SENTIR DE LA PALABRA | Carmen ArroyoLas palabras que oí sobre el suceso volvieron a mis oídos en ese duermevela que precede al sueño más profundo. Sentí deseos de conocer aquel lugar y, como yo no tenía coche, aproveché un jueves por la tarde y acompañé a Braulio, el panadero de Perazancas que hacía el reparto por aquella zona. Me dejó a la entrada del prado donde fuente y ermita miden su belleza con la del paisaje que las rodea.
Mis ojos se elevaron hacia el Espigüete en una tarde de sol sin nubes en la que el brillo de la hierba del prado ponía tierno el corazón y volandera la esperanza. Observé el estanque de la fuente casi lleno de agua. Medía, aproximadamente, unos veinte metros de largo. Un arco de piedra sillar, de medio punto, sobresalía hacia su mitad. La anchura era distinta a ambos lados del arco tal vez unos cuatro metros en uno y, quizá, cerca de tres en el otro. La cabecera tenía forma rectangular.
Me acerqué a la ermita cercana, cuyo nombre, San Juan de Fuentes Divinas, mi acompañante me había hecho conocer con anterioridad. En aquel preciso instante, un ruido como de sifón que tragase con avidez, se oyó a mi espalda. Me volví intrigado y pude observar que, en apenas cuatro o cinco minutos, el agua de La Reana, desaparecía dejando a la vista el fondo, ocupado por broza y piedrecitas que imaginé fruto de la puntería de juegos infantiles. Me fijé en que los sillares de la construcción primitiva habían ganado altura con un murete de hormigón en restauraciones sucesivas.
Tres golpes de claxon me volvieron a la realidad de jueves sin escuela y DKV en la carretera. Por señas pedí al panadero que se acercase. Así lo hizo, y quedó asombrado al ver que, todavía, una pequeña parte del agua mojaba las piedras. Emprendimos el viaje de vuelta no sin comentar durante el trayecto la suerte que me había acompañado esa tarde.
Yo estaba deseando contar lo ocurrido a alguien que – estaba seguro – también se alegraría sinceramente. Cuando me dejó en el pueblo le di las gracias y quedamos en repetir la salida algún otro día. Después de cenar, fui a la casa de don Luís, el cura, mi compañero de charlas y partidas, y le hablé de mi pequeña excursión. Como yo había imaginado, se alegró de que la casualidad o la buena suerte se hubieran aliado conmigo. Naturalmente, estuvimos de acuerdo en que lo ocurrido tenía que ver con causas naturales: la diferencia de nivel de la capa freática y la existencia de algún sifón en el recorrido del agua.
- Este ha sido un año de sequía, en el invierno apenas cayó nieve y en consecuencia el deshielo es menor. Quizá a eso se deba el que La Reana se llene y pierda el agua en estas fechas – me dijo.
Siguió hablando y me contó que, hacía ya algún tiempo, se había encontrado por aquellos lugares, un ara y una lápida funeraria, además de fragmentos de vasijas. Al notar mi interés creciente, me prestó un libro que, aseguró, iba a gustarme, y que yo, después de agradecer su amabilidad, estaba deseando comenzar a leer. Me despedí de mi buen amigo, no sin antes darle las buenas noches y prometerle acudir a la partida al día siguiente. En el silencio de mi alcoba, me dispuse a enterarme de cuanto en el libro se narrase sobre aquel tema.
Así fue cómo me sentí enganchado en una lectura que, lógicamente, hube de interrumpir esa noche, muy a pesar mío, pues al día siguiente debería madrugar para llegar a mi escuela con la puntualidad lógica. Aquel libro estaba escrito por el historiador y naturalista Plinio, y en él hablaba de las fuentes y las nombraba FONTES TAMARICI, situándolas en un lugar conocido como TAMÁRICA, la actual, según algunos estudiosos, Velilla del río Carrión.
Mencionaba, además, la intermitencia con la que brotan y se secan sus aguas. La singularidad de estas fuentes consistía en su poder de profetizar la muerte cercana de quien tuviera la desgracia de acercarse a ellas y las encontrase secas. Aseguraba que así ocurrió con un amigo suyo, de nombre Lartius Licinius. No creo en supersticiones, sin embargo, he de reconocer que me quedé tranquilo, porque mis ojos no me habían engañado y, realmente, yo aquella tarde había tenido la suerte de ver correr el agua en La Reana.
Los días de escuela transcurrían felices. La tierra mostraba su vientre fecundo dispuesto a dar de nuevo fruto cumpliendo de este modo su ciclo. La cosecha de patatas fue buena en toda la zona de La Ojeda.
