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Un rincón de la Montaña Palentina (II)


En la Montaña Palentina, la siembra de las patatas no era simplemente una labor del campo, sino un acto colectivo que unía a la familia y en torno a la tierra. Desde temprano en la primavera, cuando los días comenzaban a alargarse y la escarcha retrocedía, se iniciaban los preparativos. La tierra, que había permanecido dormida durante el invierno, debía ser despertada con cuidado y fuerza.


JOSÉ LUIS ESTALAYO

DESDE MÉXICO



Primero, el terreno se preparaba rompiendo los cabones endurecidos por el frío con el escabacho, una herramienta simple pero eficaz, manejada con habilidad por manos curtidas. Después, venía el abono, donde el estiércol acumulado durante meses de las vacas y las ovejas se esparcía por el campo. Ese olor fuerte que llenaba el aire no era más que el anuncio de que la tierra estaba lista para recibir vida nueva.


El arado, tirado por dos vacas tudancas, abría los surcos con una precisión casi ceremonial. Los animales, obedientes y pacientes, avanzaban lentamente mientras alguien los guiaba con firmeza y cariño. La familia entera estaba allí: los mayores dirigían el trabajo y los niños observaban, aprendiendo sin darse cuenta. Cada surco era un pequeño canal de esperanza, un espacio donde las semillas echarían raíces y prometerían el sustento para los meses venideros.


Las patatas de siembra eran seleccionadas con cuidado. Se revisaban para asegurarse de que cada trozo tuviera al menos un “ojo”, esa pequeña protuberancia que sería la clave para que la planta brotara. Con cuchillos afilados, las patatas se partían, y la familia trabajaba como en una cadena: unos cortaban, otros colocaban los trozos en los surcos, y finalmente se cubrían con tierra. No había prisa, pero sí un ritmo constante y una energía compartida que hacía que el esfuerzo se sintiera más ligero.


Una vez plantadas, el trabajo de la familia daba paso al de la naturaleza. Las lluvias de primavera y el sol del verano hacían lo suyo, y con el tiempo, las matas verdes comenzaban a crecer. Era un periodo de espera vigilante, durante el cual la familia observaba el progreso y protegía el cultivo de plagas y animales curiosos. Los días de trabajo daban paso a noches de descanso, donde las conversaciones giraban siempre en torno a la cosecha que vendría.


Cuando llegaba el momento de recolectar, el campo se llenaba de risas y voces. Las matas se arrancaban con cuidado, y cada una era un cofre lleno de tesoros. Bajo la tierra, las patatas aparecían una a una: redondas, lisas, a veces torcidas, pero siempre bienvenidas. Algunas eran blancas, y otras, rojizas, que eran las más codiciadas por su sabor y textura. La tierra húmeda se pegaba a las manos, pero nadie se quejaba; al contrario, había un aire de alegría en cada descubrimiento.

EL VÍDEO


















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7 comentarios en el blog:
J. Javier Terán dijo...

Un marcado y bonito desarrollo, José Luis, éste que nos haces en torno a la siembra y recolección de la patata en ese espacio de nuestra Montaña Palentina que, al final, era el mismo ceremonial para el resto de la provincia en el ambiente familiar de cada casa. Yo, que soy de un pueblo de la Comarca de Saldaña, asistí y colaboré igualmente en ese ceremonial en torno a la patata, un producto alimenticio muy apreciado y necesario en las familias, por su versatilidad, y que resultaba no muy caro de producir. Saludos.

Froilán De Lózar dijo...

Desde México, nuestro paisano escribe la historia de su tierra, deteniéndose en cada detalle como si lo estuviera viviendo. Sobre todo, escribe con el corazón, rememorando los trabajos y la entrega de los vecinos y la armonía de las familias al enfrentarse en cada estación a los trabajos desarrollados de forma tan distinta. Gracias, José Luis, por estas memorias que nos devuelven un poco a la gente que amamos.

Alfonso Santamaría dijo...

De gran interés didáctico se puede considerar esta brillante lección sobre la siembra y recogida de las patatas, que tanto me ha recordado cuando las sembraba mi padre y yo le ayudaba, y luego en septiembre la recolección, con las patatas esparcidas para que se secaran. Entrañable texto y fotografías y un video magnífico de una labor de familia que nos recuerda el pasado.

FGC dijo...

Una actividad esta, la de la siembra y recolección de la patata, que conozco muy bien. Me ha tocado ver cómo se sembraba a mano y se cultivaba y recogía también a mano, con el azadón se sacaba y se recogía en cuévanos, cestos de mimbre, y es verdad que es una actividad que implica a toda la familia, ahora todo está muy mecanizado, y hay muchas variedades y clases, aún así, son quince o veinte días en los que no se hace otra cosa en verano. Por esta zona de aquí, la patata de siembra casi toda se va a comprar a Aguilar de Campoo, desde que yo conozco.

Froilán De Lózar dijo...

