Un viajecillo a Puerto Real desde Cádiz, atravesando la bahía en vapor y volviendo en tren al caer de la tarde, es cosa que se hace sin pensarse ni antes ni después, porque no es caso de pensamiento, sino de sueño, como váis a ver.
Me acompañan dos buenos poetas, modestos poetas que no se alaban, fruta harto rara en el Parnaso, galanos poetas que sueñan con laureles rosas, pájaros azules, primaveras, azucenas, mariposas de oro y claveles rojos. Los conocéis los gaditanos, son Eduardo de Ory y José García del Campo. El vapor atraviesa la Bahía, dejando atrás de un lado y de otro barcos chicos y grandes, y a lo lejos los muelles de Puntales, los de la Factoría Trasatlántica, y la Carraca. Corta el espejo de las aguas que saltan desgranadas en campo de nieve al golpearlas las poderosas ruedas y quedan rielando la verde superficie con estela ondulosa y brilladora. Llegáis al muelle, desembarcáis entre mil caras de fiesta, os metéis por una larga y limpia calle bordeada de casitas blancas con sus rejas bajas, entre cuyos barrotes resonaron voces enamoradas y latieron pechos angelicales.
Antes de mediar su largura cruza otra más larga todavía, festoneados balcones y ventanas con flores que trepan y se descuelgan de sus macetas; tan bien solado el piso, como si fuera el de una sala; blanco todo a donde quiera que llevéis los ojos, si no es a lo alto donde campea el azul del cielo. Es domingo y no se oye el retín de martillos y otras herramientas de los menestrales; en recambio, la calle toda y las demás que cruzáis aseméjanse a una linda pajarera de bulliciosas y triscadoras aves.
Imagen: De Own work en commons.wikimedia.org
Diana | Cádiz, 30 Abril de 1910
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