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Al aire del recuerdo

Segundo Premio Ciudad de Mérida


Hubo un tiempo en el que la mirada buscaba el final de la noche en sus ojos. Hubo un tiempo en el que sus manos me olían a leche tibia y en el que decir abuela era abrir una ventana al viento fresco de la tarde. Pero luego, las circunstancias me alejaron de su voz, de su ternura, de su mensaje dulce de esperanza. Y ya nunca volvimos a oír silbar el viento juntas, ni cantaron los pájaros su dulce canción para nosotras porque la noche del tiempo niño perdió su vestidura inocente y borró cualquier posible regreso. Yo tenía poco más de cinco años y me llevaron lejos de su amor. Y me sentí como un gorrión al que arrancan del nido.
Esta es mi pequeña historia. En ella quisiera resumir todo lo que mi abuela me dio: ternura, alegría, deseo de aprender, respeto por la naturaleza, convencimiento personal de que por encima de todo hay un Ser que cuida de nosotros. Tantas cosas que nunca pude olvidar.

Nací en Acebo, un punto pequeño en la Sierra de Gata. Si cierro los ojos puedo evocar un valle, avariento de sol y de verdores y, recostado en una ladera, mi pueblo. Es como un nacimiento navideño equivocado de fecha. No hay nieve, pero hermosas flores lucen su blanco intenso en naranjos, limoneros y camelios. El sol parece jugar al escondite entre las hojas brillantes de los árboles y hace brillar los frutos verdes y los maduros. El perfume de estas flores acompaña la entrada en el lugar. Creo que en un anuncio silencioso de bienvenida. Pequeños huertos y jardines rodean cada casa y consiguen que el pueblo me resulte hermoso y distinto de cuantos conozco. En Acebo se hacen hermosos encajes de bolillos. Mi abuela Natividad sacaba una melodía cantarina al trabajar con ellos. Aún recuerdo aquel sonido de pequeñas campanas que acariciaba mis oídos mientras, ensimismada, mis ojos se perdían en sus manos que se deslizaban rápidas, arriba y abajo, a un lado y a otro de la “mojailla” y clavaban los alfileres en el lugar debido.

La “cera del reloj”, el “paseo de la reina”, las “margaritas”, la “envidiosa” y muchos otros, eran los nombres de aquellas labores que se vendían para ayudar a la economía familiar y que las novias llevaban en su ajuar de sábanas níveas y volanderas. Son filigranas que se elaboran sobre la “mojailla” mientras las manos, sabias en destreza, se entrelazan en su justo punto, juegan con los bolillos y elevan su mínima madera de naranjo a la categoría de instrumento prodigioso que alza su pequeño vuelo sobre el picado de cartón para dar lugar, prendida la labor con los alfileres de cabezuela negra o de color, a esas maravillas de blancura limpia y plena de belleza que deleita los ojos. 

Mis padres eran encajeros, como muchos otros paisanos suyos. Vendían por pueblos y ciudades encajes de Acebo y mantelerías de Lagartera. En aquellos tiempos los matrimonios jóvenes buscaban el sustento lejos de la tierra en la que nacieran. Yo tenía apenas dos años cuando mis padres se fueron a Castilla a trabajar y me quedé con mis abuelos en la casa que tenían en el campo, cerca de la finca de olivos y naranjos llamada “Los Hornillos”. Con ellos permanecí hasta que, antes de cumplir los seis años, me llevaron a Valladolid y comencé a ir a la escuela.

Cierro los ojos y acerco los recuerdos: el viento, duende travieso, se cuela por las rendijas de puertas y ventanas y entona canciones, únicas, irrepetibles en el tiempo. Música para los oídos de una niña de cinco años que jugaba entre el romero azul, el morado del brezo y los pétalos blancos de la jara, sin más mundo que el horizonte enmarcado por la vecindad de las montañas. La casa de labranza de mis abuelos estaba alzada junto al puerto de Perales, a nueve kilómetros de mi pueblo. En ella vivíamos los abuelos y mi tía Concha, nueve años mayor que yo. También, en la época de la recogida de la aceituna, Carpio y Candelas con sus hijos, una familia gitana que pasaba dos meses, más o menos, según la cantidad de fruto que recoger, con nosotros. A mediados de octubre yo estaba impaciente esperando su llegada. El eco del carromato en el que viajaban se hacía más intenso entre el Teso Porra y El Jálama. Y el tiempo que transcurría hasta que dejaban atrás la “Revuelta de los Portugueses”, nombrada así porque en su construcción habían trabajado muchos hombres del otro lado de la raya, se me figuraba eterno. El sonido se hacía cercano cuando doblaban la última curva. En cuanto aparecían, me echaba a correr cuesta arriba para dar un abrazo a los amigos que no había visto desde el año anterior. Ese primer día se pasaba entre juegos compartidos por los más chicos y el ajetreo de los mayores que preparaban lo necesario para su estancia entre nosotros. Luego, comenzaba la rutina diaria: madrugar y, tras el desayuno, bajar andando desde la casa hasta la finca para recoger el fruto. La comida se hacía en la finca, en la pequeña casa de piedra con techo de brezo que mi abuelo preparaba cada año antes de que ellos llegasen, o al aire libre, si el sol lucía con fuerza. Al caer la tarde regresábamos contentos y cansados. Algunos días la abuela reservaba una sorpresa… Cenábamos en la cocina, la lumbre, bien atendida, en el centro. Alrededor, sentados en unos bancos corridos, cada uno sujetaba su cuenco en el que mi abuela iba dejando dos cucharones con la sopa que llenaba a rebosar un gran puchero de barro arrimado al fuego. Aún recuerdo aquella delicia culinaria que tenía color de almendra molida, el aroma de vainilla y un sabor suave y dulce, untuoso, que se pegaba al paladar hasta llevarnos a la más alta cota de los alimentos deliciosos

-Señora Nati, decía mirando a mi abuela el gitano, esto no hay quien lo iguale, es manjar de ángeles.

