«Todos buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo confusamente que tienen una.»
ARIA
Te quise, pero ya no te quiero, y entre una cosa y otra es como si hubieran estallado a la vez cien bombas atómicas,
dejando una devastación indescriptible. La onda expansiva me llevó de rebote hasta Australia y ahora regreso a mi ciudad porque mi padre, que lleva muriéndose mucho tiempo, no tiene ninguna posibilidad de salir del coma y necesitan mi firma para desenchufar las máquinas que mantienen sus constantes vitales.
Mientras intento dormir un poco, pienso en lo raro que es todo. Viajar en avión, por ejemplo: la comida de juguete que te sirven, la sonrisa ortopédica de las azafatas, el aire reciclado cien veces que, antes de entrar en tu interior, ha pasado por los pulmones y por los intestinos de docenas de pasajeros, los controles de seguridad en los que te tratan como a un terrorista, pero luego te ofrecen perfumes de lujo y licores caros. Creo que en este viaje he visto cachear a un niño de cinco años, pero no podría asegurarlo, porque el cansancio me hace notar en una atmósfera onírica y yo siempre he tenido problemas para saber dónde termina la imaginación y dónde empieza la auténtica vida. Nadie te pide el pasaporte al cruzar ese límite.
—¿Qué le trae por la Realidad? ¿Negocios o placer? —te preguntaría el funcionario de la aduana.
Y tú le darías una respuesta tópica, aunque fuera falsa:
—Ambas cosas.
El autor
Alejandro Cuevas (Valladolid, 1973) estudió en varias universidades y ha publicado cuatro novelas: Comida para perros (1999), La vida no es un auto sacramental (1999, accésit del Premio Nadal y Premio Ojo Crítico), La peste bucólica (2003) y Quemar las naves (2004, Premio Rejadorada).
Ha ganado numerosos premios de relato y algunos de ellos están recopilados en el libro Mariluz y el largo etcétera (2018).
Todas sus historias, largas o breves, constituyen una insólita mezcla de costumbrismo desquiciado y una desbordante imaginación.
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