Curiosa la historia que encontré en casa de mis parientes de Quintanilla hace ya muchos años. Apolinar de Lózar, que nació en la casa rectoral de El Campo, pasó sus primeros años en San Salvador y en Cardaño empezó a trabajar como autónomo, cambiando sus mercancías por patatas. Cuando reunió quince mil kilos y después de un largo caminar con la muestra en el bolsillo, coincidió en un fonda con un importante comprador de Madrid, Francisco Fernández Leal, al que vendió las patatas a 25 céntimos el kilo. Así fue como este pariente y paisano, que se confiesa amante de la montaña palentina, se inició en un negocio que dio trabajo a muchas mujeres de la comarca de Valderredible, otra vez instalado definitivamente en Quintanilla de las Torres.

Carmen Arroyo dijo...

Buenas noches acá, en “las palencias”: Leí tu estupenda colaboración en Curiosón por la mañana. Y todo el tiempo anduve liada con multitud de cosas mínimas que me robaron cada hora, y, al iniciar la comida me di cuenta de que, realmente, no había hecho, apenas, nada. Pero sí me quedaron rondando en la mente, unos lindos recuerdos que despertaron tu detallada exposición sobre la patata: preparación del terreno, estercar, sembrar,
esperar y ver crecer cada mata, promesa futura de su fruto, hasta la recogida colectiva...Yo había llegado a Cubillo de Ojeda un 23 de febrero del año 1963. (Quede claro, que solamente presencié la recogida). Allí conocí al mejor hombre: maestro y poeta, sensible, inteligente y humilde. Cordial y generoso. Me firmó la toma de posesión de mi escuela y...acabó enamorado de mí, tanto como yo de él. Y se quedó conmigo durante 60 años y unos meses. Con el libro AL VUELO DE TU NOMBRE, que me dedicó a los 23 años de casados y que es un libro de amor en el más pleno sentido de la palabra, ganó el Premio Rafael Morales, en Talavera de la Reina.
Te he contado mi vida. Y, de lo que pensaba hablar es de la rica patata de la Ojeda que sigo comprando en una gasolinera de la Avenida de Asturias, y, ahora, en un puesto en el Mercado de Abastos. Yo estaba a patrona en casa del señor Hipólito que tenía dos hijas de edad similar a la mía: 19 años. Cuando iban al campo salían muy de mañana y se tapaban cara y manos para mantenerlas blancas, estar morenas no era elegante, según la costumbre de aquel tiempo, no significaba otra cosa que demostrar que se iba a trabajar al campo. Y, eso que la canción popular decía: “Pequeña y morenita la labradora/ cuando más morenita, más me enamora”.

Yo no podía acompañarlas pues mi jornal lo ganaba atendiendo a aquellos niños/ niñas. Gina, 4 años, que fue psicóloga y Norberto, el mayor de la escuela, 12 cumplidos, que trabajó en RENAULT en Valladolid y allí vive. Escuela mixta. Cabían todos y yo tenía que multiplicarme para atenderlos bien pues la "envidieja" si estaba unos minutos más con uno que con otro, era enorme. Un montón de anécdotas podría contarte sobre mi escuela que hoy luce espléndida y cerrada a cal y canto. Es un hermoso ejemplo de cómo se construía en el Modernismo. Mantengo la amistad con ambos que me facilitó un buen amigo: José Luis Fraile quien con su mujer, María, y su hijo pequeño, viven allí. (Por cierto, José Luis es el alma de Cubillo. Con sus ovejas y su aportación personal, vale y sabe de todo, no creo que haya otro pueblo más limpio de rastrojos y mejor cuidado). Recuerdo el aroma del puchero que las hermanas dejaban a un lado del calor de la cocina y que se iba “haciendo al amor de la lumbre”. Jamás se les pegaba (agarraba). El tiempo lo tenían bien calculado. Me encantaba comer aquellas patatas. En el coche de línea me traía el conductor lo que yo le pedía en carnicería y frutería, desde Cervera, otras veces desde Alar del Rey. De niña, nací en Acebo, Cáceres, hasta los seis años, viví con los abuelos en el Puerto de Perales. “Los Hornillos” era la finca, ahora está alquilada, donde teníamos olivos, naranjos, limoneros, pinos piñoneros, castaños y, sí, vi a mi abuelo cultivar un huerto donde recogía como San Antonio “toda la cosecha que el tiempo traía”. Teníamos cabras, ovejas para hacer queso y vender leche en el pueblo. Algunas veces, montada en el borrico que era tan desobediente como yo, iba al pueblo con mi tía Concha ella la hermana pequeña de mi padre, Vidal que con sus 88 está como una rosa y vive en Vigo. ¡Ah! olvidaba las colmenas de corcho de los alcornoques que había alrededor y que se “pelaban” por partes, para evitar que se secasen, cada siete u ocho años. Me lo dijo mi abuelo. La miel de brezo, negra dulcísima...
Bueno, José Luis, no suelo entrar, por falta de tiempo, no de interés en los comentarios de Curiosón, pero hoy, me prometí que te escribiría a ti. Promesa cumplida. Un cordial saludo.

Constitución y los niños dijo...

Excelente tu relato Carmen. Un buen resumen de tu vida. Tus letras me sirven para volver a publicar un comentario que hice hace dos días y que no salió. La importancia de las patatas era tal en la montaña palentina que recuerdo haberle escuchado a mi abuela en más de una ocasión este dicho: “ en esta casa, comemos en la mañana patatas, al mediodía, patatas y patatolas , y en la noche patatas solas”. Feliz año 2025 Carmen.

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