Una noche, la señora que habitaba una vieja casona en el pueblo me mandó llamar por medio de mi patrona. Acudí intrigado. Era una mujer mayor, muy agradable. Mientras tomábamos un café me aclaró el motivo por el que había querido conocerme y hablar conmigo. Me preguntó que si podía leerle una carta. Al principio me extrañó su petición. Sin embargo, ella no necesitó mucho tiempo para explicarme lo que le impulsaba a requerir mis servicios. Accedí de buen grado y mi curiosidad creció al ver que sacaba de una pequeña caja de madera un fajo de cartas cuya escritura –con el paso del tiempo – había tomado un tono sepia y presagiaba un deterioro que habría de llevar a la desaparición de aquellos caracteres caligráficos.
Tomó una carta que ocupaba el último lugar del montoncito y me la tendió. Luego se echó hacia el respaldo del asiento, cerró los ojos y se dispuso a oírme concentrando todo su esfuerzo en no perderse ni una sola sílaba. Era una carta de amor muy hermosa que estaba llena de dulzura y esperanza y finalizaba así: “Amor mío, mañana, día de San Juan, te esperaré en La Reana. Pido al Santo que nuestros sueños puedan realizarse. Tuyo siempre”. No conseguí descifrar la firma. Alargué el brazo para tenderle la carta y me di cuenta de que lloraba quedamente. Respeté su emoción y esperé. Cuando consiguió sobreponerse me contó una historia vivida en su más tierna juventud, causa de dolor y esperanza y que, con el paso de los años, se convertiría en el único recuerdo que no deseaba perder:
-“Aquella noche no acudió a la cita. Desapareció del pueblo como si se lo hubiese tragado la tierra. Nos habíamos conocido dos años antes cuando llegó de Galicia para trabajar en las minas. A mis padres no les agradaba porque era pobre, pero yo le amaba tanto que mi vida no tenía sentido sin él. Por eso habíamos decidido fugarnos juntos aquella noche de San Juan. En el Camino de los Moros, no sé si usted lo conoce, a poca distancia de La Reana, yo aguardé desde el anochecer su llegada y, disimulada entre la maleza, había escondido una maleta con las pocas pertenencias que pensaba llevarme. Esperé, temblando de miedo, agachada entre las retamas del camino hasta que se hizo de día. Con las primeras luces del alba regresé a casa, derrotada en mi orgullo y perdida mi fe en los hombres. Pasaron muchos años en los que el rencor me devoró por dentro y, una tarde, cuando menos lo esperaba, supe que él no llegó a la cita porque lo mataron aquella misma noche. Fue el sacerdote del pueblo, ya fallecido, quien me dijo que un alma atormentada había confesado un crimen que nunca tuvo castigo. No me casé. Ni tampoco volví a aquel lugar. Ahora, siento que no falta mucho para mi marcha definitiva de este mundo y quisiera rectificar mi decisión. Creo que usted es un joven sensible en el que puedo confiar porque sé que guardará mi secreto. Me gustaría que me acompañase el próximo día de San Juan a visitar por última vez aquellos parajes en los que me sentí enamorada y feliz.
Agradecí su confianza y, en la fecha señalada, un taxi nos recogió en el pueblo para trasladarnos hasta el prado de La Reana. La fuente lucía su preciado líquido. Al atardecer, mientras cientos de personas que habían acudido a la fiesta disfrutaban alegremente, ella, apoyada en mi brazo, se acercó a la fuente y, poco a poco, igual que si se estuviera despidiendo de cada una de las palabras escritas en las cartas, las hizo pedacitos que iba arrojando al agua. Hubiera deseado adivinar los pensamientos que acompañaron cada uno de sus gestos. Las palabras escritas en aquellos mínimos barcos se dejaban arrastrar por el agua en busca de otros cauces.
Más tarde, en silencio, y dueños de una intensa emoción que nos hacía cómplices de un hermoso secreto, antes de que anocheciera, regresamos al pueblo; de vuelta de una cita a la que, como entonces, una de las dos partes, tampoco esta vez, pudo asistir. (Un Concurso de Traslado me llevó lejos. Por una carta he sabido que ella ha muerto y, quizá, por eso los recuerdos de un tiempo ya lejano, han aflorado a la superficie de esa capa de mi memoria en la que permanecían dormidos).
2 comentarios:
Otro relato largo, que nos lleva a ese lugar de La Reana.
Y nos deja la duda de ese curioso fenómeno de las fuentes que relata Plinio. No cabe duda que, a veces, nos precipitamos. Lo digo por esa historia de amor que acompaña tu relato. Cuando alguien que te quiere y no te contesta o no sale a tu encuentro, es por algo. Tu cuento puesto sobre esta bitácora, en un año bisiesto, puede ser una señal de esperanza.
Gracias, Carmen
¡Hola Froilán! El hórreo lo conozco, es inmenso. Mi familia vive en A Coruña. Espero que La Reana traiga dulces recuerdos a quienes aprovecharon la fecha de San Juan para disfrutar del amor o lo encontraron por entonces. Yo lo estrené el dos de junio del 63, en Villaverde de la Peña y, gracias a Dios, aún me dura. Recuerdo con cariño, también, que gané en Velilla el premio de cuentos con Antoñito. Un abrazo y sigue con tus innumerables trabajos literarios. Carmen
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