Aquella frase me sonaba a misterio. Luego supe que era su modo particular de darle las gracias a mi abuela. Ella se sentía feliz con aquella alabanza a su forma de cocinar y, por supuesto, de vez en cuando, volvía a endulzar nuestro paladar.
Vuelven mis recuerdos de tiempo azul romero y soledad compartida con la abuela. Noto la tibieza de los primeros rayos del sol que se cuelan a través del cuarterón de la ventana que mucho tiempo antes, al levantarse, la abuela dejaba entornada para que yo durmiese un rato más. Muchas veces, al abrir los ojos, me encontré con su mirada abarcando mi cuerpo menudo y sediento de su ternura y de su cariño. ¿Qué sentimientos anidarían en su corazón? ¿Tal vez ya adivinaba la separación que habría de quitarle a la nieta que tanto quería? Comenzaba entonces un rito de amor que no he conseguido olvidar. Mi abuela me cogía a horcajadas y envuelta en su toquilla, me transportaba hasta la cocina. Al lado del fuego, encendido en el centro de la misma, un gran puchero de porcelana roja con el agua reservada para mi baño lanzaba una humareda de vapor. Con cuidado, me depositaba sobre el largo banco de madera situado cerca del fuego e iba despojándome de la ropa. En el respaldo del banco, mucho tiempo antes, ella había dispuesto la ropa limpia para que estuviese tibia al ponérmela.

Una mañana, mientras el agua caía como una cascada sobre mi cuerpo, descubrí dos lágrimas que rodaban por sus mejillas. 

-Abuela, le pregunté, ¿por qué lloras?

Ella se ruborizó al sentirse descubierta y su cara se llenó de arrebol. Casi en un susurro me contestó que no era nada, que, simplemente, un poco de jabón le había entrado en los ojos... Yo era demasiado pequeña para descubrir en el tono de su voz la pena que le subía en oleadas desde lo más profundo de su ser. Mi abuela ya sabía, porque mis padres se lo habían dicho, que ése sería el último invierno que pasaríamos juntas. ¿Cómo se sintió al saber que debería separarse de mí? Los niños amamos y olvidamos. No sentimos tanta pena como los mayores en esas ocasiones, tal vez porque no somos conscientes de la pérdida que ello conlleva. Vamos hacia delante, hacia lo nuevo que se nos brinda cada día. 

Cuando mis padres, a finales de verano, me dijeron que iría con ellos a vivir a Salamanca, me sentí feliz y hasta me parecía imposible que aquello sucediese y cada noche al dormirme, soñaba con el primer rayo de sol que me acercaría un poco más hasta la fecha del calendario señalada para la marcha. Los últimos días de aquel verano del año 48 se me hicieron cortos. Fui despidiéndome de todo lo que había sido mi vida durante aquellos años. Me llevé del ventorro de “Porora”, así era conocida la casa de los abuelos, mi pequeña “mojailla”y los “picaos” de los encajes estrechitos que mi abuela me enseñó a hacer: el “pucherito” y la “puntina del abanico”. También las muñecas de trapo con la cabeza de lana y sus ojitos bordados que ella, con paciencia, me había confeccionado. Enterré los juguetes que no pude llevarme, envueltos en un trozo de lienzo en un rincón del establo. Tenía la certeza de que algún día yo regresaría a recogerlos para, de nuevo, jugar con ellos. No se cumplió ese sueño infantil. El tiempo de la separación se prolongó por circunstancias diversas. Pasó el tiempo y la abuela Nati se hizo demasiado mayor para estar sola en la casa. El abuelo Antimo había fallecido y mi tía se había casado y vivía en Irún. La abuela se fue a vivir con ella. La casa de labranza fue cerrada y, pasados muchos años, la nueva carretera que hizo segura la circulación desde Ciudad Rodrigo hasta mucho más allá de mi pueblo, en su ampliación, borró todo rastro de la casa que habité de niña.

Una pared de piedra de uno de los corrales permanece como testigo mudo de un ayer vivido junto a los brazos amorosos de mi abuela, a quien tanto quise y que sigue presente en mis sueños y acompaña dulcemente mis recuerdos de un tiempo en el que merendaba miel de brezo, olivos y naranjos. Me gusta volver a mi tierra. Entonces mi corazón se llena de esperanza al encontrar mis raíces. Muchos de los que me amaron ya no están. Me acerco al lugar donde se alzó la casa. Elevo mi voz al viento de la tarde que sopla desde el puerto y pronuncio una y otra vez el dulce nombre de mi abuela, con la esperanza de que me oiga y, casi en un susurro, le digo que la quiero y si cierro los ojos veo su figura amada que permanece dentro de mi corazón como el mejor tesoro que nadie puede arrebatarme jamás.

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SENTIR DE LA PALABRA 
Sección para "Curiosón" de Carmen Arroyo.

1 comentario:

Froilán De Lózar dijo...

Buenos días, Carmen:
Al leer tu relato, uno se mete dentro. No es solo el amor hacia tus raíces lo que percibimos. También y sobre todo la humanidad de que estás hecha. Todo ese sentimiento lo has llevado encima como maestra, como madre, como abuela. Y seguro que así lo verán también quienes lo lean, que son amigos y vienen a visitar esta página con frecuencia.
Me gustaría que hablaran tus nietos, que seguro que comparten en buena medida cuanto digo.
Un abrazo, Carmen

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