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Rueda de Traficantes 17

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—Ese es el precio que pagamos por no ser propietarios de nuestro propio negocio. O por tener jefes demasiado estrictos.


Froilán de Lózar | Xabier Gereño


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CAPÍTULO XII

4

La segunda entrevista entre Karina y Marcelo se produjo pocos días más tarde. Fue ella quien le llamó para citarle.
— ¿Marcelo?
—Sí.
—Soy Karina. ¿Qué tal estás?
—Muy bien, Karina. ¿Qué se te ofrece?
—Me han regalado una botella de Lacrima Christi y me gustaría descorcharla y compartirla contigo…
— ¡Oh, Lacrima Christi!
— ¿Sabes lo que es?
—Por supuesto. Es uno de los mejores vinos italianos.
— ¿Para cuándo quedamos?
—Escoge tú.
—Mañana a las diez. Cenaremos juntos. ¿Te va bien?
—Perfectamente.
—Entonces, quedamos en eso. Mañana a las diez. Entra por la puerta de atrás. Tocas el timbre. Estaré al tanto…
—Está bien, Karina.
Karina preparó con esmero la cena con Marcelo. Para preparar el menú se puso en contacto con un buen restaurante especializado en comida italiana. Quería ganarse a Marcelo cultivando su vena vernácula.
Cuando Marcelo llegó puntualmente a las diez, entrando en el edificio por una puerta reservada, Karina le pasó directamente a la pequeña e íntima habitación contigua a su despacho–jardín, la misma en la que había celebrado su encuentro anterior. Vio Marcelo una mesa cubierta con mantel blanco, cuidadosamente elaborado, y un candelabro en el centro con velas de colores encendidas, única luz de la habitación…
—Pasa, Marcelo –le animó ella con cariño –. Acomódate como si estuvieras en casa. Escoge un lugar ante la mesa.
Karina había colocado dos sillas, frente a frente. La cubertería era de plata y refulgía con un brillo notable; los platos eran de fina porcelana y mostraban pinturas policromadas con ambientes de siglos pasados. La cristalería de bohemia competía en lujo con todo lo anterior.
Marcelo estaba anonadado.
Karina sacó triunfante la botella de Lacrima Christi y se la pasó.
—Ábrela tú, Marcelo.
Después, ella leyó en voz alta una tarjeta con el menú.
—“Asparegi al burro”. ¿Sabes lo que es?
—Sí. Espárragos con salsa de mantequilla.
—Bien. Luego comeremos “Calamari ripieni”.
— ¿Qué es?
—Calamares rellenos en salsa de tomate. A continuación, “Coure di vitello coi funghi”.
—Corazón de ternera con Champiñón –tradujo Marcelo.
—Eso mismo. Y de postre, “Budino di cioccolato”.
—Budin de chocolate.
— ¿Te parece bien?
— ¡No me lo puedo creer! No esperaba una cena así. –confesó Marcelo, sin salir aún de su sorpresa.
Karina sacó el primer plato, los espárragos con mantequilla, y una botella de vino blanco de marca. Después se sentó y sirvió a Marcelo.
—Yo beberé vino blanco con los espárragos.
—Si no te importa –explicó Marcelo –, yo no cambiaré, y únicamente beberé el Lacrima Christi.
Hablaron de comidas, de los diferentes platos degustados en los países que habían visitado. Karina descubrió que Marcelo había recorrido muchos países escoltando a don Carlos.
—Él comía y bebía lo mejor–puntualizó Marcelo –. Nosotros nos conformábamos con los platos más populares. Pero aun así hay diferencias entre unos países y otros.
Karina sirvió los calamares. Marcelo los probó.
—Están riquísimos.
Siguieron comentando anécdotas de sus viajes. La conversación era fluida, amistosa, sin complejos. Marcelo se comportaba con absoluta normalidad y eso complacía a Karina, porque era lo que buscaba con esa serie de reuniones íntimas.
La ternera con champiñones satisfizo a ambos por su esmerada preparación y la calidad de los productos empleados en su confección. Para entonces, la botella de Lacrima Christi había mermado considerablemente. Ahora hablaban de Grecia, de la enemistad visceral de los griegos hacia los turcos.
—Ahora el budín de chocolate –anunció Karina –. Y esto lo tomaremos con champán.
Karina sacó la botella y se la pasó a Marcelo para que fuese él quien la descorchara. El estampido del corcho al ser despedido con fuerza provocó la risa de ambos. Marcelo dejó la botella sobre la mesa y llenó su copa de vino con lo último que quedaba de Lacrima Christi. Se la bebió de un trago, comentando…
—Es un pecado mortal dejar esto poco sin beberlo.
Se comieron el budín de chocolate y Marcelo se bebió él solo la botella de champán, salvo una copa que se sirvió Karina.
— ¿Café?
—Sí.
Karina sirvió dos tazas, pero no sobre la mesa donde habían comido, sino en la otra más baja junto a los sillones de cuero. Así mismo, trajo una bandeja con diversos licores y copas para ambos.
—Sentémonos aquí, Marcelo. Estaremos más cómodos para la sobremesa.
