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Los catalanes ofrecen la corona

Los catalanes ofrecen la corona del principado al rey de Francia y al de Castilla


Un monje fanático, fray Juan Cristóbal Gualbes, acabó de sublevar al pueblo predicando que era lícito deponer al príncipe que despojaba al pueblo de sus derechos y libertades; que los vasallos podían lícitamente alzarse contra el que los tiranizaba sin incurrir en la nota de infidelidad; con otras semejantes doctrinas, que se esforzaban en probar con palabras de los divinos libros, añadiendo que los reyes de Aragón sólo eran señores de Cataluña mientras guardaban sus leyes, constituciones y usajes, según lo juraban antes de ser reconocidos como condes de Barcelona, y dejaban de serlo cuando quebrantaban aquellos juramentos y condiciones, quedando la república en libertad de elegir a quien quisiese.



Con tales doctrinas y predicaciones, tan opuestas a las máximas monárquicas que en aquellos mismos tiempos regían, acabó de inflamarse aquel pueblo ya harto dispuesto a la insurrección; el rey don Juan y su hijo don Fernando fueron declarados enemigos de la república, y dejaron los catalanes de prestarles obediencia y fidelidad.

Necesitando, sin embargo, un apoyo para resistir a los dos reyes de Aragón y de Francia, lejos de constituirse en república como algunos antes habían pensado, apelaron al principio de legitimidad, y teniendo presente que Enrique IV de Castilla eran tan próximo deudo de Fernando I de Aragón, le ofrecieron la soberanía del Principado y le proclamaron conde de Barcelona (11 de agosto, 1646), a reserva del juramento que había de prestar de guardarles sus constituciones y fueros. Ya antes habían hecho ofrecimientos a LUis XI de Francia, pero éste, hábil y político príncipe, que en vez de afanarse como Carlomagno por extender el territorio francés de este lado de los Pirineos, cuidaba más de reducirle a sus naturales límites, y esperando a que los reyes de Aragón se debilitaran y enflaquecieran, tenía puesto el pensamiento de agregar a la corona francesa la Cerdaña y el Rosellón, ni hizo cara a la oferta de los catalanes. El indolente don Enrique de Castilla vaciló también un poco antes de dar la respuesta de aceptación a los embajadores de Cataluña. Al fin, la mayoría de su consejo le movió a decidirse, y enviando primero a Juan de Beaumont, prior de Navarra, y a Juan de Torres, caballero de Soria, con un pequeño ejército en auxilio de los catalanes, despachó después embajadores a Barcelona para que prestasen y recibiesen mutuamente en su nombre los juramentos que se acostumbraban a tomar a los condes de Barcelona, como así se verificó (13 de noviembre, 1462).

Se alentaron más con aquel apoyo los catalanes a resistir a su propio rey don Juan de Aragón, pero las tropas de este monarca y las de su hijo el arzobispo de Zaragoza, más disciplinadas que las de los insurrectos, se iban apoderando de varias plazas y ciudades. El de Foix y sus franceses, ávidos de pillaje, ardían en deseos de entrar en la opulenta capital del principado, y el rey de Aragón accedió por darles gusto, aunque no de buena voluntad, a poner cerco a Barcelona. Se componía el ejército real de 10.000 hombres; contaban los de la ciudad con 5000 combatientes. Mostrar éstos al rey, de una manera enérgica y ruda lo poco que les imponía el cerco, matando un rey de armas que aquel les había enviado. Un nuncio apostólico que traía misión del papa para mediar e interceder en tan lastimosa guerra, halló tan endurecidos a los barceloneses, que por toda respuesta le dijeron: que conociendo la astucia y la malicia del rey don Juan estaban todos resueltos a perecer "a fuego y a filo de espada", antes que tolerar su crueldad. No los abatió tampoco la llegada de ocho galeras francesas a aquellas aguas en auxilio del aragonés. La crudeza del invierno obligó por último a éste a levantar el cerco al cabo de veinte días. Se vengó don Juan de Aragón sobre la desgraciada población de Villafranca, a la que tomó por asalto, degollando a cuatrocientos hombres que se habían refugiado en la iglesia. Tarragona, a pesar de sus fuertes muros romanos, temiendo el furor y la venganza de los franceses, se dio también a partido y se entregó al rey. Igual de cruda era la guerra en Ampurdán, y Luis XI de Francia, no perdiendo de vista su principal negocio, se apoderaba de los condados de Rosellón y Cerdaña.

Faltó en lo más crítico de esta guerra a los catalanes el imbécil e inconsecuente rey de Castilla. No había sido nunca muy eficaz el apoyo que les había dado, y el astuto don Juan de Aragón, había hecho penetrar sus influencias en los consejos de quel débil monarca, hasta llegar a establecer con él una tregua, aunque de pocos días (enero, 1463). Las conferencias que luego se tuvieron en Bayona, y las vistas que en las márgenes del Bidasoa se celebraron entre los reyes de Francia y de Castilla, acabaron de separar al castellano de la causa de los insurrectos de Cataluña. Mas no por eso cedieron aquellos un ápice en su obstinada rebelión. Si en muchas ocasiones habían dado pruebas los catalanes del tesón con que abrazaban y defendían un partido, en ésta mostraron hasta qué punto eran capaces de llevar su inflexible temeridad.






La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.


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