsillo de mi pantalón a un duendecillo sin edad, sin estar muy segura de si es real o es mi imaginación la que lo ha creado, decidida, como estaba, a escribir un cuento para Ana María, Ana, Lourdes, Lola, María José, Inma, José María, Martín y cuantas personas nos regalaron su cariño, atención, profesionalidad y paciencia durante la recuperación de mi marido en el Hospital Ciudad de Coria.


Ilustraciones:
Coria, siglo XIX, Alesandre Laborde
Dibujo para el cuento de Cajigal


3 comentarios:

Froilán De Lózar dijo...

Esta mañana, Itzi, que tiene un puesto en la plaza y que recibe curiosón a diario en su wassap, me ha dicho que le ha encantado tu relato. Tienes esa secreta habilidad para entretener al público. Y lo avalan tantos premios recibidos. Buen día, Carmen.

Carmen Arroyo dijo...

Buenos días Itzi: Me alegra que te haya gustado mi relato. Espero que lo lean muchas personas y que les haga brotar un punto de sonrisa en estos difíciles meses de pandemia que estamos atravesando hasta llegar a puerto seguro que, no lo dudo, está cada vez más cerca; en el supuesto de que seamos responsables y cumplamos los protocolos marcados. Escribirlo significó para mí una liberación pues la muerte rondaba cada noche y pensé que me robaba a la persona que más amo, mi marido. Gracias a la pericia del doctor Porada, cirujano polaco, la vida triunfó y, aquí seguimos, dando
gracias a Dios por su ayuda. Un cordial saludo.

jarrrr dijo...

Que bonita relato por un momento me as llevado a Las Vegas de Coria ,bañadas por el río Alagon seria ese duende el que te tiene prisionera,para que no abandones esa comarca
Saludos

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