Marcelo obedeció, y mientras bebían, Karina dirigió la conversación hábilmente hacia el tema que le interesaba.
—Háblame de tu familia –pidió.
—Mi familia está en Italia.
Karina le miró sorprendida.
— ¿En Italia? ¿Tienes allí a tu mujer y a tus hijos?
—No, allí están mis padres. No tengo mujer, ni familia propia. Si lo tuviera, perdería mi empleo.
— ¿Por qué? ¿Te lo ha prohibido don Carlos?
—Sí, pero no solamente a mí, sino a todos los que trabajamos para él en la finca. Dice que eso es malo para ser discretos. En las familias se habla…
—Comprendo. Es por la misma razón por la que no quiere mujeres en la finca.
—Eso es. Esa es la razón.
—Es muy precavido.
—Sí, y hasta cierto punto no le falta razón.
— ¿No has sentido nunca el deseo de casarte? –Preguntó Karina tras un breve silencio–. ¿No te ha gustado ninguna mujer en especial?
—Sí.
—A mí me gustaba un hombre –confesó Karina recordando –. Pero lo dejé. Una mujer pierde libertad al casarse.
—Ambos pierden libertad, el hombre y la mujer.
—Pero, sobre todo, la mujer.
—Es posible –reconoció Marcelo –. La mujer es más esclava en casa.
— ¿Vives sólo?
—En una pensión. Y es triste, sobre todo a medida que la edad avanza. Uno siente nostalgia de un hogar, pero don Carlos…
Karina suspiró.
—Ese es el precio que pagamos por no ser propietarios de nuestro propio negocio. O por tener jefes demasiado estrictos. Hay sometimientos excesivamente crueles. Por eso me entran a veces deseos de dejar esto, de establecerme por mi cuenta.
— ¿No piensas en un hogar? –preguntó Marcelo.
—No tengo tiempo de pensar en eso. Primero tengo que organizar mi futuro. Debo reflexionar en serio sobre lo que voy a hacer de aquí en adelante. ¿No has pensado tú en cambiar de trabajo?
Marcelo la miró sorprendido. Karina comprendió que él no se había planteado en serio esa posibilidad.
— ¿Cambiar de trabajo? ¿Qué otra cosa podría hacer yo?
—Por ejemplo, montar tu propia empresa de seguridad.
— ¡Oh, no! Yo no serviría para eso. Además, don Carlos no lo permitiría. No me perdonaría que le abandonase.
— ¿Por qué?
—Porque sé muchas cosas sobre él y sobre sus actividades. No, él no me dejaría marchar.
— ¿Qué sucedería si no le obedecieses y te marchases?
Marcelo se puso lívido.
—Ni pensarlo. Me mataría. Eso lo tengo claro.
Karina movió la cabeza negativamente.
—No lo creo. No llegaría a tanto.
—Sí que lo haría. Lo hizo recientemente con Pedro.
— ¿Pedro? ¿Quién es Pedro?
—Era el chofer de don Jaime Delibes.
— ¿Qué le sucedió a ese hombre?
—Don Carlos nos ordenó que le matásemos.
— ¿Matarle? –Preguntó Karina, aparentando incredulidad–. ¿Os ordenó don Carlos que le matarais?
—Así es.
—Y tú participaste en eso.
Marcelo se movió inquieto.
—Sí. Lo hicimos Fausto, Luciano y yo. Era su vida o la nuestra. Las órdenes de don Carlos hay que cumplirlas. Desobedecerle implica la muerte.
—Es increíble que le temáis tanto.
Marcelo estaba intranquilo. Tampoco quería que ella le considerase un cobarde. Intentó justificarse.
—Don Carlos es un hombre duro. Actúa con los procedimientos de la mafia italiana. Yo le he visto matar.
— ¿Le has visto matar a él? –preguntó Karina sorprendida.
—Sí –respondió Marcelo con vehemencia –. Le he visto matar. Le pegó un tiro a Luigi Ponti delante de mí. Lo hizo en su despacho.
— ¿A Luigi Ponti? ¿Quién es?
—Fue su jefe de seguridad. Tras su muerte, ocupé yo su puesto.
— ¡Vaya! ¿Y cuándo sucedió eso?
—Hace unos cinco años.
— ¿Aquí, en Madrid?
—Sí. Y después de matarle, me encargó que le enterrara en el jardín.
— ¿En su propia finca? –preguntó Karina sin salir de su asombro.
—Sí. Y no es el único que está enterrado allí. Hay por lo menos otros cinco enterramientos…
— ¡Es inaudito!
—Así actúa la mafia.
—Bueno, pero a todo hay quien gane –sentenció Karina.
Luego Karina desvió la conversación hacia temas intranscendentes para que las confesiones de Marcelo quedasen diluidas entre una maraña de temas diversos, a fin de evitarle a Marcelo preocupaciones posteriores.
Lo primero que hizo Karina cuando Marcelo se fue por donde vino, fue recoger las cintas de las grabaciones. Lo hizo con el corazón en un puño, confiando en que los aparatos hubieran funcionado como debían. Si todo había salido como esperaba, los días de don Carlos estaban contados y ella podría ocupar su puesto. Karina, exaltada hasta el colmo del paroxismo, verificadas las grabaciones, chilló y bailó de gozo.
¡Lo he conseguido! ¡Marcelo es mío!
Sí, Marcelo era un hombre muerto si ella le pasara las grabaciones a don Carlos. El jefe de seguridad del capo del narcotráfico se vería obligado a hacer lo que ella le mandara si no quería acabar su vida de un disparo en el despacho de don Carlos. Y es seguro que no querría finalizar sus días como su antecesor Luigi Ponti.

