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El camino del molino



En el sentir preadolescente de aquellos años en el pueblo sabíamos que a nuestro alrededor había y se extendían de acá para allá caminos y más caminos. Y que no todos ellos nos resultaban igual de fáciles al caminar por ellos, ni todos nos resultaban igual de simpáticos y atractivos para, a su través, llegarnos hasta los diferentes lugares del pueblo adonde conducían. Sabíamos que, así como existía el camino por todos llamado como del río –muy transitado por vecinos y aficionados foráneos a la pesca-, existía también otro camino al que se le denominaba del molino, y que para nosotros gozaba de un cierto encanto. Y si el primero nos conducía hasta el río Carrión que, por el pueblo pasa en uno de sus tramos, el segundo lo hacía hasta el molino existente en un pequeño cuérnago río arriba, como testigo impenitente de un pasado que fue de gran movimiento en aquellos alrededores.

Y aunque, por ello, ya no estaba en funcionamiento, a los chavales de aquellos años nos gustaba, en nuestras correrías por el campo, acercarnos hasta él de vez en cuando. Y más desde que, estando en la escuela, alguna tarde la maestra nos llevase de paseo hasta él. Aprovechando este paseo como una clase práctica al aire libre, cargada, además, de la correspondiente didáctica de la naturaleza. Donde, además, y sobre el propio terreno, nos iría contando cómo era el funcionamiento de un molino y la gran utilidad que para la comarca tuvo en el pasado. Y que en él, situado en un paraje realmente lleno de encanto, en medio del brazo de río cuyas aguas le proporcionaban la fuerza motora para su funcionamiento, residiera durante aquellos años el molinero y su familia.

Una vez aprendido todo esto, a nosotros los chavales lo que realmente nos gustaba era acercarnos de vez en cuando hasta el molino a nuestro aire, con paradas varias a lo largo del camino para entretenernos buscando nidos de pájaros y atentos también a si, de pronto, de entre las hierbas y maleza del camino surgía alguna culebra, a la que sí temíamos de alguna manera. Por eso, durante el recorrido solíamos ir provistos cada uno de nosotros de una vara o palo de una cierta longitud que nos protegiese en un primer momento ante algún peligro de este tipo. Una vez llegados al molino, al estar en desuso y abandonado a su suerte, habíamos descubierto ya un pequeño agujero en una de sus paredes laterales por el que poder colarnos al interior y deambular libremente por el mismo. Eso sí, yendo todos en grupo para mejor protegernos ante cualquier inconveniente del tipo que fuese; y es que habíamos leído en algún libro de la escuela alguna historia de fantasmas que habitaban este tipo de edificios solitarios y abandonados. Y no sabíamos si en alguna de aquellas estancias del molino iba a aparecer de pronto alguna sorpresa así.

Recorridas ya todas las estancias de la casa, siempre nos sorprendía, no obstante, una de ellas, a la que no podíamos acceder porque se encontraba cerrada con un grueso candado; y, por ello, nos entraba la curiosidad cada vez que pasábamos a su lado. Y hasta alguno de nosotros creía haber escuchado algún rumor o ruido extraño, que rápidamente atribuíamos al agua que circulaba bajo el propio molino. Aunque nos quedábamos siempre con la duda; quizás en la próxima ocasión… Una vez en el exterior, en una especie de pradera y a la sombra de un grupo de árboles, sentados sobre la hierba dábamos buena cuenta del bocadillo que nos habían preparado en casa, mientras a nuestros pies corrían mansamente las aguas claras y cantarinas del río una vez sobrepasado el molino, para juntarse algunos metros después con el cauce principal del Carrión.

Y nosotros, acabada aquella tarde de aventuras un tanto inconclusas, porque llevábamos aún en la mente la incógnita de lo que pudiera esconderse tras aquella puerta cerrada a cal y canto, emprendíamos el camino de regreso al pueblo; eso sí, sin olvidarnos de nuestras varas. Andando los años y con el auge que supuso la revitalización de la música folk de nuestra provincia, han salido a la luz viejas coplas y canciones populares con el molinero y la molinera como protagonistas, y sus amores y desamores aireados a los cuatro vientos.

Al escucharlas cuando mayores, como referencia física teníamos siempre una muy concreta a la que llevar plásticamente esas aventuras y desventuras así cantadas: nuestro querido molino del pueblo.

Imagen:
Molino de Salinas de Pisuerga | José Luis Estalayo






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4 comentarios:

FGC dijo...

Al leerlo he recordado los viejos molinos que vi hace pocos años en los Arribes del Duero, hay muchos y abandonados también algunos. Es una pena, porque cuántas historias podrían contar esos molinos y cuánta belleza encierran.

Froilán De Lózar dijo...

A mi me traen bonitos recuerdos los molinos de San Felices de Castillería y de San Juan de Redondo, el primero recuperado por el que fuera alcalde de Verdeña y el de San Juan de Redondo, con mucha historia detrás, del que hablaba Gonzalo alcalde Crespo. Recuerdos que me vienen al hilo de tu historia. Un abrazo.

Alfonso Santamaría dijo...

En los muchos pueblos en los que he vivido ninguno tenía molino por lo tanto no he podido gozar de esos placeres que cuentas. Hace una semana visitaba con Froilán y Onecha el Molino de Torquemada, cercano al puente de 25 ojos sobre el río Pisuerga, un río crecido que nos hizo disfrutar del paso de las aguas por el molino. Nunca los maestros nos llevaron al río, si que cogí pajarillos, algunos pollos de codorniz y perdiz, lagartijas y alguna culebra y sentíamos el placer de bañarnos coritos en el río.

J. Javier Terán dijo...

Me alegra que mi relato sobre los molinos os haya traído esos recuerdos tan gratos que relatáis en los comentarios. Desde luego que, su ubicación en los cursos de los ríos o en algún pequeño brazo lateral, de donde sacaban la fuerza motriz para su funcionamiento, les hacían lucir como construcción en un marco paisajístico incomparable. Y como muestra, esta imagen de J.L. Estalayo del molino de Salinas de Pisuerga que Froilán ha puesto para ilustrar mis palabras. Agradecido por vuestros comentarios. Saludos.

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