¿Era toda la España sarracena? ¿Obedecía toda a la ley de Mahoma? ¿Era en todas partes el Dios de los cristianos tributario del Dios del Islam? ¿Habían desaparecido todos los restos de la sociedad goda? ¿Había muerto España como nación?
De 711 a 756
No, aún vivía, aunque desvalida y pobre, en un estrecho rincón de este poco há tan vasto y poderoso reino, como un desgraciado a quien ha asaltado su casa y robado su hacienda, dejando un triste y oscuro albergue, en que los salteadores con la algazara de recoger su presa no llegaron a reparar.
Desde la catástrofe del Guadalete y al paso que los invasores avanzaban por el interior de la Península, multitud de cristianos, sobrecogidos de pavor y temeroso de caer bajo el yugo de los conquistadores, buscaron su salvación y trataron de ganar un asilo en las asperezas de los montes y al abrigo de los riscos de las regiones septentrionales, llevándose consigo toda su riqueza mobiliaria, las alhajas de sus templos y los objetos más preciosos de su culto. Obispos, sacerdotes, monjes, labradores, artesanos y guerreros, hombres, mujeres y niños, huían despavoridos a las fragosidades de las sierras en busca de un valladar que los pusiera al amparo del devastador torrente. Los unos ganaron la Septimania, los otros se cobijaron entre las breñas y sinuosidades de la gran cadena de los Pirineos, de la Cantabria, de Galicia y de Asturias. Esta última comarca, situada a una extremidad de la Península, se hizo como el foco y principal receptáculo de los fugitivos. País cortado en todas direcciones por inaccesibles y escarpadas rocas, hondos valles, espesos bosques y estrechas gargantas y desfiladeros, una de las postreras regiones del mundo en que lograron penetrar las águilas romanas, no muy dócil al dominio de los godos, contra el cual apenas cesó de protestar por espacio de tres siglos, pariciéndoles el más propicio para guarecerse con menos probabilidad de ser hostilizados. Les dieron una benévola acogida los rústicos e independientes moradores de aquellas montañas. Y allí vivían naturales y refugiados, si no contentos, resignados al menos con su estrechez y sus privaciones, prefiriéndolas al goce de sus haciendas a trueque de no verse sujetos a los enemigos de su patria y de su fe. La fe y la patria eran las que los había congregado allí. En el corazón de aquellos riscos y entre un puñado de españoles y godos, restos de la monarquía hispano-goda, confundidos ya en el infortunio bajo la sola denominación de españoles y cristianos, nació el pensamiento grande, glorioso, salvador, temerario entonces, de recobrar la nacionalidad perdida, de enarbolas el pendón de la fe, y a la voz de religión y patria sacudir el yugo de las armas sarracenas.
Los mahometanos, por su parte, se habían cuidado poco de la conquista de un país, que por el difícil acceso, debió parecerles miserable y pobre en cotejo de las fértiles y risueñas campiñas de Mediodía y Oriente de que acababan de posesionarse. Parece, nos obstante, que bajo el gobierno del cuatro walí Ayub llegaron algunos deestacamentos enemigos a la parte llana de Asturias, y que hallándola desierta por haberse retirado sus moradores a lo más fragoso de sus bosques y breñas, se apoderaron fácilmente de las aldeas y puertos de la costa. Dejaron de gobernador en Gegio o Gigio (Gijón) a un jefe que nuestras crónicas nombran Munuza, y que fue sin duda el Othmán ben Abu Neza de que hemos hablado en un capítulo anterior.
Les faltaba a los cristianos allí guarecidos un caudillo de tan grandes prendas como se necesitaba para que los guiara en tan atrevida empresa.
La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la
historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX.
Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.