4

¿Cuánto tiempo había transcurrido? La mujer, sentada sobre un improvisado camastro, con una minúscula colchoneta por mullida, suspiró convencida de que una sucia trama la envolvía. Era como si todas las historias que encubría de los demás, porque eran historias personales, a veces inservibles, la estallaran de repente en la cara robándole poco a poco su entusiasmo. Por las conversaciones de sus guardianes, dedujo que se encontraba en una gran mansión. “Fausto, que vaya a dar de comer a los caballos”. “Marcelo tiene que bajar a Madrid con el jefe.” “Yo atenderé a la muñeca”. Eso era ella: una muñeca en manos de un gran jefe. Una muñeca desgarbada con la que, acaso, se pretendiera un trueque. Pero ¿por qué?, ¿con quién? Su madre era pobre. Que supiera, ella no tenía tíos en América y, su cuenta corriente estaba bajo mínimos. A los ojos de los demás siempre existían motivos para estar contentos, para ser felices, pero cada uno debía rumiar sus propios malos tragos. Ella no tenía nada que mereciera semejante riesgo. A no ser que…
Marcelo llegó con la comida. Marcelo tenía cara de perro, nariz muy pronunciada, ojos saltones… Tal y como si fuera un pistolero.
— ¡Marchando una de alubias! –casi gritó.
Pero tenía otro humor distinto al de los primeros días. Algo o alguien le habían hecho cambiar de pronto. Puede que se hubiera enamorado…
—Aquí tienes, muñeca. Hoy toca conejo de segundo.
Fue un momento. Una idea le vino de repente a la cabeza. Hasta entonces nadie le había explicado los motivos del secuestro. Tenía que aprovechar la ausencia de Luciano y Fausto para seducir a Marcelo. Que la follase, incluso, con tal de averiguar quién se estaba escondiendo detrás de aquella trama.
—Mira, Marcelo… voy a dejar que te acuestes conmigo, si me dices el motivo de mi secuestro. ¿Quién os paga por tenerme aquí encerrada?
— ¿Y cómo sabes que voy a decirte la verdad? Regina se sorprendió a sí misma con la respuesta.
—Porque ese será tu seguro para que me hagas tuya más días.
El hombre pareció dudar unos momentos. Don Carlos les había prohibido acercarse a la mujer. Los tres dedujeron que, más tarde o más temprano les ordenarían matarla y enterrarla en el jardín junto a los otros. Pero, mientras tanto, nadie debía tocarle ni un solo pelo. Y sabían que el castigo por hacerlo no consistiría en una simple reprimenda.
Como ella prácticamente estaba muerta, y los muertos no hablan, ¿Quién le impedía gozar cuanto quisiera de su cuerpo?
—“Gatita ofrece relaciones a cambio de contestar a unas preguntas indiscretas”.
Marcelo se desprendió de la chaqueta. Desde el otro lado de aquella puerta de varillas rozó uno de los pechos de Regina.
Si hubiera sido otro el hombre. Si hubiera sido Blas. Si hubiera sido otro el momento, ella hubiese tomado la iniciativa. Aquel hombre le pediría las mieles de su cuerpo. Pero este no era el caso. La mujer se sintió un alfeñique, a punto de caer en las garras de un plantígrado, pero todos los augurios la llevaban hacia el mismo punto: la muerte. Si sus captores se habían mostrado a cara descubierta siempre, aquello le decía que estaban contados sus minutos; es posible que aquel guardián que ahora se estaba desnudando para refocilar con ella viniera con el encargo de taparle la boca para siempre.

