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Mi vida como maestro de escuela

La entrañable Primavera 2022 de Carmen ha despertado momentos inolvidables, grabados en mi recuerdo y alma. Es bueno detener el tiempo, vivir de nuevo, olvidar las sombras. Pero no lo es ocultar la belleza de lo vivido. Nuestra historia y la Historia, que quieren defenestrar de las escuelas -craso error-, pueden servirnos para eso de “mejorar el estado de bienestar”. 



                                ||| A Carmen Arroyo, maestra de escuela


No creo en las casualidades. Si en que el Maestro medió para el encuentro en Guardo. Y al dialogar con nuestro colega, del monumento en la Plaza de la Catedral, hizo que surgieran mis recuerdos de maestro de escuela, al contemplar los reconvertidos muros del caserón de la vieja Normal donde, con trece años, comencé mis estudios de Magisterio, marcados por el Cimbalillo de la Catedral. A los diecisiete los finalicé. No pude participar en las Oposiciones y cuando lo hice tenía diecinueve años. Pedí la excedencia en el Magisterio, tras el fugaz paso por mi primer destino, Castrillo de Villavega. Eran tiempos del “pasas más hambre que un maestro de escuela” y los buenos dominicos me permitieron seguir tratando de hacer santo a Fray Escoba, cobrando lo mismo que de maestro. Cumplida esa misión, tras la canonización y habiendo conocido a Mila en el antiguo hotel Castilla de Palencia, durante aquella boda a la que ninguno de los dos estábamos invitados -esa es otra historia-, reingresé en el Magisterio.

Mis primeros recuerdos son de los pocos meses de adaptación en la Unitaria de La Carcavilla. Había perdido contacto con la enseñanza y fue un rompecabezas su organización. Coincidió con el ministro Villar Palasí y el germen de su Ley General de Educación. Ha habido otras Leyes, demasiadas, que nos dejaron en muchos momentos, a los profesionales, “con el culo al aire”, como escribí en su momento, hasta llegar a pretender el cambio de nuestro noble nombre por el de Ingenieros Técnicos Pedagógicos.
 
Vino el Concurso de Traslados y mi paso por el Colegio Daniel Pereda Ayo de Santurce, con incluida huelga general “desde Santurce a Bilbao”, recorrido con mi compañero Wences, en su Seiscientos para alentar, al paso, a los colegas. Logramos dignificar nuestra profesión, pero me supuso un expediente, que me acompañó un tiempo. Creyendo que sería lo más fácil, me estrené con los pequeños de 1º del Ciclo Inicial y comencé a sentir pasión por educar, como dice mi amigo Francesc Torralba en su obra para educadores desencantados.
Recuerdo la responsabilidad que me embargaba, al tener en mis manos aquellas criaturas con quienes compartí aquellos dos inolvidables cursos. Es un dicho popular que “Cada maestrillo tiene su librillo”. Allí inicié el mío, donde me hice maestro con experiencias innovadoras para lograr mis objetivos. El primero, fomentar su convivencia y que deseasen venir a la escuela. Lo pasábamos muy bien, con música, baile, canciones, proyecciones, excursiones, concursos de todo tipo y muchos momentos de humor. Pero no todo era juerga. Les hacía trabajar a tope y al valorar su trabajo, especialmente después, con los alumnos del Ciclo Superior en Santa María del Páramo, bien sabían que tenían que ganarse sus notas.

Siempre tuve un contacto muy estrecho con los padres. Nunca olvidé que era su delegado, en la educación de sus hijos, y que sin su colaboración nada lograría. Presumo de haberme llevado muy bien con ellos. Puse especial empeño en que mis alumnos dominaran lo que comenzaban a llamar “técnicas instrumentales básicas”, el “saber leer, escribir y contar” de antes. Pero sobre todo intenté enseñarles a pensar y en darse ellos, antes que pensar en ellos. Fruto fue aquel grupito, del que me siento orgulloso y que sé me recuerdan con especial cariño, como José Luis Fonseca, prohombre ahora de la comunicación radiofónica en Euskadi.

Preparando nuestra boda decidimos vivir en León y solicité mi traslado. Me lo concedieron a Bercianos del Páramo, donde viví un gran proyecto educativo con compañeros, padres y alumnos de los pueblos del ayuntamiento, hasta la llegada de las concentraciones escolares, que desbarató todo. Aquello hubiera permitido la continuidad de las escuelas en los pueblos.

Se considera maestro a todo aquel que, en su profesión, ha formado escuela, pero creo que el maestro(a) de escuela, con tal nombre, debe figurar en primer lugar. Así me lo manifestaba mi gran amigo, D. Miguel Cordero del Campillo, a quién León no ha rendido merecido homenaje: “Julián, algo especial tenéis los maestros, que enseguida se nota que lo sois”.

Por la Concentración debí pasar a Santa María del Páramo y dada mi inquietud e interés por mejorar en todo aquello que me meto -“culo inquieto” me llamaba mi madre y después Mila- cursé en la Uned la Licenciatura en Filosofía y Ciencias de la Educación, que contribuyó a mi traslado a las Escuelas Anejas a la Normal de León, previo un Concurso de Méritos y junto a aquel inolvidable grupo de 14. Allí ayudamos a ser maestros a muchos de sus estudiantes y fue donde, hace 23 años, finalicé mi vida profesional.

Esos años profesionales me los recuerdan mis alumnos, algunos irreconocibles, cuando pasan de acera para saludarme y otros, como Daniel, cuando viene desde su Mérida y tenemos largas charlas, cargadas de felices recuerdos.

Me siento orgulloso de haber sido maestro de escuela y doy gracias a nuestro amigo Jesús, al Maestro, que siempre saludábamos al iniciar la clase y le pedíamos nos acompañara. 

Ver artículo de referencia:



Una historia de Julián González Prieto 
© CURIOSÓN

1 comentario:

Alfonso Santamaría Diez dijo...

Fui testigo del dialogo de Julián con el maestro de bronce en la plaza de la Inmaculada, que inmortalizó Froilán. Conversación entre colegas que despertó los recuerdos e inspiró la escritura de este interesante repaso de la vida de un “maestrillo con su propio librillo”, que gracias a su vocación, dedicación y pedagogía con el tiempo se convirtió en un buen maestro de escuela.
Merecida dedicatoria a Carmen Arroyo, otra gran maestra.

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