Una mañana me oí hablar de los “salones de estares”. En un mitin había defendido los cuidados, la necesidad de cuidar y de ser cuidado a lo largo de la vida, como la raíz de una comunidad. Quería reivindicar una economía del amor frente a la lógica de la avaricia y el abuso del neoliberalismo. Recordé la solidaridad que se crea en una casa cuando hay dificultades, la importancia que habían tenido los hombros familiares para remediar situaciones de urgencia en la crisis. La mejor economía alternativa, defendí, está en sacar estos vínculos a las plazas públicas para devolverle el corazón a las instituciones. Y entonces puse el ejemplo de lo que ocurre en los “salones de estares”.
Lo correcto, dije yo, es salones de estar, no salones de estares. Uno se pone a hablar, sin darse cuenta pasa de familiares a estares y surge el disparate. Es verdad, me contestó el error, te has equivocado. Pero una vez admitido el desliz lingüístico, te pregunto una cosa: ¿de verdad que no te gusta eso de salones de estares? En un mismo sitio se puede estar de maneras muy distintas.
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