5

Blas estaba cansado. Realizó el viaje de un tirón, y sólo las prestaciones y la velocidad de su automóvil, lograron aminorar aquella opresión que le marcaba desde la ausencia de Regina. La noticia salió por fin dos semanas más tarde en los periódicos y en el resto de los medios de comunicación. Después de muchas dudas, porque todos los pasos podían conducir al asesinato de su novia, como nadie llamó durante aquellos días para tranquilizarle de algún modo confirmándole que estaba viva, decide denunciar su ausencia ante la policía. Él positivamente sabe que no podrán hacer nada, porque ignoran entre otras cosas que su investigación sobre el narcotráfico es el principal móvil del secuestro. No se trata de un reportaje más, donde se acude al comentario personal. Por un detalle, a primera vista insignificante, puede deshilacharse una madeja de auténticos traficantes. Alguien, seguramente un individuo ciego de poder, ajeno al sufrimiento, pero conocedor de todas aquellas agujas que lo provocan y lo extienden, es ahora mismo el dueño de su chica. Y, por extensión, su propio dueño.
— ¿Tiene usted enemigos? –le pregunta el inspector que se hace cargo del caso.
Qué pregunta –piensa él. Todos tenemos enemigos. Yo tengo muchos y poderosos enemigos. –matiza el pensamiento.
Pero horada más y más en aquella intriga que le corroe. ¿Por qué le llaman a él? ¿Quién conoce lo que está haciendo? Por descontado, confía plenamente en los compañeros del periódico. Recordó que una mujer le había facilitado la información en el juzgado, según la cual, Julián Gustems había depositado la fianza para dejar en libertad a Pedro Tazo. Julián, para evitar posibles interrogatorios, acaso inconscientemente, había añadido una coletilla: “en representación de “Modas Marconi”. De haber existido algún papel secreto, no hubiera podido encontrarlo. Allí tampoco había delatores. Sólo quedaba un sospechoso. Al día siguiente llamó a la dirección del periódico interesándose por el hombre que había encontrado a Pedro Tazo en la Casa de Campo. ¿Isidoro…? Sí, Isidoro Buendía. Después de hablar con él, a las pocas horas, se desencadenó el infierno: la llamada de teléfono que le anunciaba la muerte de Regina si su trabajo sobre el narcotráfico aparecía publicado en el periódico. ¿Estaría implicado el policía? No se lo había contado a nadie más.
Había llegado a Madrid dispuesto a averiguarlo.

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© XABIER GEREÑO-FROILÁN DE LÓZAR
RUEDA DE TRAFICANTES
© PORTADA Y MAQUETACIÓN: Froilán De Lózar
ISBN: 9789464855098

Primera Edición, Julio de 2023


Impreso en España
Editado por Curiosón
https://www.curioson.es
publicado vía Mibestseller.es

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